5
EMMA estaba sentada, en silencio por primera vez en muchos días, y miraba hacia la noche a través del pequeño balcón. No era que no estuviera asustada. Lo estaba. Pero no había nada más que pudiera hacer. Esa tarde había colocado las pancartas por toda la ciudad mientras las hordas de gente abandonaban la ciudad. El puerto estaba vacío. El último barco había zarpado con la marea de última hora de la tarde. Desde donde se encontraba veía varios fuegos en la ciudad, pero ahora los saqueos parecían más esporádicos. Había reunido lámparas de varias habitaciones para asegurarse de que tenía suficiente aceite y había cerrado la puerta con llave. Iba a quedarse allí sentada durante todo el día y la noche con una lámpara encendida a modo de faro hasta que Davie fuera a buscarla. No tenía intención de pensar en lo enojado que él estaría de que ella estuviera allí, ni en que quizá él no estuviera en la ciudad. Todo su sentido común le decía que eso iba a ir mal. Así que decidió no hacer caso al sentido común.
El hotel estaba en silencio. Los gritos en la ciudad eran cada vez más distantes. Por eso oyó con claridad los pasos de las botas que subían de dos en dos las escaleras desde el vestíbulo. Sintió que el corazón le daba un vuelco. Iban a violarla y a asesinarla en los próximos minutos o…
Emma miró hacia la puerta. Davie la atravesó como si fuera de papel a pesar de que estaba cerrada con llave.
—¡Davie! —Corrió hacia él sin pensar, sintiendo que el alivio la inundaba.
La puerta quedó colgando de las bisagras. Él la recibió con un abrazo que parecía que podía romperle las costillas, pero no le importaba.
—¡Emma! —exclamó él con los labios contra su cabello—. Emma, ¿qué estás haciendo aquí? Éste no es sitio para una mujer. —Pero el tono reprobatorio de esas palabras quedó atrapado entre su cabello. Su aliento era cálido. Él solamente llevaba una camisa con el cuello abierto, un pantalón y unas botas. Hacía varios días que no se afeitaba, pero eso no le hacía parecer más descuidado, solamente un poco más maltrecho y más masculino de lo que ella recordaba. Nunca le había visto sin chaleco y abrigo. La dureza de su cuerpo debajo de la camisa y el fuerte olor a canela se combinaron para inundarle los sentidos.
Pero le había hecho una pregunta. ¿Qué estaba haciendo ella allí? Ella no había pensado en qué iba a decirle. Él la apartó de su cuerpo y la miró con ojos hambrientos. Le recorrió el cuerpo con la mirada y se detuvo al llegar a la altura del cabello.
—Oh —dijo ella en tono de disculpa, meneando la cabeza, ahora llena de cortos rizos rubios—. Me corté todo el pelo para hacer las pancartas.
Davie le sonrió.
—Me gusta. —Pero su sonrisa desapareció—. Oh, Emma, esto es demasiado peligroso. No deberías haber venido.
Ella no podía evitarlo.
—Yo… no podía quedarme sentada en casa esperando y dejarte ante… fuera lo que fuera con lo que te enfrentaras. Y no te atrevas a decirme que solamente soy una mujer y que no puedo ayudar. —Sintió que una rabia extraña le llenaba el pecho. ¿Por qué sentía rabia? ¿A causa de que él se pusiera en peligro? ¿A causa de que él no le hubiera propuesto matrimonio? ¿De que no hubiera tenido el valor de que sus convicciones…?
Se contuvo.
—Si no me amas, comandante Vernon Davis Ware, dímelo claramente y me iré a casa. Pero si me amas, nos pertenecemos el uno al otro y las circunstancias no importan. No seré una carga para ti. Me quedaré fuera de tu camino. Pero puedo ayudarte, sé que puedo.
Él la miró con una expresión tan intensa en los ojos que ella se sintió desfallecer. Él parecía tan… vivo. Le resultaba magnético, incluso hipnótico. ¿Era así de atractivo la última vez que le había visto? Debía de ser el ambiente de peligro lo que le hacía vibrar con esa energía.
—Ésta no es una misión diplomática, Emma. Es una guerra.
—Muchas mujeres siguen a los tambores. —Tragó con dificultad—. Trabajaré en el hospital con vuestros heridos. He sido voluntaria en el hospital de Londres, ya lo sabes. O cocinaré, o lavaré para tus hombres. No soy orgullosa, Davie, y no soy delicada.
Él le acariciaba los brazos desde los hombros hasta los codos, como si no se diera cuenta de lo que estaba haciendo: tenía la mirada errática por la habitación.
—Emma, Emma, no lo comprendes.
Ella se sintió más segura de sí misma.
—Debes decirme que no me amas si quieres que me marche.
—Sabes perfectamente que te amo —le dijo en un tono casi cortante—. Si no, no habrías venido hasta aquí… —Pareció que intentaba reunir fuerzas—. Tu reputación… ¿tienes algún compañero? ¿Tu hermano?
—Contraté a dos mujeres y a un oficial retirado como escolta. —Él pareció aliviado. Bueno, más valía que se enterara de lo peor—. Les despedí en Gibraltar. ¿Cómo podía traerles aquí con todos esos rumores acerca de las calles llenas de sangre? —En esos momentos, la inquietud le hizo fruncir el ceño—. Me importa un bledo mi reputación, Davie. Te amo. Te vendaré las heridas, y cambiaré mis joyas por pollos para tu caldo. No puedo quedarme en casa yendo a fiestas en las cuales lo peor que uno puede imaginarse es que lady Jersey está otra vez con el hijo de alguien. Y no pienses que voy a amar a otra persona que no seas tú. Dijiste cosas absurdas ese día en Grosvenor Square. Si no quieres estar conmigo, me iré a París o a Viena y me instalaré por mi cuenta y moriré sin conocer las alegrías del matrimonio. No pienso aceptar una unión sin amor con un duque o con un poeta.
Él sonrió con tristeza y suspiró. Luego le acarició la mejilla con el dedo índice.
—Mi valiente y rebelde Emma. Siempre has tenido más valor que diez chicas juntas.
Ella deseó que él la abrazara otra vez. De hecho, deseó que hiciera más que eso. Deseaba cruzar una frontera a partir de la cual no hubiera marcha atrás. A pesar de sus valientes palabras, necesitaba colocar Inglaterra, su casa y las pequeñas preocupaciones sociales en algún lugar fuera de su alcance, descartar cualquier riesgo de volver a casa con el rabo entre las piernas si algo salía mal. Ese día en Casablanca se había dado cuenta de que todo podía ir muy mal. Deseaba dejar a la persona que era atrás por completo. Le pasó una mano por la nuca y la atrajo hacia sí. Él parecía… bueno, asustado. Ella le acarició los labios con los suyos, casi sin creer que podría mostrarse así de atrevida. ¡Verdaderamente, era una rebelde!
—Emma —dijo él con los labios contra los de ella—. No sabes… lo que puedo… hacer.
—Sí, lo sé, Davie —repuso ella en un tono de confianza mayor del que verdaderamente sentía—. Por lo menos sé qué es lo que me gustaría que hicieras. —Para subrayar esa afirmación, pasó una mano por debajo del cuello abierto de la camisa de él. Tenía la piel de la nuca sudorosa a causa del calor de Casablanca—. Nos amamos. Vas a enseñarme cómo amarte. —Ella iba a ofrecer su virginidad para cruzar esa frontera. Lo único que tenía que hacer era convencerle.
—Debes guardarte para tu lecho de boda. —Él respiraba con dificultad. Ella le abrazó y sintió la sorprendente dureza debajo de los pantalones contra su cadera. ¡Él la deseaba!
—Éste puede ser mi lecho de boda —dijo ella casi sin aliento, señalando la cama que había en el dormitorio de la suite—. Cuando encontremos a alguien que pueda realizar la ceremonia, lo haremos oficial. —Ella se dio cuenta de que él se sentía dividido por un conflicto. Era entrañable que él estuviera tan preocupado por ella que intentara reprimir su deseo físico. Pero ella no iba a permitir que lo hiciera—. Si me deseas, tómame —le desafió—. Pero ahora no voy a darme a la ligera. Va a ser nuestra promesa.
Mil ideas contradictorias inundaron la mente de Davie. Esa cosa en su sangre le gritaba desde las venas, pulsante de vida y de intensidad sexual hasta tal punto que le embotaba las ideas. Sacudió la cabeza como para aclarársela. No podía hacer el amor con Emma. ¿Quién sabía lo que sería capaz de hacer en las agonías de la pasión? Y tampoco podía casarse con ella. Ella no sabía que era un monstruo. No podía dejar que ella se quedara en Casablanca, donde el horror acechaba por las calles. Él estaría muerto pronto o, si sobrevivía a esa terrible campaña bélica, viviría para siempre. Ninguna de las dos cosas era buena para Emma.
Y a pesar de ello… ella necesitaba la protección del matrimonio, por lo menos por el nombre. No podía dejarla ir a alguna ciudad del extranjero sola, para que acabara siendo la víctima de cualquier delincuente que se encontrara. Si ella llevaba su nombre, podría escribir a Charles. La familia de Davie la cuidaría. Entonces ella podría volver a casa, a la comodidad de Inglaterra y de su propia familia, por lo menos. Inventaría alguna historia para explicar por qué había abandonado a sus acompañantes. Pensaría en alguna cosa.
Muy bien. Encontraría a alguien que les casara, si sobrevivía a esa noche. Tragó saliva e intentó respirar mientras la abrazaba.
—Soy tuyo —le susurró—. Mientras viva. Mi nombre va a ser tu protección, y todo lo que yo tenga.
—Para bien y para mal, hasta que la muerte nos separe —recitó ella.
Él tragó saliva y asintió con la cabeza.
—Entonces, ámame.
Esa cosa que llevaba en la sangre gritó su consentimiento, pero eso era demasiado peligroso. No podía ceder a la pasión: se apartó bruscamente de ella y se dirigió con torpeza hasta las puertas que se abrían al balcón. Se apoyó en la pared.
—No me atrevo a consumar nuestra promesa de matrimonio —dijo con voz atragantada.
Ella se mostró aturdida y herida por un momento, pero entonces dijo como para sí misma:
—No te vas a ir con tanta facilidad —dijo ella en tono reprobatorio pero deliberadamente más ligero que el de él—. Prácticamente me has prometido una noche de amor, y te lo reclamo.
Él le respondió con brusquedad:
—No soy bueno para ti —le dijo, con las mandíbulas apretadas.
—Tú nunca me harías daño —repuso ella, esforzándose por sonreír.
—No querría hacértelo. —Ahora tenía una mirada salvaje—. Pero la gente como yo, bueno, hacen daño a la gente como tú. Lo sé. Yo antes era como tú. Alguien… me hizo daño.
Ella frunció el ceño.
—¿Te hizo daño físicamente?
Él asintió con la cabeza con un gesto brusco y se aclaró la garganta.
—Tú no creerías que eso es posible, lo sé, que una mujer haga daño a un hombre. Pero lo es. —Casi se atragantó al pronunciar esas palabras.
—¿Una mujer te hizo daño mientras te hacía el amor? —Su tono fue de incredulidad.
Él tragó saliva y apartó la mirada.
—Sí.
Ella tardó un momento en digerir esa afirmación. Finalmente, dijo:
—Sea lo que sea lo que te haya sucedido en esta tierra olvidada, tú sigues siendo tú. Eres un hombre bueno, Davie. Y me amas. Confío en ti. —Se acercó hasta él y le puso una mano en la espalda tensa. Inhaló con fuerza y le puso la otra mano en la cadera. Sentir el contacto de la mano de ella a través del tejido fue como recibir una descarga eléctrica directamente en la entrepierna—. Y sea lo que sea lo que te haya sucedido antes de ahora, necesitas a una mujer que te ame y que quiera darse a ti. —Él se dio la vuelta, inseguro. Ella sonrió—. Creo que cumplo los requisitos.
Dulce y generosa Emma. Esa naturaleza generosa y su valentía le conmovían. No podía permitir que ella creyera que no quería hacer el amor con ella.
—¡Oh, Dios, Emma! Te deseo como… como no he deseado nada ni a nadie nunca.
—Entonces tómame, porque yo te deseo de la misma forma. —El tono de su voz era tranquilo, aunque él se daba cuenta de que el corazón le latía desbocado. La maldición que llevaba dentro se encendió. No podía resistirse a ella. Pero podía resistir a esa cosa que llevaba en la sangre. Le haría el amor dulcemente a Emma y le ofrecería cierta noche de bodas por si acaso él ya estuviera muerto al día siguiente y ella tuviera que convertirse en una viuda sumida en la tristeza.
Levantó a Emma del suelo como si no pesara nada y la llevó al dormitorio. Sentir el fuerte pecho de él contra sus pechos le provocó un estremecimiento. ¡Por fin! Fuera lo que fuese lo que le hubiera sucedido en el pasado, ella sabía que podía sanarle, con el tiempo.
—Mantendré el control, Emma, te lo prometo —le dijo mientras la dejaba encima de la cama y empezaba a quitarse la camisa.
La pequeña habitación tenía una luz tenue. Sólo la luz de las lámparas de la sala de estar proyectaba cierto reflejo a través de la puerta. El torso pálido y musculoso de él la dejó casi sin respiración. Tenía el pecho cubierto de un vello rizado y claro. Sus pezones eran suaves. Emma se pasó la lengua por los labios pensando en qué sensación tendría cuando se los lamiera. Él se sentó a su lado, se sacó las botas y empezó a desabrocharse el pantalón. Luego se detuvo, tragó saliva una vez y bajó la cabeza.
—Lo siento. Esto no debería ser un asunto precipitado.
—Entonces, ¿me ayudarás a desvestirme?
Los pantalones de él, parcialmente desabrochados, se abrían sobre su vientre ocultando justamente aquello que ella más deseaba ver. Tragó saliva.
Él la ayudó a desvestirse. Le quitó las agujas del vestido una a una como si fuera un ritual precioso y le desabrochó la camisa, el ligero corsé y tiró de las mangas hasta que ella se quedó con la camisola. Ella se sentó y se quitó las medias mientras le miraba a él quitarse el pantalón y el calzoncillo con mucha menos ceremonia. Él se dio la vuelta, pero no antes de que ella hubiera visto el miembro erecto que se erguía desde el vello un poco más oscuro que el cabello. Era mucho más grande que el de las estatuas que ella había visto. Bueno, eso era bastante… intrigante. ¿Podía caberle todo eso dentro? Quiso tocarlo, examinarlo, y esa idea, a su vez, le provocó una corriente entre las piernas y una sensación de estar… mojada.
Le recorrió las nalgas prietas con la mirada, los muslos fuertes, los músculos de la espalda que trabajaban mientras él doblaba su pantalón. Tenía los hombros anchos, un momento, ¿qué eran esas marcas? Emma le espió bajo esa luz tenue. Cicatrices. Unas profundas marcas de unas heridas que habían sanado sin que les hubieran aplicado puntos.
Todo eso que le había dicho de que le habían hecho daño se hizo real. Alguien le había hecho daño de una forma terrible, a propósito, una vez. ¿Había querido decir él que había sido una mujer quien le hizo eso? Lo único que Emma fue capaz de pensar fue que quería eliminar esa herida. Ella no tenía experiencia en el amor, nunca había visto a ningún hombre en el estado en que se encontraba él ahora. Pero ella era una rebelde, ¿no era así? Dejaría a un lado los remilgos virginales e intentaría darle placer, mostrarle que el amor podía ser generoso y dulce.
Davie le dio la espalda, avergonzado de la fuerte erección que, seguro, tenía que asombrarla. Dios sabe que había tenido tantas erecciones durante la última semana que debería haberse acostumbrado a ello. Pero la idea de hacerle el amor a Emma le había despertado una necesidad que era casi dolorosa de tan intensa. Ese tipo de erecciones solamente las había tenido con… ella, y nunca por propia voluntad. No quería pensar en ello.
Tenía problemas para pensar. No debería hacer el amor con Emma. Tenía el deber de reprimirse. Ella no debía ofrecer su virginidad. Él no podía casarse con ella dado que estaría muerto en cuestión de días de una forma o de otra. Tenía que mandarla a casa. ¿Cómo? Los barcos habían abandonado el puerto. Pero ella tenía que estar casada, ¿no era cierto? No podía volver a casa después de haber viajado sola y sin escolta y sin la protección de su nombre, incluso aunque él estuviera muerto. ¿Sola, en Viena o en París? Impensable. ¿Qué hacer? ¿Podía mantener el control? Ella no tenía que saber nunca que él era un vampiro. Él no tenía que hacerle daño. La respiración se le hizo ronca. ¿Cómo había podido permitir que ella le convenciera hasta llegar a ese punto, él desnudo y lleno de deseo, incapaz de pensar con claridad mientras ella esperaba sentada en la cama, detrás de él, solamente con una camisola encima, los pezones claramente visibles, y ese cabello brillante en la oscuridad? Olía el deseo almizclado de ella, casi sentía la pulsación de la sangre de ella en las venas. Cerró los ojos y supo que estaba perdido.
Iba a hacerle el amor, y a pesar de que no había tomado sangre en dos noches, conseguiría controlar sus necesidades y le ofrecería solamente ternura y un lento deleite para esa primera experiencia sexual. Encontraría la fuerza para hacerlo. No tenía otra alternativa.
No dejó el pantalón en el suelo sino que se lo apretó contra la entrepierna y se volvió hacia ella; sentía la polla indomable que pulsaba con insistencia contra el tejido. Se quedó sin respiración. Ella se había quitado la camisola y estaba sentada, desnuda, en el borde de la cama mirándole con una tímida sonrisa. Tenía los pechos tan llenos como él los había imaginado, las piernas largas y bien formadas, y allí, entre los muslos, había la delicada mata de vello rizado y rubio que tanto le atraía.
Ella alargó una mano hacia él. Él no pudo evitar ir hasta ella. Cuando estuvo de pie ante ella, ella le quitó el pantalón con suavidad y lo dejó caer al suelo.
—¿Querías privarme de disfrutar de ti por completo? —susurró.
Incluso en la oscuridad, él vio que ella se había ruborizado. Pero entonces, ella reunió valor y alargó la mano para acariciarle la polla, con suavidad, tocándole la parte interna, pasándole el pulgar por la punta. Él creyó que iba a desmayarse.
—Es tan suave, tan sedosa —se maravilló ella—, y, a pesar de ello, está tan dura.
—Yo… me alegro… de que te guste. —¿Qué se le podía decir a una mujer que admiraba por primera vez una polla? Especialmente en un momento en que uno tenía trabajo para no tumbarla de espaldas en la cama y clavarle dicha polla en ese pequeño nido de vello rizado. Ella le tomó los testículos y los levantó con suavidad. Estaban tan hinchados y eran tan pesados que le llenaban la mano.
—He oído decir que son muy sensibles. ¿Te hace sentir incómodo esto?
Él tuvo que respirar dos veces para ser capaz de responder.
—No.
—Están duros como si tuvieran dos piedras dentro.
—Así también los noto yo. —Eso era suficiente. No podía soportar ninguna otra suave exploración por parte de ella, tan distintas de… No. No iba a pensar en ella. Había llegado el momento de que Emma sintiera placer. Y él sabía qué complacía a una mujer. Le habían enseñado. Tenía que… agradecérselo a ella. Tomó a Emma entre los brazos, la colocó en el centro de la cama y se tumbó a su lado. Tenía que enseñarle despacio. Ella podía asustarse si le preguntaba si quería que la lamiera o, peor, si le pedía que le lamiera a él. Y además estaba el hecho de que ella era una virgen. Quizá ella sintiera tanto dolor cuando él rompiera su barrera que no fuera capaz de sentir ningún placer. Eso significaba que él tenía que controlarse incluso durante más tiempo. Ella tenía que recibir placer primero.
Él le acarició la frente con los labios. Su polla reposaba, dura y excitada, contra el muslo suave y blanco de ella. Él deseó que no pulsara contra ella, pero no podía hacer nada. Notó la sangre en las arterias de ella debajo de la mandíbula. Apartó todo pensamiento sobre sangre de la cabeza y le puso los labios sobre los de ella, que se abrieron para él con facilidad. La habían besado antes. Algún día querría saber quién lo había hecho. Le lamió la parte interior de los labios y luego le acarició la lengua con la suya. Ella devolvió esa caricia, y emitió un ligero sonido al apretar sus pechos contra el pecho de él. Sus pezones, ahora dos capullos duros, parecieron quemarle la piel. Le pasó una mano por la espalda hasta las nalgas y se las apretó con suavidad. Ella le imitó e hizo lo mismo con él. Los dedos de ella parecían encender fuego en todo su cuerpo, él nunca había sentido con tanta intensidad las sensaciones de hacer el amor. ¡El aroma de ella era tan intrincado y tan rico! Notaba el olor del carboncillo que había utilizado para escribir las pancartas, las especias del mercado donde había estado, el almizcle de su deseo, y por debajo de todo, su propio olor. Y su sangre estaba tan viva. Pero no podía pensar en eso.
Ahora tenía que conducirla lenta e inexorablemente hasta el placer. La hizo tumbar de espaldas y le chupó primero un pezón y luego el otro. Ella emitió un ligero gemido de placer y arqueó la espalda en busca de sus besos. ¡Qué criatura tan sensual era! Mientras le chupaba los pezones, sus manos le exploraban el cuerpo, la suavidad de la cadera, el vientre tenso, y luego el vello rizado. Ella abrió las piernas para que él tuviera un acceso más fácil. Ese dulce acto de ofrecerse le conmovió. Deslizó un dedo entre los labios y sintió el fluido del deseo de ella. El botón del placer ya estaba hinchado. Ella aguantó la respiración al notar su tacto.
—¡Oh, Davie! —Pero no se apartó.
Él deslizó el dedo entre los labios de la vagina y le introdujo el dedo corazón en el apretado pasaje. Sintió la sangre pulsando contra su mano. Empujó hacia el fondo y notó la barrera del himen. Pero sí, estaba parcialmente roto. Gracias a su infancia poco femenina subiendo árboles y montando a ponis. Probablemente se le hubiera roto hacía mucho tiempo. Eso haría que esa noche fuera más fácil para ella.
Él volvió a dirigir la atención a sus labios y la besó largamente y con pasión mientras le acariciaba con los dedos el clítoris, cada vez más protuberante. Ella, en un gesto instintivo, frotó los pezones contra los de él buscando nuevas sensaciones. Dios, si tuviera tiempo suficiente, se lo enseñaría todo. Una mujer como ella debería tener la experiencia completa de hacer el amor, y hacerlo a menudo. Con él. Ella ahora contenía una exclamación, contra sus labios. Él volvió a bajar los labios hasta su pezón y ella le acarició la membrana húmeda. Él pensó que ella estaba cerca. No debía mantenerla tan cerca del fin durante demasiado tiempo, porque si no quizá ella no llegara al clímax. Él detuvo todo movimiento y contuvo el aliento durante un largo momento; luego, cuando ella volvió a mover las caderas buscando sensaciones nuevas, él redobló sus esfuerzos. Ella arqueó la espalda hacia él casi al instante y gritó y gritó mientras él la chupaba y la acariciaba. Continuó estimulándola hasta que ella empezó a moverse con brusquedad, sin ningún control, y luego cayó en sus brazos, respirando con dificultad, el pulso en el cuello acelerado y provocándole. El Compañero le tentó, pero él apretó las mandíbulas y se negó.
Era excitante haber visto su orgasmo. Ella había llegado a él con mucha naturalidad. Él se quedó allí tumbado, con ella entre los brazos, mientras la respiración de ella volvía a acompasarse. Estaba casi seguro de que podía ofrecerle otro orgasmo si esperaba un momento antes de penetrarla. Ella abrió los ojos: los tenía encendidos de deseo.
—Eso ha sido maravilloso. ¿Es esto lo que las mujeres casadas hacen?
—Siempre que quieren.
—Yo lo querré a menudo. —Entonces pareció consciente de sí misma—. Yo había creído… que esto habría sucedido con… con tu…
—¿Mi polla? —Sonrió—. Así es. Y también de otras maneras.
—Bueno, entonces, creo que quiero tu… polla.
Esa palabra pronunciada con sus labios, susurrándosela al oído mientras ella le acariciaba el órgano en cuestión, le provocó una exquisita tortura en la entrepierna. Ella volvió a frotarle la punta, y esta vez el claro líquido de la excitación de él hizo que el dedo se deslizara sobre la piel.
—Dios, Emma —dijo él, casi atragantándose. Se incorporó un poco y le abrió las rodillas. Luego se arrodilló entre ellas. Pareció que todo su cuerpo estaba vibrante de deseo. La deseaba, la deseaba… la deseaba. Que Dios le ayudara a correrse deprisa a pesar de las llamas que amenazaban con consumir toda su capacidad de control. Se sujetó un poco por encima de ella y se colocó en la entrada de su tensa vagina.
—Esto puede resultarte incómodo —lo dijo en un tono urgente. Ella no quería reprimirse como tampoco quería él.
Él presionó y la penetró. Ella estaba tan tensa alrededor de él. Un poco más allá… encontró lo que quedaba de su barrera. Él empujó. Ella contuvo el aliento al sentir que él la llenaba. Eso fue todo. Luego él salió casi hasta la entrada y volvió a empujar. Esta vez ella levantó las caderas y él perdió la contención. Empezó a deslizarse hacia dentro y hacia fuera mientras la empujaba contra él y le mostraba el ritmo que les daba placer a los dos. Dios, ¿sería capaz de esperar a que ella llegara al clímax? Sintió que la sangre le rugía en las venas. La vagina de ella se contraía contra su dura polla. Emma, eso era para Emma, no para él. Ella reprimió un grito y su respiración se aceleró.
Él la hizo incorporarse y la apretó contra él mientras se arrodillaba en la cama. Empezó a moverla hacia arriba y hacia abajo sobre su polla con una fuerza renovada. Ella echó el cuello hacia atrás, enfrente de él, y a cada caricia emitió un sonido suave. No, él no pensaba dar respuesta a esa sangre que le llamaba en la garganta de ella. No le haría lo que le habían hecho a él.
Entonces ella se estremeció y emitió unos leves gritos mientras sus músculos se contraían alrededor de él y le mojaban la polla. Él explotó. El mundo se tornó rojo. Él expulsó su alma fuera en una corriente de lava al tiempo que la oscuridad amenazaba con apagar su visión.
Parpadeó mientras la habitación volvía a mostrarse a su vista. ¿Qué clase de orgasmo era ése? Se había sentido como si se hubiera… ¿Transformado? ¿Cómo si hubiera renacido? Pero había conseguido no tomar la sangre de ella. Un mundo nuevo se abrió para él: era capaz de resistirse a la necesidad. Había sido una relación sexual, extraordinaria, pero normal después de todo.
Emma le estaba mirando con una expresión tierna en los ojos.
—¿Te he hecho daño? —le preguntó él.
—He sentido solamente una punzada. Nada comparado con lo que ha venido después. Sabes —dijo ella, pensativa—, la primera vez ha sido muy bueno, pero la última vez, contigo dentro, ha sido más completo. ¿Dijiste que hay otras maneras?
Él sonrió y asintió con la cabeza.
—Muchas otras maneras.
—Quiero conocerlas. ¿Cuántas veces podemos hacerlo?
—No lo sé —repuso él con una carcajada—. Muchas veces.
—Bien —contestó ella, acurrucándose contra él.
—Quizá no lo podamos hacer de forma indefinida de una tirada —corrigió él—. Después de unas cuantas veces tendremos que descansar. Pero siempre nos quedará mañana.
¡Rufford! Rufford y Fedeyah iban a volver al amanecer. Si es que habían sobrevivido a esa noche. Ellos habían estado cumpliendo con su deber y habían sufrido mientras él había estado entreteniéndose con Emma. Se incorporó y se apoyó en un codo. Cuando llegaran, estarían heridos y sangrientos, y sanarían demasiado rápido. Tenía que mantener apartada a Emma de eso y que no supiera que lo que la protegía de los monstruos era otro monstruo. Ella nunca tenía que saber lo que él era.
Pero primero, dejaría que ella le mostrara cuántas veces quería que le hiciera el amor esa noche.
—Vamos a recibir unas visitas al amanecer —le dijo él, mirándola con ternura. Se sentía muy triste de que esa noche tuviera que llegar a su fin. Habían hecho el amor hasta quedar exhaustos. Ella justo acababa de despertarse después de unas cuantas horas de sueño, y él la atrajo hacia su pecho. No había manera de detener el tiempo, a pesar de todo—. Necesitan un lugar donde recuperarse de sus batallas. Mi… mi trabajo ha sido cuidarles, y debo ir a hacerlo cuando lleguen. Y mañana por la noche estaré con ellos, luchando.
Ella también se incorporó y se apoyó en un codo. Tenía los labios hinchados de tanto besarse, y las mejillas y los pechos todavía estaban enrojecidos.
—Por supuesto. Puedo ayudaros. Puedo cuidar a tus compatriotas, y a ti, no lo quiera Dios, si llega la necesidad.
—Ellos tienen sus hábitos. No puedes hacer nada. —Odiaba tener que rechazar su oferta.
Ella le miró de una forma extraña y se sentó en la cama.
—Vernon Davis Ware, si piensas que he venido hasta Casablanca, me he casado contigo, que es justo lo que acabo de hacer excepto por el ministerio de Dios, para permitir que me mantengas a distancia, tendrás que replanteártelo de nuevo. Cualquier asunto que tú tengas es asunto mío. ¿Lo has comprendido?
Lo comprendió. Pero por supuesto ella no tenía ni idea de en qué se había metido. Cuando el amanecer se acercara, la encerraría en la habitación de al lado para protegerla del conocimiento de con quién se había casado, por poco que fuera el tiempo que durara ese matrimonio. Al pensar eso, pareció que una ráfaga de viento invernal le entrara en el alma, sombría e inhóspita. Y lo que era más preocupante, no habría ningún pequeño fuego que se encendiera en ese paisaje helado y que le hiciera sentir que la sangre es la vida.