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Blackthorn Manor, Inglaterra, 1821

LADY Anne Baldwin tenía una reputación. Y no una buena reputación, o, mejor dicho, demasiado buena. Se decía que era amable y dulce, de buenos modales, y dócil como un cordero casi siempre. Ella se había esforzado durante toda la vida por ser una niña complaciente con su tía y con su tío, quienes se encontraron de repente con la carga de mantener a una niña huérfana a pesar de que habían planificado no tener hijos propios.

Pero a veces, Anne no tenía ganas de ser buena. Esa noche era uno de esos momentos. Se había escapado de la casa de campo en medio de la noche para cabalgar con su caballo por los páramos. Eso era una cosa que le habían prohibido estrictamente desde la infancia.

Cabalgar a medianoche, en sí, no era tan atractivo, no lo era porque Blackthorn Manor, en Yorkshire, era un lugar bastante aislado y ella dudaba que encontrara a nadie… pero quizá sí encontrara alguna cosa interesante.

Corría el rumor de que los lobos todavía recorrían los bosques poco densos que rodeaban Blackthorn Manor. La noche era peligrosa. Y era la expectativa de enfrentarse a ello lo que hacía que el corazón de Anne latiera más deprisa y que la sangre le corriera por las venas. El pelo indomable era signo de su rebeldía. Anne se aburría consigo misma, así que imaginaba que los demás la encontraban igual de aburrida.

Nadie había ido a visitarla desde que se había instalado en la casa de campo. Dentro de tres meses iba a cumplir veintiún años y no había ninguna oferta de matrimonio sobre la mesa. Anne pensaba que eso era a causa de que era aburrida. Pero juró que cambiaría eso… por lo menos por una noche.

La cuadra estaba oscura y vacía. Anne no había pensado en llevar una vela o una linterna. Ser mala era algo nuevo para ella, si no, se dijo, no se hubiera tomado el tiempo necesario para vestirse con las ropas de montar, las medias y las botas adecuadas, ni se habría recogido el pelo. Hubiera salido a escondidas de la casa con el pelo suelto y vestida solamente con la camisa de dormir. El hecho de no haberlo hecho así la hacía sentirse decepcionada consigo misma.

Tormenta, su yegua, asustó a Anne al querer saludarla con un golpe de hocico.

—Silencio —susurró Anne—. No debes despertar al mozo de cuadra. Vamos a tener una aventura.

Unas bridas estaban colgadas de un gancho al lado de la caballeriza. A pesar de la oscuridad, Anne no tuvo ningún problema en encontrarlas y en colocárselas a Tormenta por la cabeza. La silla sería más difícil. Tendría que ir al cuarto de los arreos y probablemente haría ruido y despertaría a alguien. ¿Se atrevía a montar sin silla? Hacerlo así significaba montar a horcajadas.

Una vez, cuando tenía doce años, le dijo a su mozo de cuadra, Barton, que quería montar a horcajadas como un hombre. Barton casi se cayó de la montura de la conmoción. Él le dijo que una señorita no debía recibir a un caballo entre las piernas, le dijo que no era decente. Pero ésa era una noche para empresas valientes y Anne decidió que montaría sin silla. Luego decidió que lo haría con el pelo suelto y que llevaría solamente la ropa interior.

Levantó las manos y se quitó las horquillas del pelo. La densa mata de cabello le cayó sobre los hombros. Emocionada, pensó en desabrocharse los botones de la modesta chaqueta de montar. Se preguntó si quitarse la ropa no sería llevar un poco demasiado lejos la rebelión y luego se dio cuenta de que ésa era una duda sensata y tomó la determinación de no tener ninguna más esa noche.

Se quitó la camisa, temblando a causa del frío aire de la noche. Tanteando en la oscuridad, encontró un banco, se subió las enaguas y puso un pie sobre el banco. Se quitó las botas y se bajó una de las delicadas medias por la pierna.

Se encontraba en proceso de quitarse la otra media cuando tuvo la primera sensación extraña. La de que alguien la estaba mirando. Se le puso la piel de gallina. Miró a su alrededor, en el oscuro y vacío establo. Tormenta bufó y dio algunas patadas contra el suelo, inquieta, en su caballeriza, como si la yegua también notara que algo pasaba.

—¿Hay alguien ahí? —susurró.

No hubo respuesta.

—Tranquila, chica —tranquilizó al caballo. Anne sospechaba que el caballo había notado su propia intranquilidad y que simplemente reaccionaba a ello. Miró alrededor otra vez pero no vio nada… pero, un momento, sí vio algo. Delante de las caballerizas vio unos ojos brillantes.

El corazón le dio un vuelco. ¿Qué era eso? ¿Un animal salvaje? Pero no podía serlo, a no ser que estuviera subido encima de algo, porque esos ojos no estaban cerca del suelo sino mucho más arriba. Se encendió un pedernal y la pequeña llama se movió hasta el extremo de un cigarrillo y aunque eso fue un momento demasiado breve para poder distinguir las facciones, por lo menos reveló que la presencia era la de un ser humano.

—¿Eres un ladrón de caballos?

Anne había aguantado la respiración y ahora soltó un suspiro de alivio.

—Me has asustado —dijo. Fuera quien fuese ese hombre, no reconoció su voz—. ¿Quién eres?

Él no respondió; en lugar de eso, Anne sintió que sus ojos se movían a su alrededor. Anne sabía que eso era imposible. Seguramente él no podía verla mejor a ella que ella a él.

—Soy el nuevo encargado de los establos —repuso él, finalmente.

Ella había oído mencionar a su tío que buscaría a un hombre nuevo para dirigir ese establo enorme. Aunque las ovejas eran lo que mejor podían tener dado el terreno, el tío Theodore tenía debilidad por los caballos y se enorgullecía de tener los mejores. ¿Debía presentarse al nuevo encargado del establo? La educación así lo dictaba, pero ¿la delataría? Anne sabía que sus tutores, el conde y la condesa, considerarían inexcusable el comportamiento de esa noche. Incluso podrían llegar a prohibirle que se acercara al establo y que montara. ¿Qué importaba si mentía? Él no podía verla.

—Soy lady Anne, eh, la doncella —dijo—. Pensé en dar un paseo nocturno a caballo.

—¿Solamente vestida con la piel y la seda?

Sintió que se le ruborizaban las mejillas. ¿Cómo era posible que él supiera que solamente llevaba la ropa interior? Debió de haber oído sus movimientos y, de alguna manera, habría deducido que se estaba desvistiendo.

—Tomé prestado el vestido de montar de la señorita, pero luego cambié de opinión.

—No hablas como una sirvienta.

Caray, era tan torpe en engañar como lo era en ser mala. Anne tendría que haber imitado el acento cockney que tenían la mayoría de sirvientes. Él hablaba con un acento distinto, también. Pronunciaba una «erre» muy marcada. ¿Escocés?

—La señorita siempre me dice que tengo modales de alta cuna, a pesar de que no lo soy —explicó.

Anne se sintió otra vez intranquila por el hecho de que él supiera que solamente llevaba la ropa interior. Teniéndolo todo en cuenta, debía abandonar sus planes en ese momento.

—He cambiado de opinión acerca del paseo nocturno —dijo—. Voy a recoger mis cosas y me voy.

La punta encendida del cigarrillo cayó al suelo y desapareció al cabo de un segundo, Anne pensó que debajo de la bota.

—No hace falta ir… sin.

¿Qué quería decir con eso? Anne tanteó en la oscuridad en busca de las ropas que se había quitado. Cuando volvió a incorporarse, notó que él estaba a su espalda. El calor de él le penetró el cuerpo, frío. Él le apartó el cabello del hombro.

—Tu amante se sentirá profundamente decepcionado.

La familiaridad que mostraba con ella la sorprendió, o quizá ésa era la razón de que se quedara allí clavada.

—No me importa —consiguió decir, sin aliento.

Con una gran suavidad, los labios de él le rozaron el lateral del cuello.

—Entonces, a mí tampoco me importa.

Ella sintió un escalofrío en la espalda. Conmocionada, Anne dejó caer la ropa que había recogido. El cuerpo de él era duro… por todas partes. Era más alto que ella; eso podía notarlo. Más alto. Más grande. Más fuerte.

—Insisto en que me dejes en este mismo instante —le advirtió—. No soy el tipo de… —Anne se interrumpió inmediatamente. Acababa de decirle que era una sirvienta, no le había corregido cuando él había dado por entendido que iba a encontrarse con su amante. Le había mentido. ¿Qué iba a hacer ahora?

—¿Tienes idea de lo dulce que es tu olor?

La profundidad de su voz le erizó el fino vello de los brazos. Anne nunca había oído una voz como ésa. Profunda pero suave, musical. Anne tragó saliva, pero, de nuevo, no se opuso. No estaba segura de si estaba hipnotizada o helada de miedo. Las manos de él se detuvieron justo debajo de la redondez de sus pechos. Al cabo de un segundo se los tomó con firmeza. Anne aguantó la respiración. Ningún hombre se había atrevido a tocarla de forma íntima antes. Volvió la cabeza para protestar, pero él tomó sus labios antes de que pudiera pronunciar ni una palabra. Mientras la boca de él tomaba la suya, ella notó su olor, y le pareció algo casi tan físico como su tacto.

Era un olor a tierra, almizclado, masculino, fascinante. Ese olor provocó que se le llenara la cabeza de imágenes de cuerpos desnudos entrelazados entre sábanas, de piel cubierta de sudor, de susurros. Gimió con suavidad contra los labios de él y, sin romper el contacto, se volvió hacia él. Los labios de él se apretaban contra los suyos hasta que ella los abrió.

Anne nunca había sentido la lengua de un hombre dentro de la boca, y si alguien le hubiera contado que los hombres deseaban hacer eso, le habría parecido algo repulsivo. Pero no era repulsivo. La lenta invasión de él la dejaba sin respiración. Él tenía un sabor a menta con cierto aroma de tabaco. Ese olor le confundió la mente mientras los labios de él trabajaban contra los suyos y le despertó unas sensaciones que ella nunca había sentido antes. ¿Qué le estaba sucediendo? ¿Por qué no podía apartarle? ¿O morderle, o hacer cualquier cosa para librarse de él? ¿Por qué no quería hacerlo?

—Por favor —susurró.

—¿Por favor, qué? ¿Qué haga esto? —Dejó de besarla y acercó la boca caliente a la oreja de ella y empezó a mordisqueársela. Le acarició los pezones con los pulgares y ella sintió una descarga eléctrica hasta su centro de mujer. Sintió que le temblaban las rodillas bajo las enaguas. Sentía dolor en puntos en los que sabía que no debía sentirlo. Nada de esto tenía que estar pasando.

El pecado había cobrado forma en su cuadra y Anne estaba permitiendo que éste dirigiera sus actos. Había querido algo especial esa noche, pero no había imaginado esto. Sacudió la cabeza, intentando aclararse la mente. Era como si él le hubiera echado un maleficio y ella no pudiera liberarse de él. Pero tenía que hacerlo.

—Te tomas muchas libertades —consiguió decir, y gracias a Dios, su voz ahora sonó más fuerte.

—Me tomo lo que puedo tomar —replicó él—. Tomo lo que tú me das, y yo te daré a cambio todo lo que desees.

Anne necesitó más fortaleza de la que tenía para dar un paso hacia atrás y apartarse de él. Él le quitó las manos de los pechos, que todavía le cosquilleaban a causa de su tacto.

—¿Y qué tienes tú para darme? —preguntó ella, en un tono demasiado altanero para ser el de una doncella. Era, de hecho, un tono que Anne nunca utilizaba. No era el tipo de persona que se mostraba por encima de los sirvientes.

El hombre alargó la mano y volvió a atraerla entre sus brazos.

—Lo suficiente para satisfacer a una pequeña ladrona que sale a medianoche para acudir a una cita con su amante.

Él apretó sus caderas contra ella y ella, inocente o no, supo lo que él le ofrecía. También comprendió que lo que le ofrecía era mucho. Criada por una noche y ya había sido asaltada y besada por primera vez en su vida, la habían tocado en lugares donde ningún otro hombre se habría atrevido a tocarla, y le habían prometido una cosa que no tenía ni idea de si alguna mujer podría querer. Por lo menos, Anne creía saber lo que él le ofrecía.

—¿Qué es lo que piensas ofrecerme, otra vez? —preguntó, levantando la mirada hacia él, aunque fue incapaz de distinguir ni una de las facciones de su rostro.

Él se inclinó hacia ella.

—Un placer que está más allá de tus fantasías más salvajes. Tú querías cabalgar a medianoche. Te voy a hacer cabalgar de una forma que nunca vas a olvidar.

Anne tragó saliva y se sintió avergonzada al darse cuenta del ruido que había hecho al hacerlo. Ningún otro hombre se había atrevido a hablarle de esa forma.

—Eres arrogante —dijo.

—Solamente tengo confianza en mí —repuso él—. Hay un excelente colchón de paja arriba. —Le acarició el cuello con los labios y ella se estremeció—. Ven conmigo.

Anne había llevado demasiado lejos eso de ser mala. Pero le costaba pensar cuando él estaba tan cerca de ella, cuando olía ese aroma que la aturdía, cuando él le susurraba esas cosas al oído. Se dio cuenta de que quería subir con él. Fuera lo que fuese lo que él le estuviera haciendo, deseaba más. Pero Anne no era una sirvienta, en verdad, era una joven decente y estaba a punto de cometer un error que podía arruinar el resto de su vida. Encontró el sentido común suficiente para apartarle de un empujón y dar un paso hacia atrás.

—Debo volver a la casa. Quizá alguna otra sirvienta pase por aquí dentro de poco y puedes intentarlo con ella.

Él la tomó entre los brazos.

—No quiero a ninguna otra. Ninguna podría ser tan bonita como tú lo eres para mí. Ni oler de forma tan dulce, ni tener tan buen sabor, ni encender mi deseo como ninguna otra mujer lo ha encendido antes.

Anne había recibido halagos de los hombres, pero nunca de forma tan directa. Era evidente que ese hombre estaba intentando seducirla. Y estaba funcionando. Estaba muy cerca de rendirse. Su voluntad, a menudo demasiado fuerte para su propio bien, parecía disolverse entre los brazos de él. Eso era ridículo, y había llevado el juego demasiado lejos.

—Si no te apartas y permites que me marche, voy a gritar —le dijo.

El hombre se apartó con tanta brusquedad que ella se quedó temblando por la ausencia de su calor. Sus ojos se habían acostumbrado un poco a la oscuridad y empezaba a distinguir su camisa blanca. Parecía estar apoyado contra una de las caballerizas.

—No hace falta que grites. En ningún momento he intentado retenerte contra tu voluntad. Creí que buscabas un poco de diversión. Sólo intentaba ofrecértela.

Alguna cosa en su gesto perezoso, en su tranquilidad, en esos momentos en que ella tenía los nervios destrozados y los sentidos más despiertos de lo que los había tenido en toda su vida, intranquilizó enormemente a Anne.

—Eres muy complaciente —contestó ella, y sintió unos celos irracionales. ¿Celos de sí misma? Estaba confusa y necesitaba escapar de ese demonio y de su olor que la aturdía.

Con un gesto rápido, Anne se agachó y recogió sus cosas.

—Ocúpate del caballo —ordenó de forma automática, y entonces se dio cuenta de que su tono había sido el de alguien acostumbrado a dar órdenes y a que éstas fueran acatadas—. Por favor, quiero decir —añadió—. Le he puesto las bridas.

Los dientes de él brillaron en la oscuridad.

—Me ocuparé del caballo —dijo—. Y quizá alguna otra noche me ocupe de ti, también.

Ella quiso discutir el asunto con él, pero Anne ya había dicho demasiado en su presencia. Quizá él no reconociera su rostro a la luz del día, pero si continuaba hablando con él, sí reconocería su voz.

Deseaba tanto salir de allí que, manteniendo la cabeza alta como si esa última afirmación suya no la hubiera afectado, Anne empezó a alejarse lentamente por la oscura cuadra. Entonces notó los ojos de él que la observaban. Incluso eso fue casi una caricia. Buen Dios, ¿quién era ese hombre que podía confundir la cabeza de una mujer de tal forma solamente con el sonido de su voz, el tacto de sus labios y su extraño olor? Tuvo lástima de las pobres jóvenes que seguramente se cruzarían en su camino en los días por venir… ¿era «lástima» la palabra correcta?

Anne consiguió llegar hasta la puerta sin caer y salió apresuradamente. Necesitaba aclararse la cabeza con el aire fresco. Sintió un cosquilleo en la nuca y supo que él la estaba observando incluso en esos momentos. La tentación de volverse y de mirarle a la luz de la luna casi pudo con ella. Si veía los rasgos de su cara, entonces él podría ver los de ella.

A la mañana siguiente, Anne fingiría que nunca se había encontrado con ese hombre que casi la había seducido esa noche. Fingiría que no había sentido sus labios contra los suyos, el tacto de sus dedos sobre su piel, que no había oído esa voz profunda. Esa noche se dijo la primera mentira. Anne supuso que al día siguiente probaría de primera mano qué era actuar.