4

VELKAN aterrizó en el balcón de su mansión que daba al silencioso valle y volvió a tomar forma humana. Quinientos años atrás, este sitio había sido accesible por una carretera de tierra que subía por la ladera de la montaña hasta su patio. Pero hacía doscientos años, al darse cuenta de con qué frecuencia se quedaba mirando esa carretera esperando a que Esperetta volviera, decidió cerrarla y dejar que la maleza creciera en ella.

Actualmente, la carretera estaba absolutamente cubierta por zarzas y enredaderas, había sido completamente tomada por el bosque. La única forma de llegar allí era por aire o por teletransportación. Esas dos cosas ayudaban a mantener apartado a quien no tuviera nada que hacer allí.

Velkan se quedó un momento en el balcón de piedra y miró en dirección a la ciudad. Ya había echado a los demonios que habían venido a la ciudad para aprovecharse de los turistas y todavía le quedaban horas hasta que amaneciera. Su casa se encontraba en completo silencio y a oscuras en medio de la noche. Viktor había preferido quedarse en el hotel con su familia… sin duda por miedo al mal humor de Velkan.

Ese hombre tenía toda la razón en tener miedo: a Velkan no le gustaban las sorpresas, y la llegada de Esperetta, definitivamente, se podía calificar como tal. Los cazadores deberían haberle avisado de que iba a llegar. Lo que habían hecho le parecía imperdonable.

Las puertas doradas de su habitación se abrieron en silencio en cuanto se acercó a ellas, y se cerraron detrás de él cuando las hubo atravesado. Mucho tiempo atrás, su esposa se había sentido aterrorizada por sus poderes sobrenaturales, pero los que tenía ahora hacían parecer insignificantes los que había poseído cuando era un hombre mortal. En esos tiempos solamente tenía sencillas premoniciones, podía hacer maldiciones, preparar pociones y realizar encantamientos a través de sangre y de rituales.

Ahora, sus poderes eran verdaderamente temibles: telequinesia, capacidad mutante y piroquinesia. A lo largo de esos siglos se había ido convirtiendo en el monstruo que Esperetta temía que fuera. Levantó una mano y la botella de bourbon se desplazó por el aire hasta ella. La destapó y dio un trago mientras pasaba por delante de un espejo que no reflejó su imagen.

Se rió de ello. Pero dejó de reír en cuanto llegó a la chimenea, encima de la cual había un retrato de Esperetta. La mirada de esos ojos le hizo detenerse en seco: como siempre, le dejó sin respiración.

Lo había encargado justo después de la boda. Contrató a Gentile Bellini, a quien prácticamente había tenido que raptar de Venecia para que realizara ese trabajo. Pero a Velkan le habían dicho que nadie excepto ese artista sería capaz de captar la juventud e inocencia de Esperetta.

Bellini no le había decepcionado. Más bien, había superado las expectativas de Velkan.

Esperetta se había sentido tan nerviosa ese día: iba vestida con un vestido de un color dorado claro y llevaba unas coloridas flores estivales en el oscuro pelo pelirrojo. Estaba preciosa. Bellini la colocó en el jardín de la residencia de Velkan, el mismo jardín que ahora era una maraña intransitable a causa de la falta de cuidados. Ella no se estuvo quieta ni un momento hasta que vio a Velkan que, sentado en un muro, la observaba. Los ojos de ambos se encontraron y los dos aguantaron la mirada: la sonrisa más tímida y hermosa que nunca haya aparecido en el rostro de una mujer fue capturada por el artista. Todavía hoy esa sonrisa le hacía poner de rodillas.

Velkan soltó un gruñido y se obligó a pasar de largo por delante del cuadro. Debería haberlo quemado hacía siglos. Todavía no sabía por qué no lo había hecho.

De hecho, en esos mismos instantes hubiera podido lanzarle una llamarada y hacer que prendiera.

Las palmas de las manos se le calentaron en cuanto pensó eso, pero cerró los puños y abandonó la habitación. Bajó las escaleras hasta el primer piso, donde Bram y Stoker esperaban su regreso. Llamó a los dos perros alanos tibetanos y se dirigió hacia su estudio, donde se encontró con que el fuego de la chimenea se había apagado.

Lanzó una llamarada para prender la leña, que crepitó al cobrar vida y bañó la habitación con una tenue luz dorada que provocó un inquietante baile de sombras en los muros de piedra. Los perros le dieron la bienvenida con saltos y ladridos de alegría mientras él les acariciaba la cabeza y, enseguida, ambos se dirigieron a ocupar sus respectivos sitios a ambos lados de la silla acolchada de él. Con un suspiro, Velkan se sentó y se puso a contemplar ese fuego que no conseguía calentarle. La luz le hacía daño en los ojos, pero la verdad era que no le importaba.

Miró a los perros que tenía a cada lado.

—Alegraos de haber sido castrados. Ojalá yo hubiera sido tan afortunado. —Porque justo en ese momento, su cuerpo se había endurecido y deseaba con todas sus fuerzas a la única mujer que nunca se iba a someter a su tacto.

Con furia creciente, dio otro trago a la botella a pesar de que sabía que el alcohol no podía ayudarle en nada. Como cazador de la noche, no podía emborracharse. No había forma de escapar de su dolor.

Con un gemido de disgusto, tiró la botella al fuego, que se rompió en miles de pedazos. Las llamas aumentaron de tamaño al quemar el alcohol y los perros levantaron la cabeza con expresión de curiosidad. Velkan se pasó una mano por el pelo.

Por muy difícil que hubiera sido hasta ese momento, ahora era mucho peor, dado que sabía que ella se encontraba a muy poca distancia de él. Todavía sentía su olor, lo cual le hacía sentir más salvaje que nunca antes.

«Deberías ir a buscarla y obligarla a que te acepte de nuevo.»

Eso era lo que el señor moldavo de la guerra, Velkan Danesti, hubiera hecho: él nunca hubiera permitido que una chiquilla le dirigiera.

Pero ese hombre había muerto la noche en que una mujer joven e inocente le miró con unos ojos tan azules y tan confiados que le robaron el corazón de inmediato. Quizá éste era el castigo por haber llevado una vida humana tan brutal: desear la única cosa que no podía tener, el suave y pacífico tacto de Esperetta.

Inquieto a causa de esos pensamientos, se puso de pie. Bram también se levantó, pero enseguida se dio cuenta de que Velkan sólo iba a dar vueltas por la habitación. El perro volvió a acomodarse en su sitio mientras Velkan hacía todo lo que podía por borrar esos recuerdos.

Pero, desgraciadamente, no había manera de sacarse el corazón del pecho y, dado que eso no era posible, nunca podría escapar de la prisión a la que su esposa le había condenado.

Retta se despertó con un punzante dolor de cabeza y se encontró atada a una silla de hierro. La habitación, que tenía el aspecto de un espacio industrial, como si estuviera en un viejo almacén o en algún lugar parecido, estaba oscuro y era húmedo, y despedía un horrible hedor parecido al de unos calcetines de gimnasio mezclado con huevos podridos. Lo único que podía hacer era respirar a pesar del hedor e intentar desatarse las muñecas de las cuerdas que la sujetaban.

Oía unas tenues voces que procedían de la habitación contigua…

Se esforzó por escuchar lo que decían, pero lo único que captaba era un tenue susurro. De repente, se oyó un grito:

—¡Muerte a los Danesti!

Fantástica consigna, especialmente dado que ella era, técnicamente, uno de ellos. Por supuesto, no pensaba reclamar ese parentesco, pero sobre el papel…

—¡Se ha despertado!

Retta volvió la cabeza y vio a un hombre alto y delgado en la puerta. Iba vestido con unos pantalones amplios de color negro y llevaba un pañuelo en el cuello; su aspecto, rematado con un par de dientes de oro, le hizo pensar en un traficante de drogas de la ciudad. Él la miró como si ella fuera la forma de vida más baja que hubiera sobre el planeta.

—Gracias, George. —Un hombre mayor que el anterior, vestido con pantalones negros y una camisa azul debajo de un suéter entró y pasó por su lado. Ese hombre tenía algo infinitamente más diabólico. Era la clase de hombre que, de niño, le había gustado arrancarles las alas a las mariposas solamente para divertirse.

Detrás entró su buen amigo Stephen, alto y rubio. Al principio, a ella le había gustado porque era la antítesis de su esposo. Mientras que los rasgos de Velkan eran intensos y sombríos, los de Stephen eran dulces y saludables. Le había recordado a Robert Redford cuando era joven.

Si ella hubiera sabido que Stephen no era el típico vecino. No lo era a no ser que uno viviera al lado de los Monster.

Ella le miró con una expresión que mostraba todo el odio que sentía hacia él.

—¿Dónde estoy y qué estoy haciendo aquí?

Fue el hombre mayor quien respondió.

—Eres nuestra rehén y estás en nuestro… territorio.

Sí, eso aclaraba mucho las cosas.

—¿Rehén para qué?

Esta vez fue Stephen quien respondió.

—Para conseguir que tu esposo venga aquí.

Ella prorrumpió en carcajadas ante la absurdidad de esa afirmación.

—¿Es un chiste?

—No es ningún chiste —dijo el hombre mayor—. Durante siglos, mi familia le ha estado persiguiendo y ha intentado matar a esa criatura maldita y sobrenatural en que se ha convertido.

—Y también te hemos estado persiguiendo a ti —dijo Slim mientras daba un paso hacia el interior de la habitación.

El hombre mayor asintió con la cabeza.

—Pero tanto él como tú os habéis escapado siempre.

—Eh, eso no habla muy bien de vuestra habilidad, teniendo en cuenta que yo ni siquiera sabía que alguien me estuviera persiguiendo.

Él se precipitó hacia delante como si fuera a golpearla, pero Stephen le sujetó.

—No, Dieter. Sólo está intentando provocarte.

—Pues lo está haciendo muy bien.

Retta se aclaró la garganta para atraer la atención hacia ella otra vez.

—Sólo por curiosidad, ¿por qué me habéis estado persiguiendo?

Stephen dio un paso hacia ella y le dirigió una sonrisa chulesca.

—Porque tú eres lo único que sabemos que atraerá a Velkan. Nunca hasta ahora ha respondido a ningún anzuelo que le hayamos tendido.

—Bueno, ya, pues tengo malas noticias para ti, amigo. Él tampoco vendrá a buscarme.

Dieter se burló de ella.

—Por supuesto que lo hará.

Ella negó con la cabeza.

—En absoluto. Titular de última hora, chicos: Habéis realizado un delito sin ningún motivo. Esta noche he visto a mi maridito y me ha dejado claro que no quiere volver a verme nunca más.

Los hombres intercambiaron unas miradas de asombro.

—¿Está mintiendo? —preguntó el hombre más viejo a Stephen en alemán.

Retta tuvo que reprimir una expresión de exasperación. No podían ser tan tontos como para creer que ella no comprendía el alemán.

—Tiene que estar mintiendo —repuso Stephen en tono abrupto—. Buen Dios, el hombre fue empalado a causa de ella. En todos estos siglos en que le hemos estado vigilando, él no ha estado nunca con otra mujer, pues la hubiéramos utilizado para prenderle. Ni siquiera consta un encuentro de una sola noche, y ha estado vigilando a Esperetta constantemente. Está claro que los hombres lobo nunca hubieran sacrificado a una hija para que estuviera con ella si él no estuviera tan absolutamente decidido a protegerla. Ésos no son actos de un hombre que la odia.

Slim estuvo de acuerdo.

—El hombro lobo a quien torturé y maté dijo que él conserva la habitación de ella exactamente igual a como la dejó hace quinientos años. Incluso guarda el vestido que ella llevó cuando se casaron. Tiene un retrato de ella en el dormitorio de cuando era todavía humana, además de fotografías que le han enviado para demostrarle que sigue viva y que es feliz. Él contempla esas fotografías cada noche. No es posible que no la idolatre. Si la odiara, hubiera destruido todo lo que le quedaba de ella hace siglos.

—De forma parecida —dijo Stephen con un ligero tono de rencor—, ella vive como una monja. No he conseguido arrancarle ni un beso desde que la conozco. Ella solamente está intentando protegerle. Estoy seguro.

Retta se quedó sin respiración al oír todo eso. Era verdad. Ella nunca había tocado a ningún otro hombre. Nunca se había sentido interesada por ninguno. Por supuesto, se había dicho a sí misma que estaba escarmentada. Y no era posible que empezara a salir con un hombre, por no hablar de casarse con él, con un ser humano que al final empezaría a preguntarse por qué no envejecía. Después de todo, solamente había unas cuantas formas de mentir y hablar de cirugía plástica hasta que resultara evidente que ella era inmortal.

Durante todo ese tiempo, se había convencido a sí misma de que Velkan no le había sido fiel. En toda su vida, ninguna mujer hubiera esperado fidelidad por parte de su esposo. Era algo absurdo. Incluso de su padre, que se mostraba tan categórico con su cristianismo y que exigía una fidelidad absoluta a sus súbditos, se había sabido que tenía amantes.

Así que se había convencido a sí misma de que Velkan no la había echado nunca de menos, de que había tomado lo que había deseado de ella y de que la había utilizado para matar a su padre.

¿Era posible que Velkan la amara de verdad? ¿Que la echara de menos?

Si eso era verdad, ella merecía morir a manos de él. Porque si eso era cierto, ella había estado castigando a un hombre durante siglos por el único crimen de amarla.

Nadie debería recibir ningún daño a causa de ello.

No era posible que hubiera sido tan tonta, ¿no?

«Soy una zorra rabiosa.» No era extraño que Velkan le hubiera dicho que desapareciera de su vista. Tenía suerte de que no la hubiera estrangulado. Apretó las mandíbulas para soportar el dolor que sentía dentro del cuerpo e hizo todo lo posible por recordar lo que él le había dicho la noche en que ella había abandonado Rumania. Todavía veía su rostro bañado por la luz de la luna, la sangre en su armadura.

Se habían peleado, pero ahora solamente podía recordar la confusión que sentía y el temor hacia él. Ella estaba completamente convencida de que él había intentado matarla enterrándola viva, de que le había mentido acerca de la poción que le había dado.

Pero ¿lo había hecho?

«Por favor, que no esté equivocada. Por favor.»

—Él no vendrá a buscarme —dijo Retta con la mandíbula apretada—. Sé que no lo va a hacer.

Dieter la miró con los ojos entrecerrados y expresión suspicaz.

—Ya lo veremos. No es que importe mucho. De cualquier manera, te mataremos.

Eran casi las cinco de la mañana cuando Velkan se encontró solo en su dormitorio. Otra vez estaba solo en su dormitorio. Cualquier hombre competente en lo suyo buscaría a una mujer predispuesta y calmaría su deseo.

Pero Velkan se negaba a romper el juramento que había hecho hacia Esperetta: había jurado ante su padre honrarla y guardarse solamente para ella. Él había mantenido ese juramento.

Incluso a pesar de que se odiara a sí mismo por ello.

Solamente había una mujer que atrajera su atención y ése era el motivo de que le desagradara tanto. Ella le había dejado sin nada, ni siquiera su virilidad.

Maldita fuera.

De repente, se oyó un golpe en la puerta.

—Te dije que no me molestaras, Viktor —gruñó, creyendo que se trataba de Squire.

—No soy Viktor —repuso Raluca desde el otro lado de la puerta.

Era poco apropiado de ella aventurarse hasta allí tan cerca del amanecer. No porque el amanecer fuera una amenaza para ella, sino porque Velkan acostumbraba a estar preparándose para ir a dormir.

Con el ceño fruncido y todavía perdido en sus pensamientos, Velkan abrió la puerta y la encontró retorciéndose las manos con gesto nervioso. Sus hijos y Francesca se encontraban detrás de ella y reflejaban la preocupación de su madre. Velkan sintió que se le encogía el estómago.

—¿Qué ha sucedido?

Raluca tragó saliva con dificultad.

—Se la han llevado.

Velkan supo al instante que se referían a Esperetta.

—¿Quién lo ha hecho?

—La Orden del Dragón —contestó Andrei en un tono que delataba enojo—. Tan pronto como nos comunicaron que la tenían, intentamos liberarla, pero…

—¿Pero? —le acució Velkan.

Francesca dio un paso hacia delante.

—La tienen atada dentro de una jaula. Una jaula eléctrica. No podemos llegar hasta ella sin que nos inmovilice.

Velkan les miró con expresión irónica.

—Bien. Dejadla que se consuma pensando hasta qué punto me ha traicionado. Cuando se ponga el sol, iré a buscarla.

Los cazadores intercambiaron unas miradas inquietas y Raluca habló:

—No es tan sencillo, mi príncipe. La han colocado encima de un pequeño taburete sin travesaños y ese taburete está encima de un suelo electrificado. Si baja los pies o resbala del taburete, morirá al instante.

Francesca asintió con la cabeza.

—Ese suelo tiene la carga suficiente para encender las luces de toda la ciudad de Nueva York.

Él quería poder decirles que no le importaba, pero el miedo que le asaltó le hizo darse cuenta de hasta qué punto eso sería una mentira.

Pero antes de que tuviera tiempo de hacer nada, Raluca se colocó a su lado y le sujetó por el brazo.

—Sabes que tampoco puedes ir tú.

Él la miró con los ojos entrecerrados.

—No les tengo miedo.

—El amanecer está demasiado cerca —insistió Raluca—. Acabarás como Illie si vas allí. Ellos conocen nuestros puntos débiles.

Velkan le tomó la mano y le dio un ligero apretón de afecto. Illie había sido el compañero de Raluca y había muerto en manos de los de la Orden. Cinco años atrás, le habían capturado y uno de los de la Orden utilizó una Taser contra él. La descarga eléctrica le atravesó todas las células, convirtiéndole en lobo y luego en hombre otra vez. Ésa era una de las cosas que podía incapacitar por completo a un cazador de hombres. Una cantidad considerable de electricidad podría acabar matándole.

Y si los de la Orden tenían a Esperetta en su poder, eso significaba que ya conocían el punto débil de Velkan.

—¿La dejarías morir? —preguntó Velkan a Raluca.

Inmediatamente percibió pena en el rostro de Raluca. Ella había sido la niñera de Esperetta antes de que la dejaran en ofrenda al convento.

—No lo elegiría. Pero mejor que sea ella que tú.

—¡Mamá! —prorrumpió Francesca—. No os lo toméis mal, pero yo elijo a Retta en esto. Ella es una víctima inocente.

Su madre se volvió hacia ella con mala cara:

—Y el príncipe nos ha cuidado durante siglos. Si no hubiera sido por él, yo estaría muerta ahora, igual que tú y que tus hermanos.

—Estamos malgastando el tiempo —interrumpió Velkan—. Necesito que me lleves hasta ella para poder liberarla antes de que salga el sol. —Vio que Raluca le miraba con reticencia—. Por eso has venido, ¿no es verdad?

Ella negó con la cabeza.

—Sólo vine porque sabía que te enojarías si yo no te contaba lo que había sucedido.

Raluca tenía razón en eso. Él nunca se quedaría quieto sabiendo que Esperetta podía sufrir algún daño, incluso aunque la odiara.

—No temas. Puedes teletransportarme hasta allí y yo desconectaré la electricidad. Luego nos teletransportarás a los dos de vuelta, mucho antes de que salga el sol.

Francesca hizo una mueca.

—No es tan fácil. El interruptor está dentro de la caja. Te electrocutarías al intentar apagarlo.

Esa perspectiva le arrancó un suspiro, pero eso no cambiaba nada. Esperaba poder utilizar la telequinesia para hacerlo, pero la electricidad no era algo que él pudiera mover con su energía mental. Su calidad de ser algo vivo hacía que la electricidad fuera muy impredecible, y era posible que por accidente hiciera daño o matara a alguien al intentar manipularla mentalmente. Tendría que apagarlo manualmente.

—De acuerdo. No me va a matar. —Simplemente, dolería de forma insoportable.

—Hay otra cosa —dijo Viktor en voz baja.

Velkan no quería seguir esperando.

—¿Qué?

—Hay un generador conectado y otro interruptor que también se encuentra dentro de otra jaula eléctrica. Si lo apagas, no tendremos tiempo suficiente para llegar hasta ella porque nos fulminará, y nosotros, a diferencia de ti, no somos inmunes a la electricidad.

Raluca asintió con la cabeza.

—Y la tienen fuera, en un patio. Los muros del patio tienen espejos para reflejar la luz del sol directamente sobre ti, en previsión de que vayas a buscarla. Ellos pretenden que ninguno de nosotros sobreviva a esto.

Y habían hecho un buen trabajo al tender esa trampa.

Velkan dejó escapar una exhalación de cansancio y pensó con detenimiento qué era lo que iba a suceder. Pero no tenía ninguna importancia.

—Mi esposa está en peligro. Llevadme hasta ella.

Retta apretó las mandíbulas: todos los músculos de las piernas le dolían a causa del esfuerzo por no dejar los pies en el suelo. Ese esfuerzo le hacía saltar lágrimas de los ojos. Era el peor dolor que nunca había experimentado. La verdad era que no sabía cuánto tiempo más podría soportar no dejar los pies en el suelo.

Pero el seco zumbido de la electricidad era un despiadado recordatorio de lo que le sucedería si no aguantaba las piernas arriba.

—Puedes hacerlo —se dijo a sí misma en un susurro.

Pero ¿de qué serviría? De cualquier forma, ellos estaban decididos a matarla. ¿Por qué luchaba contra lo que era inevitable? Podía, simplemente, dejar los pies en el suelo y acabar con todo. Escapar de ese sufrimiento.

Velkan no iba a ir a rescatarla. Francesca no podía hacerlo. Todo había acabado. No había ninguna necesidad de retrasar lo inevitable, pero a pesar de todo, Retta no podía abandonar. Era algo muy lejano a su forma de ser.

—¿Qué tenéis tú y este país que siempre que estás aquí te encuentras en peligro?

Levantó la cabeza, sobresaltada, al oír esa voz profunda y resonante que le recorrió la espalda como una suave caricia.

—¿Velkan?

Él salió de entre las sombras y se acercó al extremo del suelo electrificado que les separaba. Tenía el rostro cubierto por las sombras, pero nunca a ella le había aparecido más atractivo.

—¿Hay alguien más aquí lo bastante estúpido para haber venido?

Levantó la vista hacia el cielo, que se aclaraba por segundos.

—No puedes quedarte. Tienes que irte.

Él no respondió. Se convirtió en murciélago y voló hacia ella. Con el corazón desbocado, Retta le observó acercarse a la jaula, pero los barrotes estaban demasiado juntos para que pudiera atravesarlos.

Le pareció que le oía maldecir un momento antes de que volviera a convertirse en hombre. En cuanto lo hubo hecho, la fuerza de la corriente eléctrica le hizo salir volando tres metros, hasta el césped. Esta vez no era posible no oír sus fieras maldiciones.

—¡Olvídalo! —dijo ella, mirando otra vez hacia el cielo. El amanecer estaba demasiado cerca—. No hace falta que muramos los dos.

Él negó con la cabeza, corrió hasta la jaula y sujetó los barrotes. Retta se estremeció al oír el sonido que la corriente eléctrica produjo al recorrer todo su cuerpo, pero él levantó la jaula. Todo su cuerpo se estremeció por la fuerza de la corriente. Tenía que ser insoportable, y, a pesar de ello, él aguantó y tiró de los barrotes hasta que los dobló. Asombrada por su fuerza y su valentía, Retta lloró mientras él presionaba el interruptor y apagaba la corriente.

—Hay otro… —Antes de que pudiera continuar, la electricidad volvió a cargar. Retta levantó los pies de inmediato mientras maldecía mentalmente cien veces a la gente que había montado las conexiones en ese maldito lugar.

Velkan sujetó con fuerza la jaula y gruñó mientras propinaba un puñetazo contra el suelo metálico. Al cabo de dos segundos sacó un grueso cable de debajo del suelo y lo partió en dos.

El zumbido se detuvo y la descarga eléctrica cesó de nuevo.

Retta estaba demasiado asustada para creérselo: esperaba que volviera en cualquier momento. Los segundos pasaron y ella contemplaba el aspecto chamuscado de Velkan hasta que empezó a notar que le invadía una sensación de alivio.

Él lo había logrado. Las lágrimas le cayeron por las mejillas y un sentimiento de gratitud le llenó el corazón. A pesar de que no se lo merecía, él había ido a rescatarla. Y, en ese momento, recordó exactamente por qué amaba a ese hombre. Recordó todas las razones por las cuales había querido pasar toda su vida a su lado.

Velkan alargó las manos hacia ella.

Pero la luz del sol le cayó sobre el cuerpo. Soltó un silbido, se apartó hacia atrás y se cubrió el rostro con un gesto instintivo. Luego dio otro paso hacia ella, pero solamente consiguió que los espejos le reflejaran más luz.

A pesar de ello, se arrastró hacia ella con intención de desatarle las manos. Stephen y los demás continuaban proyectando la luz del sol con los espejos hacia él, y ella consiguió desatarse sola.

Con una ira creciente, Retta intentó envolver con su propio cuerpo el de su esposo, pero no era lo bastante corpulenta para cubrirle de los rayos mortales que le quemaban la piel. Todo el cuerpo de él se derretía mientras intentaba llegar a la pared que todavía conservaba algunas sombras.

Velkan tropezó y Stephen y los demás salieron de la casa. Tenían intención de acabar con él, pero Retta no estaba dispuesta a permitir que lo hicieran sin presentarles resistencia.

Retta mantuvo su posición, a punto de presentar batalla, pero notó que alguna cosa la agarraba por detrás. Se dio la vuelta, en guardia, pero se contuvo: se encontró ante una cara amiga.

—Soy yo —dijo Francesca justo antes de hacerles salir del jardín.

En un momento, Retta se había encontrado al filo de la muerte y, al siguiente, se vio en una habitación donde no había estado hacía siglos…

El dormitorio de Velkan.

El corazón de Retta latía desbocado de miedo.

—No podemos abandonarle.

—No lo haremos.

Retta miró a su alrededor y en esos momentos Viktor apareció en la habitación trayendo a Velkan con él. Éste se dejó caer en el suelo entre Andrei y Viktor. Horrorizada, contempló lo que quedaba de él: estaba ensangrentado y abrasado. El olor de pelo y piel quemados invadió todos sus sentidos y se sintió mareada.

Pero no le importaba. Aterrada de que él pudiera estarse muriendo, corrió hacia él y le dio la vuelta. Las lágrimas se le agolparon en la garganta al ver lo que le habían hecho.

—¿Velkan?

Él no contestó. Simplemente, la miraba y parpadeaba.

Viktor y Andrei la apartaron a un lado y levantaron a Velkan del suelo para llevarle a la cama.

Retta les siguió deseando ser de ayuda.

—Deberías irte —le dijo Viktor con frialdad mientras Andrei se esforzaba por quitarle la camisa a Velkan. Parecía que se le había pegado a la piel—. Ya le has hecho suficiente daño.

—Es mi esposo.

Viktor entrecerró los ojos azules y la miró.

—Y le abandonaste hace quinientos años. ¿Recuerdas? Hazle un favor y deja que la historia se repita.

—Viktor —le increpó Francesca—. Cómo te atreves.

—No pasa nada —dijo Retta, tranquilizando a su amiga—. Solamente está haciendo su trabajo.

Entonces Retta se colocó al lado de Viktor. Esta vez, al hablar, bajó la voz y dejó que todas sus emociones se depositaran en cada una de las sílabas.

—Vuelve a ponerte en mi camino, amigo, y vas a enterarte de que Velkan no es el único de esta familia que tiene colmillos.

Dicho esto, le empujó a un lado y se dirigió a la cama donde Velkan descansaba.

No estaba segura de si él se encontraba todavía consciente, y se detuvo al lado de la cama. Sintió que le dolía el estómago ante la visión de su piel quemada.

Pero fue el dolor que vio en sus ojos lo que la dejó sin respiración. A pesar de que una parte de sí misma deseaba alejarse de esa horrible visión, alargó la mano y se la colocó en una parte de la mejilla que no tenía ninguna herida.

Él cerró los ojos como si saboreara el tacto de su mano.

—Gracias, Velkan —le dijo en voz baja.

Él inhaló como si fuera a responder, pero antes de que lo hiciera, quedó inconsciente.

Viktor se puso al lado de ella.

—¿Vas a continuar mirándole o vas a ayudarnos de verdad a atenderle?

Ella miró a Viktor y vio que su rostro traslucía el mismo rencor que su voz.

—Eres un capullo, Viktor.

Él abrió la boca para responder, pero Francesca le puso una mano encima de los labios.

—Para, hermanito. Los dos ya han tenido bastante por hoy.

Él hizo una mueca y se desplazó hasta el otro lado de la cama, donde Andrei todavía intentaba quitarle la camisa a Velkan. Retta le ayudó a desvestirlo y cuando vio la enorme cicatriz que éste tenía en el centro del pecho, justo encima del corazón, se detuvo. No la tenía cuando era mortal. Parecía como si alguien le hubiera empalado exactamente en medio del corazón.

—¿Qué diablos es esto? —exclamó, señalándola. Tenía por lo menos quince centímetros de largo y diez de ancho—. ¿Cómo se la hizo? ¿Qué le sucedió?

Viktor la miró con ironía.

—¿No puedes aguantar la visión de los trabajitos de tu padre?

Ella le miró con el ceño fruncido.

—¿De qué estás hablando?

—De la cicatriz —dijo Andrei en voz baja—. Por ahí es por donde la lanza salió de su cuerpo cuando tu padre ordenó que lo empalaran.

Retta no quería creerlo.

—No encuentro gracioso tu sentido del humor.

—No es un chiste.

Retta sintió náuseas y volvió a mirar el rostro lleno de ampollas de Velkan. Luego miró a Raluca, que, triste, asintió con la cabeza.

—No lo comprendo —susurró Retta.

Raluca la miró con amabilidad mientras se lo explicaba.

—Después de que tu padre te matara, princesa, él se ensañó contra Velkan. Le torturó durante semanas hasta que, finalmente, le hizo empalar en la plaza de Tirgoviste. Así es cómo murió y cómo se convirtió en un cazador de la noche.

A pesar de todo, le costaba creerlo. Su padre la amaba tanto. ¿Le habría matado él, aunque fuera a causa de la rabia? Quizá él odiaba al mundo, pero para él sus hijos siempre habían sido sagrados.

—¿Por qué no me lo dijo Velkan?

Viktor se burló.

—Oh, no lo sé. Quizá porque tú le abandonaste cuando lo intentó y no has dejado de correr desde entonces.

—¡Viktor! —le reprendió Raluca.

—Dejad de reprenderme todos de una vez. Digo la verdad, digo lo que todos vosotros tenéis demasiado miedo para decir. Ella tendría que saber por todo lo que él ha pasado para que ella estuviera a salvo. Lo que sufrió cuando era humano. Por qué sufrió. Por ella. —Viktor se volvió hacia Retta—. A él no le importaba su propia muerte: ya lo había planeado. Era la tuya lo que le destrozaba. Él se rindió ante tu padre, sabiendo que el hijo de puta iba a empalarle. Creyó que si tú bebías la poción para dormir, tu padre te vería vestida para el entierro y ya no te prestaría atención. Su plan era que mi madre te llevara a Alemania, donde vivía Francesca, y que te quedaras allí a salvo mientras tu padre le torturaba. En ningún momento imaginó que tu padre te clavaría un cuchillo en el corazón mientras estabas tumbada como una muerta.

Ése no era el plan que Velkan le había contado: él le había dicho que ambos estarían tumbados, el uno al lado del otro, y que se despertarían juntos cuando su padre ya se hubiera marchado, convencido de sus muertes. Se suponía que Velkan la llevaría entonces a París, donde podrían estar juntos sin miedo a las represalias de su padre contra Velkan. Libres de la guerra que mantenían las dos familias.

Miró a Francesca, buscando la verdad en su rostro, pero por una vez su amiga se había quedado sin palabras.

—¿Velkan se rindió a mi padre?

—¿Qué creíste que iba a hacer? —le preguntó Viktor enojado.

—Me dijo que los dos beberíamos la poción y que mi padre nos vería muertos a los dos. Así nos dejaría en paz.

Viktor asintió con la cabeza.

—Y tú la bebiste primero.

—Por supuesto, y luego le vi a él beber después de mí.

Viktor negó con la cabeza.

—Él no se la tragó. Cuando tú te quedaste inconsciente, la escupió y te colocó de forma que te vieran. Tenía miedo de que si tu padre os veía a los dos inconsciente, os decapitara a ambos. Así que él permaneció consciente y le dijo a tu padre que tú habías muerto por enfermedad. Tu padre le prometió que en cuanto te hubiera visto, se sentiría satisfecho y que permitiría que Velkan se marchara. Velkan accedió y tuvo que presenciar cómo te mataba.

Y ella había huido de él…

Miró a Francesca otra vez buscando una confirmación.

—¿Por qué no me lo dijiste?

Con mirada triste, Francesca suspiró:

—Tú no querías oírlo. Si intentaba ponerte de su lado, me gritabas, así que aprendí a dejar estar el asunto.

Era cierto, y Retta lo sabía. No podía culpar a nadie, excepto a sí misma.

Sintió una punzada en el corazón al pensar cuántos años… no, siglos se había negado a sí misma y a Velkan por haber sido tan tonta e implacable. No era extraño que Viktor la odiara. Se lo merecía.

Apretó las mandíbulas y observó el retrato que había encima de la chimenea: el retrato de su boda. Los ojos se le llenaron de lágrimas al recordar el día en que habían realizado el boceto: ver a Velkan al lado del muro que la miraba con una expresión de adoración en el rostro. Le había parecido un espíritu de los bosques que hubiera cobrado vida para cuidarla.

Se enjugó las lágrimas y miró hacia la cama donde se encontraba su esposo.

—Tenemos que curarle.

—¿Por qué? —preguntó Viktor.

—Para que pueda pedirle perdón.

Pero curar a Velkan resultó ser más fácil de decir que de hacer. El daño que el sol le había causado era difícil de superar incluso para un ser inmortal. Por no mencionar el hecho de que todavía existía la amenaza de la Orden de matarle.

Por lo menos, allí, en casa de Velkan, no podían alcanzarle.

—Deberías descansar.

Al oír la voz de Raluca, Retta levantó la vista. La mujer mayor estaba de pie en la puerta y tenía una mirada infantil en los ojos.

Retta, que estaba sentada en la silla, estiró los miembros para aliviar el cansancio y la tensión de los músculos. Había estado al lado de Velkan durante los últimos cuatro días mientras él dormía. Al principio, su continuo sueño le había preocupado seriamente, pero Raluca y Viktor le habían asegurado que era natural que un cazador de la noche durmiera de esa manera cuando resultaba herido. Eso era lo que permitía que su cuerpo sanara.

Tal y como le habían dicho, parecía que la piel de Velkan mejoraba día a día. Ahora ya solamente parecía que hubiera sufrido una quemadura solar y las heridas habían desaparecido del todo.

—No tengo ganas de descansar —dijo Retta en voz baja.

—Casi no has comido ni has dormido.

—Tampoco es que pueda enfermar o morir.

Raluca chasqueó la lengua en señal de desaprobación y se dio la vuelta mientras decía:

—De acuerdo. Voy a traerte comida aquí, pero confía en mí. Si el príncipe se despierta, se sentirá agradecido de no tener un sentido del olfato muy fino.

Profundamente ofendida, Retta se olió a sí misma para asegurarse de que no olía mal.

—Relájate. Sólo te está tomando el pelo.

El corazón dejó de latirle al oír esa profunda voz.

—¿Velkan? —Se acercó corriendo a la cama para ver esos ojos abiertos.

—Pensé que ya te habrías marchado.

Ella tragó con dificultad, era como si tuviera la garganta atenazada.

—No es posible. Tengo mucho que hacer.

—¿Como qué?

Retta volvió a tragar con dificultad antes de poder contestar.

—Pedirte perdón.

—¿Por qué lo haces?

—Porque soy una tonta y una testaruda. Una sentenciosa. Implacable. Desconfiada. Puedes hacerme callar cuando quieras, ¿sabes?

Sus labios esbozaron media sonrisa desafiante.

—¿Por qué tendría que hacerlo? Has pillado carrerilla. Además, te has olvidado del peor de tus defectos.

—¿Cuál es?

—Una exaltada.

—Eso lo aprendí de ti.

—¿Y eso?

—¿Recuerdas esa vez que tiraste las botas al fuego porque te costaba quitártelas?

Al oírla, Velkan frunció el ceño.

—Yo nunca hice eso.

—Sí, lo hiciste. También le diste tu corcel al mozo de cuadra porque te heriste una pierna al desmontarle y le dijiste que se lo quedara y que tú, en su lugar, lo quemarías.

Eso él lo recordaba bien. Todavía tenía la cicatriz. Pero lo que le sorprendió fue el hecho de que ella recordara esos incidentes.

—Creí que habías borrado todos los recuerdos de mí de tu memoria.

Ella apartó la mirada con expresión triste.

—Dios sabe que lo intenté, pero eres un hombre difícil de olvidar. —Volvió a mirarle. Sus ojos se encontraron y sus miradas se quedaron prendadas—. He sido tan tonta, Velkan. De verdad lo siento.

Él se sintió completamente asombrado ante el tono de profundo pesar de la voz de Retta. Hubo un tiempo en que él había rezado por oír esas palabras de sus labios. Un tiempo en que se había imaginado ese momento.

—¿Podrás perdonarme alguna vez? —preguntó ella.

—Puedo perdonártelo todo, Esperetta, pero nunca más podré confiar en ti.

Retta frunció el ceño al oír esas palabras.

—¿Qué quieres decir?

—Cuando te marchaste y no volviste, me demostraste que no tenías ninguna confianza en mí ni como hombre ni como marido. Desconfiabas tanto de mí que creíste de verdad que yo podía matarte. Es evidente que nuestro matrimonio tenía un montón de problemas de los cuales yo no era consciente.

—Eso no es cierto.

—Entonces, ¿por qué no volviste a casa?

Porque ella creía que la mataría. De verdad lo había creído.

—Yo era joven. Vivíamos en una época turbulenta. Nuestras familias se habían pasado generaciones matándose los unos a los otros.

—Y tú pensaste que la única razón por la que me casé contigo era porque quería matarte. —Negó con la cabeza—. Sabes tan bien como yo que mi familia me repudió en cuanto supo que nos habíamos casado.

Eso era cierto. Su familia les había rechazado. Su padre había enviado un ejército para que sellaran su casa y se aseguraran de que Velkan no volvía a entrar en ella nunca más.

Pero lo peor fue que el padre de Velkan quemó todo aquello que llevara su símbolo o su nombre. Incluso el libro de familia que tenía el linaje de los Danesti fue quemado, e hicieron otro que no reflejara el nacimiento de Velkan.

—Creí que tú ya habrías tenido bastante con huir de nuestras familias. Y los dos sabemos que si hubieras vuelto a casa después de que me matara a mí y a mi padre, tu padre te hubiera dado la bienvenida.

Esos ojos oscuros le quemaban.

—Yo tomé mi decisión acerca de a quién ofrecer mi lealtad el día en que me uní a ti, Esperetta. Sabía el coste y el dolor que nuestra unión causaría a mi familia y a pesar de ello creía que tú merecías la pena. Tú me escupiste a mí y escupiste al amor que yo quería darte.

—Sé que te herí.

—No —susurró él—. No me heriste. Me destruiste.

A Esperetta, los ojos se le llenaron de lágrimas.

—Lo siento tanto.

—Sentirlo no puede curar estos quinientos años.

Él tenía razón y ella lo sabía.

—¿Por qué uniste nuestras almas sin decírmelo?

A Velkan los ojos le quemaban de tristeza.

—No quería vivir sin ti… ni en esta vida ni en la próxima. Intenté decirte lo que había hecho, pero tu padre nos derrotó antes de que tuviera la oportunidad de hacerlo. Cuando vendí mi alma a Artemisa para vengarme, yo no sabía que tu alma también sería vendida con la mía.

Lo que él no le dijo era que ella le había provocado precisamente ese mismo sufrimiento que él había querido evitar con todas sus fuerzas: una vida entera sin ella.

En ese momento, Retta se odió a sí misma por lo que había hecho. Y no le culpaba por no perdonarla.

Él le había dado su palabra y ella la había despreciado. Incapaz de soportar el error que había cometido, se puso en pie.

—¿Tienes hambre?

—Sí.

—Voy a buscarte algo para comer. Quédate quieto. —Retta se detuvo un momento en la puerta para mirar hacia atrás, hacia donde él estaba tumbado. Ésa era la cama en la cual ella había perdido su virginidad. Todavía podía ver mentalmente esa noche con absoluta claridad. Se había sentido aterrorizada y excitada. Velkan, a pesar de toda su rudeza, la había dejado intacta en una habitación que había en el piso de abajo, en el vestíbulo.

Le prometió que al día siguiente la llevaría hasta los agentes de su padre y la soltaría. Eso era lo último que ella quería. Su padre la volvería a mandar al convento para que llevara una vida de plegarias y de duro trabajo. No era que ninguna de esas dos cosas estuviera mal. Pero ella ya se había enamorado de ese oscuro señor de la guerra y no había querido volver sin llevarse un recuerdo.

Lo único que había querido era darle un beso inocente. Pero en el momento en que sus labios se tocaron, Velkan la rodeó con los brazos y la sometió absolutamente: el ansia de probar el sabor de él era incluso mayor que la que él sentía por ella.

Si cerraba los ojos, todavía recordaba la sensación de tenerle dentro, de rodearle la cintura con las piernas, de las embestidas de él.

—No voy a dejarte marchar, Esperetta —le había susurrado él al oído.

Y entonces él le dio un beso tan apasionado que los labios todavía le dolían.

¿Cómo era posible que ella hubiera dado la espalda a todo eso? Una lágrima se le deslizó por la mejilla y Esperetta se la secó con una mano mientras se dirigía hacia la cocina. Pasó al lado de Bram y le acarició la cabeza; ese gigantesco animal le recordaba más a una vaca que a un perro.

—Me alegro de verte fuera de esa habitación —dijo Raluca, quien bajaba con una bandeja llena de comida.

—Estoy aquí solamente porque Velkan se ha despertado y tiene hambre.

Francesca se burló y entró en la cocina detrás de ella.

—¿Y tú has venido aquí a buscar comida? Eres una tonta. Yo estaría en la cama con él.

—¡Frankie! —exclamó Raluca—. Por favor, soy tu madre.

—Lo siento —dijo ella, pero el tono de su voz no era el de pedir disculpas.

Retta suspiró mientras colocaba bien una flor que Raluca había puesto en un jarrón encima de la bandeja.

—No importa lo que yo quiera. Yo lo estropeé todo con él hace mucho tiempo.

Francesca negó con la cabeza.

—No puedes estropear nada con alguien que te quiere tanto.

—Diría que te equivocas. Sólo quisiera que me dejarais volver a casa.

—La Orden se te echaría encima ahora que saben que eres real. No puedes volver a casa nunca más.

Y no podía quedarse allí. ¿Cómo podría soportarlo?

Raluca le dirigió una sonrisa compasiva.

—Él te ama, princesa. Está dolido, pero debajo, más allá de eso, está el hombre que se sometió a un destino peor que la muerte para intentar salvarte. No va a permitir que una cosa tan fría como el orgullo te mantenga lejos de él.

—No es orgullo, Raluca. Se trata de pérdida de confianza. ¿Cómo puedo curar eso?

—Eso es cosa tuya, princesa. Tienes que demostrarle que quieres estar con él.

—¿Y cómo lo hago?

—Cierra tu oficina y haz que Andrei y Viktor traigan todas tus cosas aquí.

—¿Y si él no me lo permite?

—¿Cómo podría impedírtelo? Tú eres la señora Danesti. Esta casa también te pertenece.

Retta sonrió al pensarlo. Pero para poder quedarse allí, tenía que renunciar a todo.

No, no renunciaría. Ella no podía ser una abogada de divorcios en Rumania. No podría continuar con su práctica mucho tiempo más; algunas personas habían empezado a desconfiar al ver que ella no envejecía.

Contempló esos muros de piedra que, de alguna forma, conseguían resultar cálidos y hogareños. Quedarse con Velkan…

Por alguna razón eso resultaba igual de aterrador como antes. Pero para poder quedarse, tendría que volver a obtener el corazón de su esposo, que él había cerrado ante ella.

—Vamos, Ret, tú eres más lista.

Sí, lo era. No iba a separarse más de Velkan.

Pero tal y como Raluca había dicho, tendría que encontrar alguna manera de demostrarle a su esposo que era seria al respecto.