3
UN sentimiento de responsabilidad le pesaba con fuerza mientras conducía a Juanita al baño. Un parte de él se sentía enaltecida, tenía una sensación de tranquilidad, disfrutaba de cierto orgullo por el hecho de que una mujer tan bonita como ella pensara en él como en una especie de caballero. ¿Él? ¿Un chico de los barrios sin dinero, excepto por la posibilidad de cambiar algo con su firma? Pero todas las miradas que le dedicaba expresaban admiración y respeto, algo que él nunca había recibido de los ojos de ninguna mujer. Pero otra parte de él se sentía preocupado. ¿Y si su abuelo se hubiera equivocado y esas cosas que les habían atacado volvían? ¿Y si él no era capaz de echarlas esta vez? ¿Y si le hacían daño de alguna manera a ella? Eso le resultaba completamente inaceptable en esos momentos, ahora que acababa de escoltarla hasta el baño, que acababa de cerrar la puerta detrás de ellos y que buscaba el pestillo.
—Mis abuelos no quieren que haya pestillos en las puertas —dijo José, dándole la espalda a Juanita.
Los ojos de ella iban desde él, a la ventana, a la puerta y a la ducha. Él no había mentido: el lavabo era tan pequeño que resultaba difícil estar ahí los dos y darse la vuelta, pero todas las películas de miedo que había visto hacían que su pulso estuviera desbocado.
—Mira en la ducha —dijo ella en un susurro—, por favor.
José corrió la cortina con valentía, preparando el arma y utilizando el cañón de la misma para aguantar el plástico blanco.
—Está bien.
Ella suspiró y cerró los ojos.
—De acuerdo.
Quizá fuera la expresión de alivio en el rostro de ella, o la manera en que había pronunciado la palabra, como en una exhalación, lo que hizo que él necesitara darse la vuelta para recomponerse.
—Voy a… esto… quedarme así hasta que me digas que ya puedo moverme, ¿de acuerdo?
Juanita asintió con la cabeza y abrió los ojos. Toda esa experiencia le parecía un sueño loco y enredado. Una parte de ella estaba asustada de muerte, horrorizada por lo que había visto. Otra parte de ella se sentía como si acabara de embarcar en la mayor aventura de su vida… y el hombre que la había salvado era el más guapo y sexy a quien ella se había acercado.
Sentía una corriente en el vientre mientras buscaba pasta de dientes en un armarito en el que había también vasos de papel. Había colonia infantil y colonia Jergens. Intentó aplazar el máximo posible el momento de desnudarse. Pero sabía que ese príncipe de barrio se quedaría allí como un soldado, la espalda tiesa, los impresionantes ojos con expresión alerta ante la oscuridad, y que no se daría la vuelta ni le fallaría, que no haría nada deshonroso.
Poco a poco, ella se quitó los vaqueros y rápidamente abrió el agua.
—No escuches. Me da tanta vergüenza.
—Pues voy a cantar —dijo él, riendo, y empezó a tararear una melodía rapera. Ella se sonrojó y él se rió—. Tú tendrás que ponerte a gritar y a dar golpes con los pies cuando sea mi turno. Lo tuyo ha sido un pipí de princesa.
Ella se rió mientras se lavaba las manos.
—Estás tan loco.
—Como si todo con lo que nos encontramos esta noche no fuera una locura.
—Es una locura —dijo ella, quitándose la ropa, con timidez y paso a paso—. Pero no estoy asustada ahora que estoy aquí contigo. Y, de todas formas, estoy contenta de que nos hayamos conocido.
—Sabes, la mayoría de chicos encuentran a una mujer guapa en un club, en la playa Vence, o caminando por la calle… pero no. Yo tengo que encontrar a la chica más guapa que he visto nunca mientras atravieso una calle llena de demonios. Éste es el tipo de año que he tenido. Para decirte la verdad, ésta es la clase de vida que he tenido. Así que no podría esperar haberte encontrado en circunstancias distintas… pero me alegro de que nos hayamos encontrado.
Juanita abrió el agua y se colocó debajo del chorro sin decir ni una palabra. Él acababa de decir que ella era la mujer más guapa que había visto nunca. Guau. ¿Un chico como él? También había dicho, de alguna manera, que no tenía ningún compromiso, dado que le resultaba difícil conocer a gente y que había tenido un año malo. Además, había dicho que había hecho un pipí de princesa. Sonrió mientras el agua la cubría y metía la cabeza bajo el chorro. Encontró una pastilla de jabón. Su padre le decía eso cuando era una niña: «Ve a hacer un pipí de princesa». Tenía ganas de reír y de llorar al mismo tiempo.
—Tu familia es realmente amable, José. Gracias por dejarme estar aquí esta noche, y por haberme traído… y por haber dado la vuelta para recogerme con la moto. Mi familia no es tan guay como la tuya.
—Sí, bueno, no has conocido a mi madre. Es un flipe —dijo él, mirando a través de la ventana con intensidad. El olor del jabón se le había metido por la nariz y creó un recuerdo en él que nunca iba a olvidar. Una mujer mojada bañándose tras una fina cortina… desnuda. La mutua dependencia, la de ella dependiendo de él por su seguridad, la de él dependiendo de ella por su esperanza, por obtener un bálsamo para su orgullo masculino herido… para hacer que el hecho de perder su mural, su último sueño, hubiera valido la pena, ambos albergando la esperanza de que no estaban locos. Los dos lo habían visto, y los viejos de la tribu lo habían confirmado.
—Mi mamá es un flipe, también… por eso estaba en la calle esta noche —dijo ella en un tono tan bajo y tan triste que él estuvo tentado de darse la vuelta. Pero no lo hizo.
—Las madres son así —dijo él, intentando parecer frívolo, pero pronunció esa frase demasiado precipitadamente para conseguirlo.
—¿Tienes algún hermano o hermana?
Ella sacó la cabeza por detrás de la cortina y atrajo la atención de él desde su posición neutra.
—No —dijo él, despacio, incapaz de no mirar ese rostro limpio y observar la manera en que el agua recorría el pelo mojado, el cuello, y desaparecía detrás de la cortina semitransparente que ocultaba apenas su piel color canela—. Es una larga historia. Pero somos sólo ella y yo.
—Oh —exclamó ella, mientras se agachaba debajo del agua, detrás de la cortina.
Él se sintió desgarrado por el conflicto. Deseaba continuar mirándola y, al mismo tiempo, tenía que darse la vuelta para que ella no pudiera ver en qué estado le había puesto.
—¿Tu mamá y tú tuvisteis una pelea? —Necesitaba hablar, hacer que las cosas continuaran hacia delante. Si se quedaba demasiado callado, ella oiría la fuerza de su respiración.
—Yo quería salir con unos amigos —dijo ella en un murmullo intenso, sólo un poco más audible que el chorro de agua—. Pero ella me abofeteó y me llamó puta: y yo no he estado nunca con ningún hombre. Lo único que hago es ir a trabajar, vigilar a mi hermano pequeño, limpiar la casa detrás de él y de Juan, mi hermano mayor, al que ella adora sin importar lo que haga. Cocinar, limpiar. «Haz esto, Juanita», «haz lo otro, Juanita». Eso es lo único que oigo, ¿sabes? Yo quería estudiar algún día, pero he acabado atrapada en una farmacia llevando la máquina registradora, sólo para ayudar a mi mamá a salir adelante. Así que me harté cuando ella me abofeteó porque me había maquillado, y me fui. Pero nunca pensé…
—Eh, te comprendo. Me he dado cuenta de que tú, igual que yo, no tienes prisa por llamar a tu casa. Quizá cuando salgamos de aquí, ¿no? —dijo él, intentando archivar mentalmente todo lo que esa belleza le había contado de un tirón.
Ella, esa chica guapa, era virgen: eso fue lo primero que entendió. Luego registró el resto: no tenía ningún hombre. Había perdido sus sueños a causa de las obligaciones —él sabía qué era eso—, lo cual significaba que tenía buen corazón, un espíritu tierno, que se preocupaba por la gente y que colocaba a la familia en primer lugar. ¿No tenía ningún hombre? Vaya. Problema resuelto.
—¿Qué hacías ahí fuera? —preguntó ella en voz baja mientras cerraba el agua.
José dejó escapar una larga exhalación.
—Estaban a punto de hacerme papilla —contestó. Se apoyó contra la pared con un golpe seco y la realidad le asaltó finalmente—. Estaba subido en el andamio de un edificio en el cual el ayuntamiento me había pedido que pintara un mural. Allí arriba, por la noche, solo, estudiaba la pared y miraba a ver dónde debía colocar el dibujo y entonces los polis llegaron, me fastidiaron y me hicieron bajar. De una manera extraña, es probable que me salvaran la vida.
Oyó que ella abría la cortina y se tensó al notar que un estremecimiento de deseo le recorría la espalda.
—Oh, Dios mío, ¿estabas allí fuera solo, preparando un mural, y estuvieron a punto de matarte? ¿Eres artista? ¿Es decir, un artista de verdad, y estabas allí fuera, de noche?
El tono de su voz, la excitación y la aceleración con que habló, y el tono de admiración que resonó en el baño hicieron que José notara el pulso en las sienes. Ninguna mujer había escuchado nunca sus palabras con admiración. Nadie había escuchado nunca sus historias como si él fuera una especie de guerrero que ha estado a punto de morir y que acaba de volver de la batalla. Él nunca había podido contar nada como lo que los demás hombres les contaban a su público femenino. Pero justo en ese momento, tenía la atención de Juanita completamente centrada en él y sus movimientos debajo de la toalla húmeda le estaban volviendo loco; además, el dulce olor de la colonia y el sonido de la fricción al aplicársela en la piel le hicieron gemir en voz alta.
—Sí… sé dibujar —fue lo único que dijo.
—Pero tú estabas ahí fuera completamente solo, José. ¡Oh, Dios mío!
—Sí, pero no pasa nada.
—Guau —susurró ella—. Ya está, ahora ya te puedes dar la vuelta.
Él negó con la cabeza.
—Eh… ¿Por qué no te das tú la vuelta para que yo pueda entrar?
—De acuerdo. No miro.
Ella le oyó inhalar con fuerza y empezar a quitarse las ropas. Las zapatillas cayeron al suelo con dos golpes secos, y la vibración del golpe le provocó cosquillas en el vientre. Ese magnífico hombre se estaba desnudando detrás de ella. Ese chico impresionante acababa de quedarse desnudo, el mismo hombre que le había salvado la vida. Era un artista, estaba soltero y sin compromiso. El ayuntamiento le tenía en buena consideración y le había ofrecido un contrato, a su edad; así que tenía que ser inteligente. Era un hombre que se movía por el mundo y que no tenía miedo. Le hacía sentir segura, le hacía tener esperanza y fe, además de otra cosa que no se atrevía a pronunciar. Solamente el oírle dar el agua y entrar en la ducha le provocaba sequedad en la boca.
Miró un momento por encima del hombro.
—¿Quieres que sujete el arma?
—Es un rifle —dijo él, riendo—, pero si te hace sentir mejor, ten solamente en cuenta en no apuntarlo hacia mí, ¿vale?
Ella se rió, pero no se acercó al arma, que estaba en el suelo.
—No hace falta —dijo ella, echando algún que otro vistazo a sus movimientos detrás de la cortina de plástico. Su cuerpo reaccionaba contra su voluntad. Ese espacio húmedo y lleno de vaho le recordaba mucho las mejores partes de sus sueños… un fuerte humo negro que se abría para dar paso a una densa bruma de bosque húmedo… una bruma primordial, el sonido de una cascada. Ella era un signo de agua, cáncer, y ese elemento formaba parte de ella. Tenía que ser eso.
—¿Tienes hambre? —preguntó él, levantando la voz por encima del ruido del agua de la ducha.
Ella se aplicó a secarse el pelo con más fuerza, como si intentara reprimirse y dirigir la atención a temas más adecuados.
—Sí, supongo que sí.
—Guay. Cuando salga de la ducha, iremos a ver si hay algo en la nevera.
Él cerró el agua y ella sintió que el corazón le latía arrítmicamente. Él salió parcialmente de detrás de la cortina para alcanzar una toalla y las gotas de agua se deslizaron a lo largo de su cuerpo; ella no se preocupó de darse la vuelta. La piel de un tono parecido al café y bronceada contrastaba en medio de la bruma. Un puro olor a masculinidad se mezclaba en el ambiente y la obligó a apoyarse en el lavamanos mientras le miraba. El pecho parecía tallado en dos sólidos bloques de músculos; ella deslizó la mirada a lo largo del cuerpo de él y tuvo que morderse el labio inferior para no quedarse con la boca abierta.
El abdomen, cada uno de sus músculos perfectamente esculpidos, terminaba en una sedosa línea de vello húmedo justo encima de la pelvis. Ése no era el cuerpo de un artista; el cuerpo de José era el de un guerrero. Que el cielo la ayudara, pero el deseo la inundó con una fuerza que le quemaba. Sentía la piel encendida y los pezones tan duros que le dolían. La humedad repentina entre los muslos la hizo ruborizar, repentinamente avergonzada. Él lo tenía todo: era un ser humano bueno, era una persona que escuchaba, era un soldado listo para entrar en acción, tenía un espíritu generoso y compartía a su familia, era un hombre íntegro que le había salvado la vida.
Juanita volvió la cabeza bruscamente, como si la hubieran abofeteado, en el momento en que él se envolvía con la toalla, pero se dio cuenta de que él permanecía dentro de la ducha y que respiraba despacio y conscientemente.
José intentó mover las piernas, pero éstas no cooperaron. Suplicó ser capaz de dirigir la mirada hacia un punto más apropiado, pero sus ojos no le hicieron caso. La mujer más hermosa que había visto nunca se encontraba apoyada en el lavamanos de la casa de su abuelo, iba vestida con un camisón de algodón blanco y el pelo húmedo le caía sobre la tela. Esa visión le perturbaba. La adrenalina y la situación le estaban volviendo tonto. Esa mujer confiaba en él y dependía de él, pero, por Dios, era tan hermosa.
—Tienes mejor aspecto después de haberte puesto debajo del agua —dijo ella, intentando hacer broma acerca de su anterior estado de suciedad.
—Soy piscis —dijo él, con una risa tensa—. ¿Qué puedo decir? El agua es mi elemento.
Por un momento, ella no dijo nada. Procesó la información en un sinfín de formas distintas.
—Yo soy cáncer —dijo, con una tímida sonrisa—. El agua es mi elemento, también.
—Y la luz de la luna tampoco te sienta mal, hija de la luna. —Él sonrió y miró hacia la ventana. Luego la miró a ella.
Salió de la ducha y se colocó a seis centímetros de ella. Nita intentó no bajar la vista hacia la toalla que llevaba anudada alrededor del cuerpo, hacia la erección que cubría, e intentó fijar la vista en esos ojos. Estaban tan cerca el uno del otro que sus cuerpos casi se rozaban.
—¿Hay alguna camiseta o algo ahí que me pueda poner encima?
—Creo que sí —susurró ella, y apartó la vista de él con un gran esfuerzo.
—Dame un segundo; luego iré a buscar algo para comer.
Comerle a él era una opción viable. Ella se dio la vuelta rápidamente y deseó que el vaho no hubiera cubierto el espejo tan completamente. Intentó ver algo a través de él, dándole la espalda, no pudo. Solamente el sonido de la suave ropa mientras él se la ponía la hacía sufrir.
—Estoy visible —dijo él en un murmullo.
Ella se dio la vuelta y se colocó de cara a él otra vez. Sonrió. Su cuerpo continuaba siendo firme debajo de la camiseta.
—¿Tienes hambre? —preguntó él en un tono suave y sensual que le provocó una nueva oleada de humedad entre los muslos.
Ella asintió con la cabeza y tragó saliva.
—Yo también. Hace mucho que no como nada bueno.
Ella le miró mientras él recorría la distancia que había entre ellos para tomar una toalla para el pelo. El cuerpo de él le rozó el suyo cuando alargó el brazo. La sensación de su torso desnudo rozando sus pechos casi le hizo soltar una exclamación. Sintió que se le retorcía el estómago, y la erección de él le rozó los muslos y le hizo sentir el instinto de abrirlos.
A punto de hiperventilarse, se sujetó al lavamanos con ambas manos detrás de ella. Ella nunca había sentido el cuerpo de un hombre contra el suyo, nunca había sentido un contacto accidental tan suave, nunca había notado una piel contra el algodón. Los pezones duros sobresalían como deseando otro contacto. Incluso en ese calor denso y húmedo, se le puso la piel de gallina. Pero él se limitó a permanecer a unos centímetros de ella mientras se secaba el pelo.
—¿Puedo decirte una cosa? —preguntó él finalmente mientras volvía a alargar el brazo para dejar la toalla en el borde del lavamanos y su pecho volvía a rozar suavemente el de ella.
Ella asintió rápidamente con la cabeza. Esa caricia le había provocado una corriente eléctrica entre las piernas.
—Sí —dijo ella con una exhalación—. ¿Qué?
—Eres tan hermosa que realmente deseo besarte, pero no quiero ponerte nerviosa después de todo por lo que has pasado. —Tragó saliva con dificultad—. Es sólo que… me alegro tanto de que no te hicieran daño, de estar vivo… y no me puedo quitar de la cabeza el hecho de que ambos hayamos estado soñando el mismo sueño… y hasta ayer por la noche ni siquiera te conocía.
Ella no era capaz de moverse ni de apartar los ojos de los de él. Él le pasó un dedo por la mejilla hacia la oreja y luego lo introdujo en el cabello.
—No quiero que creas que intento aprovecharme de ti, porque no es así… y tampoco es que intente cobrar por el viaje. No funciono de esta manera.
Ésa era la pura verdad. Sus actos no estaban motivados por ninguna de esas dos cosas. Ella era simplemente hermosa, era un regalo enviado del cielo. Una belleza fantasmagórica en medio de la bruma que le provocaba una sensación de escozor en la piel debajo de los pantalones del chándal, y que le hacía darse cuenta hasta qué punto él estaba solo en el mundo. Sin un contacto ajeno, sin unos labios que desearan los suyos, sin unas manos o un cuerpo que le recordaran que valía la pena vivir la vida.
Él sonrió.
—Quizá debería haber tomado una ducha fría. Lo siento.
—Yo no lo siento —susurró ella en un tono dulce que le raptó el corazón—. Quizá los dos deberíamos haberla tomado.
La manera en que ella había girado la cabeza, cómo se mordía el labio inferior, y cómo se sujetaba con fuerza al lavamanos le provocó una sensación muy potente. Sabía que era una locura, era una locura ir a por ella en esas circunstancias, pero si no la tocaba se volvería loco.
Con infinita lentitud, tomó los labios de ella con los suyos, buscando su aceptación mientras cerraba los ojos y con su lengua buscaba la de ella. El calor y la humedad de esos suaves labios le atrajeron hacia el cuerpo de ella, pero tuvo cuidado de no apretarse contra ella: no quería ofenderla ni asustarla. Pero la sensación que le provocaba esa sedosa piel contra la suya le obligó a reprimir un gemido. Hizo el beso más profundo y se permitió acariciarle los brazos con las palmas de las manos mientras cubría el espacio que les separaba y unía su pelvis con la de ella.
Ella emitió un gemido que quedó atrapado en los labios de ambos y él la buscó más agresivamente con la lengua, pero tuvo extremo cuidado de no moverse contra ella, tal y como deseaba tan desesperadamente. Ella le había permitido darle un beso, y solamente eso. Ella nunca había estado con un hombre, y había estado a punto de perder la vida. Su mamá la había echado de casa, o algo por el estilo. No se trataba de hacerle eso mientras ella se encontraba en un estado mental de confusión y vulnerabilidad. Sí, la deseaba, pero no de esa manera en la casa de su abuelo… no quería que hubiera lágrimas al día siguiente, ni recriminaciones. Eso, no.
Pero a pesar de todo, continuó acariciándole los brazos hacia arriba y hacia abajo y a cada pasada, se acercaba más a la curva de sus pechos. No lo podía evitar. El sabor de sus labios era tan bueno, su olor era tan dulce, sentía que su cuerpo la deseaba tanto. Ella le había excitado por completo. Ella levantó la cabeza para ofrecerle mejor los labios y él no pudo evitar acariciar los lados de los pechos con los pulgares. Poco a poco, recorrió con los dedos la suave curva que se levantaba a cada respiración de ella.
Ella se separó un momento, respirando con dificultad, pero no se apartó. A él le encantó la manera en que ella le miró, con una expresión de interrogación en sus bonitos ojos marrones. Él no dejó de acariciarle los pechos con los pulgares. No dejó de mirarla a los ojos. Con un gesto imperioso, deslizó los pulgares hasta los pezones y ella cerró los ojos, temblorosa. Eso era lo único que tenía que ver. Le acababa de dar permiso para que él siguiera explorando hasta dónde podía llegar.
Esta vez, cuando volvió a tomar sus labios, el lento vaivén de sus pulgares contra los pezones se convirtió en una rápida presión que la hizo gemir. Ella buscó el lavamanos y se sujetó a él. Ese hombre que acababa de conocer en la parte trasera de la moto se encontraba entre sus piernas, y se movía con fuerza contra ella. La obligaba a apretarse contra él, le hacía gemir, le hacía desear sujetarse a sus hombros mientras echaba la cabeza hacia atrás y la apoyaba en el espejo del armario.
El calor de sus besos en el cuello la dejó sin aliento. Unas manos masculinas, a la vez duras y amables, le acariciaban los pechos y casi le provocaban sollozos. Era tan agradable, tan maravilloso, tan terriblemente suave notar el ritmo insistente del cuerpo de él, como si intentara introducirse dentro de ella, atravesar la tela de la ropa. Dios sabía que él lo deseaba.
Pero, desde algún remoto punto de la mente oyó pronunciar su nombre, oyó una palabra insultante en labios de su madre que la hizo detenerse. La familia de él les había ofrecido a ambos confianza y acogida, y una vieja mujer india le había dado un beso en la mejilla. Y ese hombre se había quitado los pantalones, esa fricción le estaba venciendo la voluntad, como si abriera un vacío en su mente que la arrastraba mientras le subía el camisón y el clítoris le dolía con una agonía tal que casi gritó suplicándole que lo acariciara.
—Tus abuelos —dijo casi sin aliento y con precipitación al notar que él se inclinaba y le empezaba a lamer el ombligo.
—No pasa nada. Estarán fuera toda la noche —dijo él con voz ronca y en un susurro cálido contra su vientre—. Voy a ser suave.
Se puso de rodillas en el suelo del cuarto de baño, y susurraba promesas con los labios rozando un punto que solamente sus manos habían tocado alguna vez. Sus muslos se abrieron sin que ella diera su consentimiento de forma inconsciente, pero no pudo evitarlo. Él susurraba contra sus labios hinchados y húmedos, entre sus muslos, y eso era una tortura que la mantenía clavada contra el espejo del armario. Si él no se detenía, iba a perder la cabeza; si se detenía, pensaba abofetearle. Se llevó una mano a la boca para amortiguar el sonido que trepaba por su garganta, pero la mano le falló y la voz inundó el baño, produjo ecos y vibró en las baldosas: fue un gemido que no pudo contener.
El olor a mujer excitada se le metió en la nariz, le penetró en los senos, se le introdujo en la boca y se depositó en la base de su lengua con tanta fuerza que sintió una corriente en la ingle. Diablos… era ella. Justo allí, en el lavamanos del lavabo. Unos muslos suaves, tensos y abiertos, ese rubor en el rostro. Su duro y redondo culo ofreciéndose, sus caderas elevándose bajo su tacto… el dulce olor de virgen que le lavaba la cara, la voz de ella gimiendo y suplicando algo que solamente él podía darle. Oh, sí… sería suave pero firme, le haría verter lágrimas de placer. Las manos de ella se sujetaban en su pelo… él sabía exactamente qué le estaban diciendo.
No necesitaba la cama, el suelo del baño sería suficiente. La pared, cualquier cosa, oh, niña… sí… déjate así cuando esté dentro de ti.
Era imposible recuperar el aliento. La arrastró hasta el suelo, debajo de él. Los labios de ella buscaron desesperadamente la lengua de él, buscaron un beso más profundo, más intenso, mientras sus manos se movían como si no pudieran llegar a todas partes con la suficiente rapidez. Sus pechos suplicaban que se los chupara, y él la complació mientras se bajaba los pantalones y se colocaba entre sus piernas. Unas lágrimas brillaban en los ojos de ella.
—No te haré daño, te lo prometo —susurró él, mientras encontraba el húmedo punto de entrada.
—Pero no me dejes preñada, ¿de acuerdo?
Lo dijo en un tono de voz tan bajo y tenso, tal y como él había esperado, que le hizo tomar súbita conciencia.
—No te preocupes —dijo él, con un susurro ronco.
Ella cerró los ojos; la parte racional de su cerebro se cerró al mismo tiempo que ellos. Él la penetró despacio, introdujo solamente la punta y se apoyó en los codos para acariciarle la cabeza.
—Respira hondo —le dijo en voz baja observando la expresión de su rostro—. No te pongas tensa, ¿vale? —Sentía un dolor agónico en la pelvis hasta tal punto que le pareció que los testículos se le meterían en el vientre si inhalaba.
Ella asintió con un gesto rápido y mantuvo los ojos cerrados.
—Nita, mírame —susurró él mientras le daba un beso en el puente de la nariz. Esperó a que lo hiciera—: Confía en mí. Dentro de un minuto ya no te dolerá. No apartes los ojos de los míos —añadió, penetrándola un poco más.
Ella arqueó la espalda y él llevó una mano hacia abajo para sujetarle la cadera, con cuidado de no dejar todo el peso de su cuerpo encima del de ella.
—Esto… oh, Dios… es tan agradable, pero duele un poquito también…
Él asintió, incapaz de decir nada. Cerró los ojos al sentir que una convulsión le recorría todo el cuerpo.
—Lo… lo sé —tartamudeó. Inmediatamente, la penetró un poco más—. Déjame entrar despacio y luego no me moveré para que te acostumbres.
Ella le acarició el pecho y le provocó un fuerte estremecimiento. Notó los dedos de ella suaves y delicados sobre los pezones. Luego los notó deslizarse hasta su culo, y en esos momentos ya apenas conservaba la lucidez. Todos los instintos de su cuerpo le impulsaban a moverse dentro de ella con fuerza, pero sus ojos llenos de lágrimas mostraban tanta confianza que él tuvo que abrir los suyos, mirarla y quedarse al borde de la locura.
Poco a poco fue penetrándola más, mientras la observaba respirar debajo de él, mientras veía observaba cómo el sufrimiento del deseo se convertía en dolorosa necesidad. Él dejó todo su peso encima de Nita y le dio un profundo beso. Los movimientos de ella, sus caricias, la suavidad de sus gemidos que reprimía, las contracciones tensas y húmedas alrededor de su miembro, le quebraron la voluntad. Sujetó el cabello húmedo de Nita con ambas manos y la penetró en la boca con la lengua igual que quería moverse dentro de ella. Los cortos y rítmicos movimientos pronto se convirtieron en largas embestidas que les llevaron al borde de la desesperación. Ella gritó su nombre, y él se detuvo y apoyó la frente enfebrecida en su hombro.
—Por qué…
—He tenido que parar. Ahora o nunca.
Se quedó quieto contra ella, tembloroso, suplicándole mentalmente que no se moviera, porque si no iba a explotar y la inundaría con sus semillas por accidente. Pero salir iba a ser doloroso, mucho más que una intervención dental sin anestesia. Se dijo una mentira a sí mismo. Intentó que salir en esos momentos pareciera una decisión sensata, tan pronto como fuera más fácil hacerlo. Pero eso no sucedió. Iba a ser una tortura de todas formas.
Inclinó la cabeza, inhaló con fuerza y cerró los ojos con fuerza. Salió de dentro de ella sin respiración.
—Oh, mierda.
Ella le acarició el rostro y le abrazó.
—Cielo, siento no tomar la píldora.
—Shh —le susurró con los labios contra el cabello—. No me hables cariñosamente mientras estoy así. Deja que me recomponga.
—Pero tú me lo has hecho una y otra vez. —Ella le abrazó con más fuerza—. Nunca pensé que podía ser así.
¿Es que ella no comprendía que le estaba volviendo loco, que le hacía volver a pensar en la situación en que se encontraba, entre sus muslos abiertos, el miembro latiéndole dentro de ella, tan cerca y tan lejos?
—Niña…
Ella le interrumpió con un beso; el calor de sus manos le dejó sin respiración.
—Esto no es justo —susurró ella a su oído mientras le acariciaba la húmeda verga.
Incapaz de discutir, él la sujetó por la cintura con fuerza y se estremeció mientras emitía un fuerte gemido que resonó en los azulejos. Luego se derrumbó a su lado, con la respiración agitada.
El amanecer aparecía tras las ventanas, añadiendo tonos rosados y anaranjados a los azulejos blancos que les rodeaban. Solamente la respiración profunda se oía en ese minúsculo espacio.
—Creo que tenemos que darnos otra ducha antes de que mi abuelo y mi abuela vuelvan a casa. —Lo había dicho sin abrir los ojos, pero se dio cuenta de que ella asentía con la cabeza y le daba un beso dulce antes de incorporarse.
—Sí, José, me moriría si tus abuelos me vieran así.