3

CASI había llegado el amanecer. Davie esperaba en la oscuridad de la diminuta casa pintada de blanco. Las ventanas estaban cubiertas con telas negras. Rufford y Fedeyah llegarían pronto.

Podía marcharse. El alijo de armas debía trasladarse y debía realizarse la provisión de comida. Luego, llevaría hasta allí a unos cuantos hombres y mujeres jóvenes para Rufford y Fedeyah, para cuando se despertaran. Les sacarían un poco de sangre a cada uno, mientras los donantes sonreirían semiconscientes, y la guardarían en dos bolsas de piel. Cuando más la necesitaban era cuando llegaban, heridos, justo después del amanecer. Davie nunca les había visto volver de una noche de batalla, pero había visto los resultados de la batalla. La ciudad vibraba de miedo. Ese mismo día se habían encontrado doce cuerpos decapitados en un callejón. ¡Doce! El número de seguidores de Asharti que se encontraban en la ciudad no había dejado de crecer, y no eran tan discretos como Rufford y Fedeyah. Los cuerpos muertos y sin sangre llamaban la atención incluso en esa ciudad en la cual los pobres morían por las calles cada día. Los ciudadanos se marchaban si tenían medios para hacerlo. Davie temía que el pánico provocara el éxodo de la población de la metrópolis africana hacia el desierto y que murieran bajo el sol o que zarparan hacia Gibraltar en alguna barca poco segura que les dejaría a merced del agua y de los vientos.

Con el paso de los días, cada vez se había quedado un rato más mientras el sol se ponía, tentado de quedarse. «La curiosidad mata al gato.» Posiblemente tuviera un sentido literal en ese momento. ¿Quién sabía en qué tipo de monstruos se convertían Rufford y Fedeyah después de una noche de matanza? Ellos nunca le dejaban entrar en la habitación donde dormían. Cuando él volvía al final de la tarde, les encontraba sentados en la casa con los restos de la sangre que él les había traído esparcida por encima de la mesa, haciendo planes para la noche. Esa campaña le estaba haciendo pagar un precio muy alto a Rufford. La triste determinación de ese hombre se había ido convirtiendo poco a poco en un abatimiento que era palpable. ¿Y Fedeyah? Davie nunca había confiado en ese árabe y no era capaz de leer en su rostro. Fedeyah cumplía las órdenes de Rufford, igual que Davie, aunque el inglés parecía ser mil años más joven que el árabe.

Davie sentía que estaba haciendo demasiado poco, que estaba protegido de aquello que les pesaba tanto en el alma a ellos. Por lo menos, podía presenciar el coste que eso suponía. Así que se sentaba, callado, mientras la tela que cubría las ventanas se iba aclarando. Dejó el afilado alfanje sobre sus rodillas, encendió una vela nueva y esperó.

No se sorprendió al percibir los dos remolinos en la oscuridad. Otras veces había visto teletransportarse a unos vampiros. Pero se sorprendió al ver a las figuras que se materializaron desde la oscuridad sobre el suelo de terracota. Estaban llenos de heridas, se veían huesos y tripas, y todo hablaba de muerte. Se puso en pie de un salto. Rufford dio un solo paso hacia delante. Las suaves botas de piel estaban empapadas de sangre. Iba desnudo excepto por un trozo de tela que llevaba alrededor de la cadera y las botas. Davie había estado en la guerra de la península. Había visto heridas y muertos en abundancia, pero nada tan desagradable como lo de Rufford. Parecía que un animal le hubiera clavado unas garras de quince centímetros. Tenía una herida abierta en el hombro que dejaba los ligamentos al descubierto; se le veían los huesos del pecho; se veían los intestinos en la herida del vientre; el muslo mostraba capas de músculos.

Rufford cayó al suelo.

Davie corrió hasta él.

—¡Rufford! —Fedeyah se dejó caer de rodillas. Él también estaba herido, pero no como Rufford.

—Apártate de nosotros —le advirtió Fedeyah en un inglés con mucho acento—. ¡La sangre!

Davie se detuvo y tragó saliva. Las heridas de Fedeyah ya estaban empezando a cerrarse. Las de Rufford no parecían seguir la misma evolución. La herida que Davie le veía en la espalda todavía sangraba. El suelo, sucio, estaba manchado de sangre.

—¿Puede morir? —preguntó Davie.

—No —repuso Fedeyah casi sin aliento—. Pero beber sangre le puede dar fuerza y evitarle dolor.

—Bien, bien. —Davie observó la habitación—. Sangre. —Ahí estaba, encima de la mesa de madera. Corrió a tomar los sacos de piel para el agua. Cuando se dio la vuelta, Fedeyah se encontraba tumbado en el suelo, semiconsciente. En esos momentos sus heridas sanaban visiblemente.

Davie inhaló con fuerza. Muy bien. Ahora dependía de él. Levantó las manos hasta situarlas a la luz de la vela y se las observó de un lado y de otro para ver si tenía algún corte o algún rasguño. Nada. Podía hacerlo. Se arrodilló al lado de Rufford. La pálida piel sajona de ese hombre era una rareza en esa tierra de sol y de arena. Davie respiró profundamente y le dio la vuelta a Rufford sujetándole por los hombros. Las manos le quedaron pegajosas por la sangre. Se colocó al hombre desnudo encima del regazo sin mirarle el vientre ni las heridas que tenía en el cuello y en el pecho. Le sujetó la cabeza y le llevó la boquilla de la bota de agua entre los labios. La sangre, densa y casi coagulada, le rezumó por las comisuras de los labios, pero por fin Rufford se atragantó y tragó. Casi inconsciente, chupó con ansia.

«Dios de los cielos, ¿qué estoy haciendo?» Quizá se consumiría en el infierno, pero Davie no iba a dejar que un hombre sufriera. Cuando Rufford hubo tomado todo el contenido de la cantimplora, Davie la dejó en el suelo, tomó otra y se la acercó a Fedeyah. David ayudó al árabe a incorporarse sobre un codo y le dio de beber. Fedeyah lo levantó encima de los labios y apretó: la sangre le cayó en la boca. Tenía el pelo, oscuro, lleno de suciedad y de sangre. Mientras Davie le observaba, una herida en la cabeza se le cerró y se le curó. Fedeyah se apoyó en un arcón de madera y descansó, respirando con dificultad.

Davie se volvió hacia Rufford. En esos momentos la herida del vientre estaba casi curada y ya no se veían los intestinos. Se pasó uno de los brazos de Rufford por encima de los hombros y lo llevó hasta una de las camas, una sencilla estructura de madera cuyo somier eran unas cuerdas entrelazadas que soportaban el colchón. Fedeyah subió con dificultad a la otra cama.

—No teníais fuerza para llegar hasta donde estaba la sangre —dijo Davie casi sin aliento.

—No importa —repuso Rufford. Un corte que tenía en la sien se le curó y desapareció dejándole una marca de un rosa claro en la piel—. Me hubiera curado en un momento u otro.

—Si te hubieras debilitado durante toda la noche, sí hubiera importado. Parece que esta noche ha sido casi la última.

—Cada vez más. —La voz de Rufford era débil—. Consiguen sus propios refuerzos.

Davie miró a Fedeyah, que parecía estar quedándose dormido.

—Tú te has llevado lo peor —le dijo a Rufford.

—Tengo la sangre de un Antiguo. Soy más fuerte. Es cosa mía protegerle.

—Pues parece que ellos lo saben. Van a por ti.

Rufford asintió con la cabeza.

—Se ha corrido la voz. Ya no tenemos que buscarles. Ellos vienen a nuestro encuentro.

A Davie le parecía que toda esta campaña no tenía esperanza.

—¿Podéis cambiar el rumbo de las cosas solamente vosotros dos?

—Beatrix mandó la noticia a todas las ciudades, incluso al mismo monasterio de Mirso. Van a venir. Algunos a Trípoli, Argelia y a aquí. Tenemos que aguantar hasta que lleguen.

—Entonces, espero que lleguen pronto.

—Yo estoy más preocupado por Trípoli.

Ajá. Estaba preocupado por su esposa. Davie no podía imaginarse el tener a la mujer a quien amaba en una situación como ésa. Apartó la mirada, recordando a Emma. La veía en la habitación del desayuno de la casa de Grosvenor Square. La habitación estaba iluminada con la agradable luz del sol inglés. Su piel era clara y rosada. Nunca más volvería a verla.

—¿La señorita Fairfield?

Davie le miró. ¡Ese hombre podía leer la mente!

—No —dijo Rufford, con una ligera sonrisa—. Pero no es difícil adivinar tus pensamientos. Siento haberte hecho dejar a alguien a quien amas.

—¿Cómo has sabido que era la señorita Fairfield?

—Los dos lo teníais escrito en la cara el día en que me casé con Beth. ¿Se lo dijiste?

Davie negó con la cabeza.

—Iba a proponérselo cuando Whitehall llamó.

—¿Así que no fuiste adelante con ello?

Davie volvió a negar con la cabeza.

—No podía hacer que se sintiera… obligada, dadas las circunstancias.

—Probablemente fue una decisión sabia. Una chica con agallas. Se puso de lado de Beth en un momento en que nadie más lo hizo.

Davie sonrió. No era posible que Emma no le gustara a alguien. Apartó la mirada para que Rufford no viera su debilidad.

—Ella era la mejor esperanza que yo tenía de… tener una vida normal. Después de… ya sabes. Después de… ella.

—Me gustan los ingleses —dijo ella. Se encontraban en los aposentos del anterior embajador inglés, en los barracones de El Golea. Ella estaba tumbada en la amplia cama de nogal inglés que tenía unas tallas y unas incrustaciones de una magnificencia rococó. Tenía el cuerpo cubierto con unas telas casi transparentes. Su densa mata de cabello se esparcía por encima del cubrecama de terciopelo. Llevaba las uñas y los labios pintados de oro. También los pezones tenían ese tono y se había maquillado los ojos con khol. Llevaba un gran collar de oro entretejido que mostraba cientos de pequeños discos también de oro, y cada uno de ellos tenía una pequeña joya incrustada. En la muñeca llevaba un brazalete igual que el collar. Cada vez que se movía, tintineaban.

Era la mujer más hermosa que él había visto nunca, y él nunca había tenido más miedo de nadie. Se encontraba arrodillado en las frías baldosas del suelo y tenía la cabeza inclinada. Iba desnudo, como siempre, y tenía las rodillas abiertas, lo cual dejaba sus partes más vulnerables expuestas a ella. Ella ni siquiera le permitía llevar un trozo de tela para cubrirse los genitales. Estaba duro, aunque la erección no era completa. Tenía dos marcas redondas en la piel, encima de las dos arterias que iban desde su pelvis hasta sus muslos. Ése era uno de los lugares favoritos de ella para alimentarse. Le hacía afeitarse y lavarse cada día, y le azotaba casi con la misma frecuencia con unas anchas tiras de cuero. A ella le gustaban las marcas frescas hechas con el cuero, pero no quería que tuvieran sangre: si él estaba demasiado herido, perdería la fuerza necesaria para servirla. Él había quedado embotado bajo el horror de la coacción. Mostrar repugnancia por los hábitos de ella era un lujo que no se le permitía a un esclavo. Los tiempos en que él había sido el comandante Vernon Davis Ware, ayudante de lord Wembertin, se habían convertido en un sueño lejano.

—Ven, inglés —susurró ella, haciéndole señas con una larga uña dorada. Sus ojos adquirieron un tono rojizo. Él notó la familiar tensión en los testículos, la pulsación en el pene que indicaba una erección plena. Ella era capaz de mantenerle duro toda la noche, y lo hacía. Él subió a la cama y se tumbó a su lado, con la polla dura. Él le acarició un pezón con el dedo pulgar, porque eso era lo que ella quería. Ella daba las órdenes, aunque no hablara, y él obedecía. Le besó la parte superior del pecho. Ella le pasó las largas uñas por el pelo, por encima de las marcas de la espalda y por las nalgas. Luego le hizo levantar la barbilla con un dedo mientras le agarraba la polla con la otra mano. El cuello de él quedó expuesto para ella. Él vio el brillo de los colmillos en la oscuridad y sintió ese dolor agudo. Ella sorbió sólo un poco, un preludio para excitarse mientras se frotaba contra él y le tiraba de la polla. La sensación resultaba atroz, pero él no se corría. Ella casi nunca le permitía eyacular. Le gustaba mantenerle ansioso y en carne viva. Apartó los colmillos del cuello de él con un movimiento brusco y se tumbó sobre las almohadas. Quería que él la lamiera.

Abrió las piernas y él se arrodilló entre ellas. Ella subió las caderas. Él le apartó el vello con la lengua y saboreó su almizcle mientras le pasaba la lengua hacia arriba y hacia abajo por encima del punto de placer, conduciéndola hasta el orgasmo. A medida que la excitación de ella creció, le sujetó la cabeza contra su pelvis y empujó la entrepierna contra él sin dejar de gemir. Entonces empezó a mover las caderas y él le chupó el pequeño botón, cada vez con más fuerza, provocándole las sensaciones más fuertes. Cuando, por fin, ella no pudo aguantarlo más, gritó y se dejó caer. Los ojos pasaron de rojos a un negro absoluto.

—Me gustas, inglés —dijo ella. Ella hablaba muchos idiomas y lo hacía, como si los eligiera de forma aleatoria. Él la entendía cuando hablaba en francés, árabe, latín o griego, pero se perdía cuando empezaba a hablar en ese idioma gutural que sonaba como alemán o ruso, pero que no lo era—. Pero me parece que me has estado ocultando secretos.

El miedo atenazó a Davie. ¿Qué tipo de secretos podía tener un ayudante de un embajador incompetente en un lugar perdido de Dios como El Golea que ella pudiera querer? Él se colocó a su lado otra vez. ¿Debía suplicar perdón? ¿Debía decir algo?

Ella arqueó la espalda. Él había sido bien entrenado. Se inclinó y le chupó un pezón. El polvo dorado tenía un sabor amargo y metálico.

—Esclavo, me han dicho que un inglés llegó aquí desde el desierto hace unos cuantos meses. Tenía las marcas en su cuerpo. —Señaló las marcas gemelas que Davie tenía en la parte interna del brazo—. ¿Recuerdas a ese hombre, esclavo?

—Sí, diosa —repuso él sin apartar los labios del pezón, que se había puesto duro. Ella estaría lista para su polla muy pronto. Ella hablaba de Rufford. Ahora sabía cómo Rufford se había hecho esas heridas. Comprendía el dolor que había en los ojos de ese hombre y por qué decía que él se había convertido en su propia peor pesadilla.

—¿Dónde está él ahora, esclavo? —susurró ella. Pobre diablo. ¿No había sufrido suficiente Rufford?

—Se ha marchado. —Eso era. Eso podía decírselo. Eso no podía hacerle daño a Rufford.

La obligación le atenazó y la polla se le puso dolorosamente dura.

—¡Eso lo sé! —ladró ella—. ¿Adonde?

David dejó escapar un gemido. Los testículos estaban tan subidos que le parecían a punto de estallar. Parecía que la polla fuera a sacar lava encendida y no pudiera.

—A Inglaterra.

Ella no podía llegar hasta Rufford allí. ¡Cómo deseaba él estar en Inglaterra con Rufford! Él se inclinó y la besó. Eso era lo que ella deseaba. Sus labios eran suaves, pero él sabía que ocultaban unos colmillos que esa misma noche iban a morder y a chupar. Ella le introdujo la lengua en la boca y volvió a levantar las caderas. Él se apartó y se colocó entre sus muslos. Le dolía la polla mientras, tembloroso, la penetraba.

—¿Adonde de Inglaterra? —preguntó ella en un siseo.

Él le sujetó las caderas alzadas y la embistió con fuerza, metiendo la polla en el sitio donde tenía que estar. Era una sensación insoportable para él. Ella todavía la quería más dura. No estaba complacida. Él se deslizaba dentro y fuera. ¿Adonde? Ella quería saber adonde. Él no podía decírselo. Fingiría que no lo sabía, incluso para sí mismo, y así no se lo diría. Agonizaba por soltar la polla.

—¿Adonde? —Ahora ella tenía los ojos totalmente enrojecidos.

Stanbridge. Rufford dijo que iba a irse a casa, a Stanbridge. No pudo evitar que ese pensamiento acudiera a su mente. ¡No! No debería haberlo recordado. Le embestía con fuerza y ella se contorsionaba contra él. Se mordió el labio hasta que le sangró y ella le lamió la sangre del labio. Eso le hizo sacar los caninos. Le pincharon en la carótida, en el otro lado. Ella se sujetó a él y chupó mientras él le clavaba la polla. Notó que su vientre se contraía alrededor de él por el orgasmo. La sensación en la polla estaba más allá del placer y más cercana al dolor.

Al fin, ella se recostó en la cama, respirando con dificultad, y le permitió salir. Tenía la polla en carne viva, y todavía le vibraba de las sensaciones.

—Me he distraído —dijo ella—. ¿Por dónde íbamos?

Sus ojos habían dejado de tener un tono borgoña y ahora habían adoptado un brillo carmín.

Él luchó contra la palabra que se le formaba en la mente y que pujaba por ser pronunciada. Se apartó, pero ella le sujetó por la nuca y, con una fuerza increíble, le hizo darse la vuelta para mirarle a la cara.

—Sé que lo sabes —le dijo en un susurro que pareció penetrarle en la mente.

—¡Stanbridge! —gritó él, y se dejó caer al lado de ella. ¡Traidor! Se le llenaron los ojos de lágrimas.

—Eso está mejor —le tranquilizó Asharti, acariciándole el pelo—. Estoy sorprendida de que todavía te quede tanta resistencia. Te irás mañana a Inglaterra con una carta.

Él levantó la cabeza. ¿Irse? Reprimió la súbita esperanza que, seguramente, sus ojos iban a delatar. ¿Dejarla? Su traición le había ganado la libertad. La culpa le inundó.

—Pero primero, esta noche, debes ser castigado por tu resistencia.

Davie parpadeó mientras el olor a sangre y la pequeña casa volvían a su conciencia. Apartó la mente de El Golea antes de soltar el castigo. Pero no era posible que Asharti se desvaneciera por mucho tiempo. Estaba condenado a revivir eso una y otra vez, quizá para el resto de su vida.

Rufford agarró a Davie del brazo.

—Está muerta. La he visto morir.

Davie cerró los ojos.

—¿Lo está? A mí me parece bastante viva.

Rufford respiró con fuerza y se sentó. Tenía el cuerpo cubierto de unas cicatrices que estaban desapareciendo con rapidez. Pero Davie también veía las cicatrices más antiguas, las que había visto cuando Rufford le había sacado del desierto de El Golea, unos círculos iguales en la garganta y en la entrepierna, en la parte interior de los brazos, así como unos desgarrones irregulares en los pectorales y en los muslos, y la señal de un látigo en los hombros. Se las habían hecho antes de que él consiguiera tener el poder de auto-curación. Se decía que él sabía lo que significaba servir a Asharti.

—Existe la vida y… el amor después de Asharti. Mírame a mí, Ware. —Sus ojos eran unos lagos azules llenos de dolor y de determinación.

Davie reprimió una risa amarga.

—¿Estás seguro? Todavía estamos intentando sobrevivir a su despedida, y no estoy seguro de que tú puedas aguantar mucho más.

—Aguantaré. Tengo que hacerlo.

«Me iré a Northumberland —pensó Emma—. Seguro que las cosas serán mejor en Birchwood.»

Tiró los guantes encima del tocador. Todavía se sentía agitada por haber dejado Bedford House por un enojo. Flora, su sirvienta, le desabotonó el corpiño y le desató las faldas. Dejó que éstas cayeran a sus pies. Flora la ayudó a quitarse el corpiño y le desató el corsé sin decir nada.

—Puedes irte, Flora. —Emma se sacó el vestido por la cabeza y se puso el camisón de dormir que Flora le había dejado.

Las cosas no estarían mejor en el campo.

El amor no llegaba todos los días. Pero contra todo pronóstico, Emma había encontrado el amor. Amaba a Davie. Probablemente hacía años que le amaba. Por eso nunca había confundido la atracción infantil por un hombre con uniforme ni por un rostro atractivo con el amor de verdad, y por eso había podido rechazar a duques y a poetas ante las apuestas en White. Y porque había encontrado el amor, no estaba satisfecha de ser una solterona. Quería sentir otra vez la emoción que sintió cuando Davie la sujetó por los hombros o cuando le tocó la mano con los labios. Mucho más. Quería a Davie en la cama, y que le hiciera el amor, y quería tenerlo a su lado en la mesa, durante el desayuno, planificando el día. Quería compartir su vida, y darle placer y comodidad de todas las maneras que una mujer podía hacerlo. Quería hacerse vieja y sabia a su lado.

Subió a la gran cama del dormitorio reservado para la señora de Fairfield House. El fuego crepitaba en la chimenea y su calor combatía los caprichosos vientos de marzo.

Lo peor de todo era que Chlorinda y la señorita Campton la creían una rebelde por estar dispuesta a convertirse en una solterona si no podía tener el amor. No, lo peor era que era ella quien se creía una rebelde. ¿Qué había hecho, aparte de rechazar unas cuantas ofertas de matrimonio que le desagradaban y, de vez en cuando, hablar de forma demasiado directa para ser convencional? ¿Qué clase de rebelión era ésa? Eso no le había costado nada. ¿Y qué pasaba si ella se instalaba en una casa por su cuenta para que Richard se pudiera retirar a Northumberland con Damien? ¿Sería eso algo rebelde? Difícilmente.

No, la rebeldía sería plantarlo todo para ir en busca del hombre a quien amaba.

Se incorporó en el asiento. La habitación parecía expandirse y contraerse a su alrededor, todo había cambiado. La mente se le disparaba en mil direcciones distintas.

¿Por qué no? ¿Qué le importaban a ella el peligro o las penalidades?

Pero ¿y si él no la amaba? Volvió a pensar en ese día en la habitación del desayuno y en la dolorosa conversación que mantuvieron. Él la amaba. Estaba segura de ello. El deber se había interpuesto entre ellos. ¿Y qué? Ella podía ayudarle a cumplir su deber. Eso era lo que hacían las personas que se amaban.

El problema de ser una mujer era que ésta tenía que esperar a que el hombre le diera lo que deseaba. Una no podía provocarlo por sí misma.

Pero ¿por qué? Davie no creyó que pudiera pedirle que sacrificara su cómoda vida. Pero eso era exactamente lo que ella quería hacer. Quería hacer la rebelión de verdad.

Eso supondría un coste. Ella abandonaría todo lo que conocía, incluido Richard. Nunca más la recibirían en los círculos sociales educados. Según Davie, era peligroso. A lo mejor Davie se enojaría. Probablemente se enojara. Ella podía morir con él.

¿Y cuál sería el coste si no lo intentaba? Una árida decadencia en una vida carente y arrepentida. Eso era lo que le esperaba si en este momento se retiraba y no tomaba ningún curso de acción.

Los planes se le formaban una y otra vez en la cabeza. ¿Podía hacerlo? ¿Cómo podía hacerlo una mujer de buena cuna, dejarlo todo e irse a Casablanca? Con dinero, por supuesto. Con un compañero, no, con dos. ¿Dónde conseguirlos? No debía decírselo a Richard hasta que se hubiera marchado. Él no lo entendería. Pero Damien la ayudaría. Él siempre se ablandaba con ella, y estaba interesado en que ella se apartara de Richard. Además, Damien creía en el amor verdadero.

Él se enfrentaría a la cólera de Richard. Un pasaje en un paquebote. ¿Podría encontrar a Davie en Casablanca? Seguramente en la embajada sabrían dónde se encontraba. A no ser que lo peor ya hubiera sucedido. Pero no quería pensar en eso. Lo primero que haría por la mañana sería escribir a Damien.