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Londres, marzo de 1820
—¡RUFFORD lo ha hecho! La maldita diosa ha muerto. —El almirante Groton, a cargo del servicio de inteligencia del gobierno, mostró un pliego de hojas escritas con caligrafía masculina. Se encontraba de pie delante de unas grandes ventanas que daban a la calle Whitehall, poblada de las oficinas de los gobiernos más poderosos del mundo.
Un sentimiento de alivio invadió al comandante Vernon Davis Ware, Davie para los amigos íntimos. Había valido la pena cancelar la cita con la señorita Fairfield para escuchar esas palabras que eran tan bienvenidas. En su mente se formó una imagen de Asharti, de una belleza imposible, los ojos enrojecidos y mortíferos, sus pechos rozando su torso desnudo… No quería pensar en ella. Había borrado esas horribles semanas en El Golea durante las cuales él estuvo bajo el poder de ella a causa de los recuerdos. Ahora ella estaba muerta, y lo único que quería era tener una vida normal. Iba a hacerle la proposición a la señorita Emma Fairfield ese mismo día e iba a convertirse en un servidor del gobierno en algún aburrido puesto diplomático con una esposa inteligente y bonita, si ella le aceptaba. Y, si era la voluntad de Dios, tendría una familia.
—No creí que Rufford venciera —dijo Davie en voz baja—. ¿Se encuentra bien?
—¿Quién crees que ha escrito la carta? —El otro único ocupante de la habitación era el primer ministro de Inglaterra. La piel de las mejillas del canciller era fina como el papel y mostraba las manchas de la edad—. Rufford ha evitado un cataclismo mundial.
El almirante se aclaró la garganta y frunció el ceño. El rostro, bronceado de años de estar en el mar, mostraba unas profundas arrugas alrededor de los labios. Las preocupaciones no eran algo ajeno a él.
—El desastre todavía no ha sido evitado.
—Pero la mujer vampiro está muerta. —No era propio de un primer ministro el hacer pucheros, pero lo hizo.
El almirante suspiró.
—Recuerde, su señoría, que esos vampiros tienen algo en la sangre… ¿qué dijiste que era, Ware?
Davie se aclaró la garganta.
—No estoy seguro, señor. Lo único que conozco es el efecto que tiene, y el hecho de que eso puede contagiarse por la sangre.
—Monstruos —dijo el canciller casi sin aliento—. Son monstruos.
—¿Todas las víctimas de la plaga son monstruos? —preguntó Davie, a pesar del hecho de que estaba cuestionando al primer ministro de Inglaterra—. Si el mundo se salva, será Rufford quien lo haya salvado.
—El tema es que pueden infectar a los seres humanos y convertirles en vampiros, también —recordó el almirante a su superior—. Asharti armó un ejército con ellos. Todavía no nos hemos librado.
—Pero fíjese, Groton —protestó el canciller—. Dijiste que Rufford y otros… como él… estaban en una campaña para acabar con ese ejército. Si pueden matar a Asharti, seguro que podrán perseguir a los que se acaban de convertir. Tú dijiste que no eran tan fuertes al principio, ¿verdad, Ware?
—Sí, lo dije, pero continúan siendo más fuertes que los seres humanos. Y se extienden como una plaga. —Davie consiguió esbozar media sonrisa—. No me gustaría estar en el norte de África durante un tiempo.
El almirante se aclaró la garganta.
—Sí, bueno, Rufford ha pedido la ayuda del gobierno británico. Y te ha requerido a ti en concreto.
Ahora fue Davie quien frunció el ceño. Sintió que se le retorcía el estómago.
—¿Qué quieres decir? —Miró al uno y luego al otro. El canciller no respondió a su mirada sino que se dirigió a la ventana. La lluvia golpeaba los cristales con fuerza. Todos esos años le pesaban al canciller.
El almirante tuvo incluso más coraje. Le clavó una mirada de acero a Davie.
—Tenemos que ofrecer provisiones y equipo. Pero su campaña requerirá a alguien que pueda moverse durante el día para proveer la logística. Quiere a alguien que ya sepa lo que son.
—No. —Todas sus células se rebelaron contra el hecho de volver al norte de África—. Hoy voy a realizar una oferta de matrimonio.
—Nuestro futuro depende de cómo termine esta lucha, Ware. —La voz del canciller sonaba casi lejana. Juntó las manos a su espalda y miró hacia la calle de abajo—. No ha pedido ejércitos ni navíos. No solicitó a Wellington. Solamente te requirió a ti.
«¡Maldito Rufford!»
—Lo que suceda en el norte de África no es asunto nuestro. —No podía volver allí por muchas razones, por un lado por la señorita Fairfield y, por el otro, por los recuerdos de Asharti.
—¿De verdad? —El tono ácido del almirante cortó tajantemente las excusas de Davie—. ¿Y es por esto que solicitaste la forma más rápida de llevar a Rufford a Casablanca? Seguro que pensaste que las consecuencias eran importantes para Inglaterra, dado que gastamos todos los recursos para mandarle en lo que parecía una misión suicida. Él fue allí. Él venció. Y ahora pide nuestra ayuda, y también la tuya.
Davie cerró los ojos.
—Tendrás una caja llena de medallas incluso aunque decidas no ponértelas en los salones de Londres. —El canciller se volvió hacia Davie—. Después de Waterloo te uniste al cuerpo diplomático, así que has servido a tu país varias veces. Ésta es nuestra hora más crítica, no sólo como ingleses, sino como seres humanos. No nos falléis.
—¡Tenemos que saber qué es lo que está sucediendo allí, Ware! —El almirante se dio un puñetazo en la palma de la mano—. Por supuesto, queremos envíos del campo de batalla, pero debemos mantener un ojo en Rufford y en los suyos también. ¿Crees que yo duermo bien por las noches sabiendo que existen monstruos entre nosotros? ¡A pesar de todo lo que tú dices acerca de que son víctimas, son inmortales, por Dios, o casi! Tienen una fuerza sobrenatural. Pueden desaparecer en el aire y beben la sangre de los seres humanos. Quizá lo peor de todo es que pueden controlar la mente. Y a pesar de su valor y de los servicios que ha realizado hasta la fecha, Ian Rufford es uno de ellos. ¡Necesitamos espías, Ware! ¿Cuáles son sus puntos vulnerables? ¿Quién les dirige? —Dio un paso hacia delante y clavó los ojos azules en los de Davie—. Hasta el momento, la única manera de dominar a uno de ellos ha sido con otro de ellos. Eso no es algo que me tranquilice, Ware.
Así que ellos querían ayudar a Rufford pero al mismo tiempo, espiarle. Bueno, Davie no quería nada de eso.
—No voy a volver allí —lo dijo en el tono de voz más neutro que le fue posible—. Rufford no necesita mi ayuda. Buenos días, caballeros. —Se dio la vuelta mientras los demás cruzaban miradas.
—Estaremos en contacto —le dijo el canciller antes de que saliera.
«¡Maldito Rufford!», volvió a pensar Davie mientras caminaba por la calle Whitehall. Se detuvo un momento en un pórtico con columnas del Almirantazgo. Casi no se había dado cuenta de que había dejado de llover. Miró al escuadrón de guardias a caballo que avanzaba por la calle.
Era muy importante detener a los seguidores de Asharti. Solamente Rufford y los suyos podían hacerlo. ¿Sabía seguro que Rufford no necesitaba su ayuda para realizar el trabajo? El hombre tenía razón en el fondo, aunque Asharti le había convertido en un monstruo que bebía sangre humana. Si confiaba lo suficiente en Davie como para pedirle ayuda… Davie respiró con fuerza el húmedo aire de marzo y lo dejó salir despacio. Recordó el momento de toma de decisión de Rufford, cuando había sabido que debía volver al norte de África para enfrentarse a Asharti… Davie había visto la desolación en los ojos de Rufford, el miedo, y la certeza. El sueño de Davie de conseguir una estabilidad se disolvió entre los recuerdos del tiempo que pasó en El Golea…
El Golea, 1819
No debía ir a buscarla. Él lo sabía, desde algún lugar muy profundo de sí mismo. El jazmín que colgaba de la pérgola inundaba la noche con una fragancia floral, pero no podía superar el olor de canela y de algo más, algo exótico y dulce, que ella despedía. Casi no podía verla en la oscuridad del patio de los barracones británicos. Las habitaciones de gruesas paredes que lo rodeaban estaban vacías en esos momentos. Ella había matado a la legación, les había chupado la sangre. Ellos, por lo menos, estaban en paz.
Sólo quedaba él. ¿Por qué le había dejado vivo? ¿Para que pudiera servirla, noche tras noche? Se tambaleó en el patio. No se veía ninguna luz en las ventanas de alrededor, aunque sus criaturas estaban allí, comiendo y bebiendo en la oscuridad. Oyó las voces que murmuraban. No tenía nada que temer de ellos. No se atrevían a molestarle. Eso se lo dejaban a ella. Sus genitales se endurecieron de deseo. Un sentimiento de asco le invadió. Ella ordenaba y su cuerpo obedecía.
Las estrellas iluminaban la noche con la luna plateada. Arriba, la delgada forma era una marca más oscura contra la noche. Aunque le estaba dando la espalda, ella sabía que él estaba allí. El cabello, pesado y oscuro, le caía por la espalda por encima del tejido transparente que casi no ocultaba sus curvas. El vestido parecía gris en la oscuridad, pero diría que en verdad era rojo.
Le tocó el hombro. Su piel estaba caliente, llena de energía. Ella se volvió. Su belleza le golpeó como un puñetazo, tal y como sucedía siempre. Sus ojos oscuros, marcados con khol, brillaban con un tono rojo. Cualquier idea de escapar le abandonó. Se arrodilló con las piernas abiertas, como ella le pedía. Tenía una erección y estaba listo. Ella se inclinó hacia él y le tomó la cara entre las manos.
—Tengo una tarea para ti, mi hermosura —susurró ella—. Bueno, dos tareas.
Él llevó los labios hasta el pezón de ella y lo chupó por encima de la fina tela.
David parpadeó bajo las gotas de lluvia que se precipitaban contra el pavimento de piedra del patio del Almirantazgo. La vergüenza de esa época permanecía con él incluso a pesar de que los recuerdos se habían borrado. En la distancia de Londres y al cabo de tres meses, sabía que le habían permitido vivir para servir y sufrir. Solamente él sabía dónde estaba Rufford. Rufford era el único que tenía sangre antigua, el único que tenía la oportunidad de vencerla. David había traicionado a Rufford por ella. Tragó saliva y Whitehall se hizo borroso ante sus ojos: debía de ser a causa de la lluvia. Ella podía obtenerlo todo… información, servicios sexuales, cualquier cosa.
Davie apretó la mandíbula. Ella le había enviado con una letra hasta Inglaterra en la cual amenazaba todo aquello que Rufford amaba, sabiendo que eso atraería de vuelta al hombre al desierto del norte de África, hasta sus garras de nuevo. La habilidad de Davie de actuar como mensajero era lo único que le salvaba de Asharti.
¿Qué no le debía a Rufford a causa de esa traición?
Y él había jurado servir a su país. ¿Qué mayor necesidad podía haber nunca? No importaba que él estuviera sumido en una guerra entre lo que el mundo llamaba monstruos. La necesidad de normalidad que tenía después de esa época con Asharti no tenía importancia.
Se encorvó, con los ojos caídos: sabía qué era lo que iba a hacer. Una corriente de miedo le atravesó la espalda. Él había creído que le habían abandonado en medio de la maldita arena del desierto del norte de África para siempre. Se había equivocado.
Y ahora debía decepcionar a la mujer que amaba y arruinar toda oportunidad de obtener la felicidad.
Emma Fairfield se encontraba sentada en la sala donde tomaba el desayuno que daba al pequeño jardín trasero de Fairfield House, en Grosvenor Square. Era una habitación alegre, de paredes de un color amarillo pálido y muebles Chippendale, que contrastaba con la sombría lluvia del mes de marzo que se precipitaba contra las ventanas. Emma estaba arreglando unas rosas en un jarrón de cristal. Conseguía tener rosas durante la mayor parte del año en el solárium del cuarto piso, además de naranjos, y peonías que su tío le había traído de China. Él era un verdadero aventurero, era la oveja negra de la familia. Era un rebelde. ¿Era por eso que a ella siempre le había gustado? El ramo tenía muchos colores, algunas de las flores se habían abierto del todo y otras todavía eran capullos. Tonos cremosos se mezclaban con rojos intensos y rosas pálidos en una abundancia caótica.
—Creí que íbamos a tener una visita de ese joven tuyo —dijo su hermano mientras plegaba las páginas del London Mail. Les gustaba sentarse en esa habitación por la tarde, más que en las habitaciones más grandes y formales de la parte frontal de la casa. Su hermano tenía unos diez años más que ella. Nunca se había casado, y nunca lo haría.
—Puedes llamarle por su nombre, Richard —dijo ella con calma mientras cortaba un tallo con unas pequeñas tijeras de podar—. Conocemos a Davie Ware desde que éramos niños. Y no es mío. Uno no es propietario de un joven. Ni siquiera es joven.
—Tampoco lo eres tú, Emma. —Richard frunció las atractivas cejas y la miró por encima del periódico—. Te quedarás para vestir santos si no te andas con cuidado, niña.
—Tener tres décadas no es el fin del mundo, hermano.
—No es eso —dijo él—. Eres demasiado maniática.
—¿Se me ve vieja, querido? —le preguntó con una sonrisa.
Él dejó el periódico sobre el regazo. Llevaba una bata oriental de color rojo y negro y un par de babuchas que ahora descansaban cómodamente en un sofá otomano tapizado.
—Sabes que eres atractiva, Emma —dijo él con expresión severa—. El brillo de este cabello dorado apaga todo lo que hay en Londres. El azul de tus ojos se cotiza en White como las flores del maíz, y cada vez hacen apuestas acerca de si vas a aceptar al último pretendiente. Lo cual no has hecho nunca. He conseguido un poni gracias a ti durante estas últimas cinco veces.
—¿Has apostado cien libras a que yo rechazaría esas ofertas? —Eso la desconcertó.
—Bueno, normalmente no me gustan las apuestas, pero… bueno, qué caray, Emma, rechazaste a un maldito duque, ¿no es verdad? No veía cómo podrías aceptar a ese último tonto que recitaba poesías todo el tiempo. Podía apostar, dado que era algo seguro.
—Richard —dijo ella en tono de amonestación. Pero tuvo que reprimir una sonrisa que ya se le dibujaba en los labios. Deseó que él no se hubiera dado cuenta. Luego se aclaró la garganta—. ¿Y cómo están las apuestas en este momento?
—Mitad y mitad —gruñó él—. Estaban tres contra uno hasta que bailaste cuatro veces con Ware en Almack.
—¿Y en qué has apostado tu dinero?
—Todavía no lo he apostado —dijo él en tono pensativo—, aunque quizá lo haga. Tú juegas con ellos. Te muestras siempre tan callada y tranquila que engañas a la gente. Pero yo te conozco: te gusta jugar.
—¡Todo este asunto es tan aburrido! —suspiró ella—. Admito que fue malo por mi parte actuar de forma interesada con ellos. Pero les gusta el juego.
—Pero es con los corazones de los hombres con lo que juegas, Emma. —Richard frunció las cejas rubias. Tenía la nariz recta de la familia. El color de sus ojos era un poco más agrisado que el de ella, pero poseía los mismos labios gruesos aunque ahora los tenía apretados con un gesto reprobatorio.
—Ellos no ponen su corazón, hermano, más bien los ojos ante la perspectiva de mi herencia.
Él volvió a gruñir.
—Gracias a Dios por tu fortuna, porque si no, no recibirías ninguna proposición en absoluto. Tienes un aire categórico, Emma; no se presta a equívocos. Algunos dicen que también tienes una lengua afilada. —Cerró el periódico con un gesto brusco—. Me gusta Ware. Quizá pueda prevenirle. Además, estoy cansado de ver cómo luchan por encontrar la palabra adecuada cada vez que vienen a pedirme permiso. Y siempre acaba en nada, en cualquier caso.
—No comprendo por qué te lo piden a ti antes de estar seguros de mí.
—Ellos están seguros de ti, Emma. ¿Y de quién es eso culpa? —Se encogió de hombros, abrió el periódico por otra página y se hundió detrás de él—. Esta vez voy a apostarme un poni.
—Yo no apostaría contra éste, hermano. —Colocó una rosa en el jarrón de cristal, tallado.
Las cejas de él aparecieron por detrás del periódico. Luego aparecieron sus ojos. Dejó el periódico a un lado y se levantó de la silla.
—¿Quieres decir…?
Esta vez ella no pudo reprimir una sonrisa, aunque por supuesto, fue más bien una mueca.
—Va a proponerme matrimonio, Richard. Dios sabe que noto que lo va a hacer, llegados a este punto. Y voy a aceptar. Así que, por favor, sé más amable con él de lo que lo fuiste con el poeta.
—¡Emma, Emma! —Se acercó a ella y le sujetó ambos hombros, a un brazo de distancia de él. Se le formó una arruga entre las cejas—. No permitas que mi insistencia te haga aceptarle si no le amas, Emma.
Ella levantó las cejas, y le miró con los ojos increíblemente emocionados. Para compensar, hizo su sonrisa más amplia.
—Pero le amo, Richard. Ésta es la sorpresa. No tenía ninguna intención de que esto sucediera. Él me recogió una vez que me caí de mi poni, y me echaba de su estanque de lilas cuando yo era una niña. Pero cuando volvió del norte de África… bueno, durante los años se ha convertido en un hombre, y en un hombre interesante por cierto. Ha estado en todas partes. Tiene ideas propias. —Se encogió de hombros—. Solamente es un soldado, pero tiene perspectivas en el cuerpo diplomático…
—Bueno, tú tienes dinero suficiente para él y para doce más. No te preocupes por eso.
—Sólo si tú no lo haces. No le hagas sentir pobre —le advirtió.
—Los Ware han estado en Warwickshire desde la Conquista. No tengo nada que decir acerca de su cuna. Podría preferir que no fuera el segundo hijo. Pero Rockhampton dice que va a intentar incorporar a Ware. Tiene un futuro brillante. —Frunció el ceño—. Suena como muchísimo trabajo para mí, pero parece que a Ware le gusta moverse en las filas diplomáticas.
—¿Has estado haciendo averiguaciones? —Qué tierno por su parte.
—Bueno —farfulló él—. Tú eres mi hermana. —Intentó adoptar un aire severo—. Es probable que él arrastre a su mujer a lugares poco civilizados. No me parece adecuado para ti. Sé que te imaginas como una rebelde, Emma, pero ¿estás preparada para encontrarte con unos bárbaros que ni siquiera saben comer a una hora civilizada?
—Me lo tomaré como una aventura, Richard, de verdad que lo haré —repuso con tono remilgado.
—Así que ya te has decidido. —Él asintió con la cabeza—. Ya lo pensé: me di cuenta de cómo le mirabas.
—Y ésa es la verdadera razón de que no hayas apostado en White —se rió ella.
—Bueno, no puedo decir que me guste tirar el dinero.
—¡Eres un provocador! Me has tomado el pelo para sacarme información.
Él la atrajo hacia sí y le dio un abrazo.
—Tú eres más importante para mí que cualquier apuesta, sin que importe lo que diga. Daré la bienvenida a tu David, Emma.
Ella le devolvió el abrazo. Era el mejor de los hermanos.
—Solamente espero que nos preocupemos el uno del otro tanto como tú y Damien.
Él la apartó de él y le sonrió con afecto.
—Eso sería mucho pedir.
El «amigo» de su hermano de tantos años era muchísimo más que eso.
—Será cosa tuya el tener un heredero. Siento mucho pasarte esa carga, Emma.
Ella volvió a sentarse y tomó una rosa. Era perfecta, tenía los pétalos de un terciopelo color rojo sangre y estaba medio abierta, como si simbolizara la promesa de una gloria completa. Tenía que colocarla en el centro del ramo.
—Vosotros dos sois un ejemplo maravilloso de constancia. Lo mínimo que yo puedo hacer es proporcionar un heredero.
—¿Más té, señorita? —Ella se dio la vuelta con un sobresalto y vio al viejo mayordomo, Jenkins, que sacaba la cabeza por la puerta. La rosa se le cayó de la mano, y al recogerla se pinchó con ella.
—¡Ay! —exclamó. La rosa cayó al suelo. Se apretó los dedos hasta que la sangre manó y lamió las gotitas que se le formaron en ellos. Tenía sabor a cobre.
Su hermano se sacó un pañuelo del bolsillo.
—Toma esto. Vas a mancharte el vestido.
—Te mancharé el pañuelo. —Pero lo tomó y se envolvió los dedos con él. La sangre manchó el tejido formando la forma de una flor. Jenkins la miró con expresión de pedir disculpas.
—Jenkins, un té estará bien. Y el comandante Ware dijo que llegaría tarde. Tráele aquí en cuanto llegue.
—Ware —saludó Richard, dándole la mano al mayor—. Me alegro de verte.
Emma se puso en pie. La sonrisa que iba a salirle desde el corazón le falló: él estaba pálido, y tenía la frente cubierta de sudor. Era un hombre atractivo, y ése era un hecho del que ella no se había dado cuenta hasta que le había visto dos meses antes. ¿Cómo era posible que nunca se hubiera dado cuenta de lo inteligentes y claros que eran sus ojos azules? Llevaba el cabello, de un rubio arenoso, peinado hacia atrás desde una frente amplia y despejada. Tenía la nariz recta y un poco larga, pero ése era un signo de carácter, lo cual era algo bueno, porque la barbilla no indicaba precisamente lo mismo. Tenía un mentón con un hoyuelo encantador. No se había dado cuenta de la firmeza de su cuello, ni de la forma de sus anchos hombros, hasta que él no había regresado. Y por supuesto, tampoco hasta ese momento no había adivinado la musculatura de sus muslos, debajo del pantalón. Sus ropas eran de un estilo conservador, pero estaban bien cortadas. Todos los militares iban a Weston a comprar la ropa. No llevaba hombreras, ni lazos de cuello intrincados y demasiado altos. Emma apostaba a que ese hombre se anticipaba al mundo. No era un gandul, su David.
Pero ahora era evidente que estaba inquieto. Saludó a su hermano con un gesto de cabeza.
—Fairfield.
Realizó una ligera reverencia y le tomó la mano a Emma. Ella notó la mano de él húmeda mientras se llevaba la de ella hasta los labios. A pesar de ello, el contacto con él le provocó la misma conmoción de siempre: se sintió más viva, vibrante y plenamente consciente de su presencia.
—Señorita Fairfield.
Ella sonrió por dentro al pensar que él se sentía así de nervioso porque iba a pedirle la mano.
—Bueno, bueno, debo marcharme. No te esperaba. Lo siento… —Richard cerró la puerta al salir.
La actitud descarada de su hermano pareció poner todavía más nervioso al comandante Ware. Y… ¿era arrepentimiento lo que mostraban sus ojos? Qué… extraño.
—¿No quieres sentarte? —Ella hizo una señal hacia una silla tapizada con unas rayas de un alegre color verde que desafiaban el día gris.
En lugar de sentarse, él continuó dando vueltas por la habitación como un animal enjaulado sin decir nada, solamente aclarándose la garganta de vez en cuando. ¿Tan poco seguro estaba de cuál iba a ser su respuesta? Ella permaneció sentada con tranquilidad, esperando a que la calma de ella apagara el nerviosismo de él.
Él se dio la vuelta y se acercó a ella.
—Señorita Fairfield —empezó, al cabo de un momento.
Ella levantó la mirada y sonrió.
—Creo que hace el tiempo suficiente que nos conocemos como para que me llames Emma.
—Sí, bueno… —Él se pasó un dedo por la parte interna del pañuelo de cuello. En ese momento, pareció flaquear—. Emma. —Pronunció su nombre en un tono de derrota. ¿Era eso adecuado en alguien que estaba a punto de pedir su mano? Él rechazó la comodidad de ese asiento y optó por sentarse en una silla Chippendale que parecía demasiado frágil para su volumen—. Sé que existen ciertas… expectativas acerca de nuestra relación. —Se aclaró la garganta, obviamente poco seguro de cómo continuar.
—¿Te refieres a la apuesta en White?
—¡No me digas que han hecho apuestas en White! —Pareció sorprendido.
Ella asintió con la cabeza, sincera, con una expresión de burla.
—Richard dice que lo están haciendo.
Él apretó los labios.
—Me gustaría ser libre para poder satisfacer esas expectativas —murmuró casi en tono demasiado bajo para que ella le oyera—. Pero… me marcho mañana.
Emma se sintió como si acabaran de abofetearla.
—¿A dónde? —farfulló.
Él la miró con ojos doloridos.
—Supongo que a Casablanca para empezar. Después de eso, no lo sé.
—¿Cuánto tiempo vas a estar fuera? —consiguió preguntarle ella al cabo de un momento.
—Eso tampoco lo sé. —Él bajó la vista hasta las manos. Inhaló con fuerza como si tuviera que esforzarse por hablar—. No ha sido elección mía… —Hizo una pausa.
—Bueno, esperaré con ansia tu regreso —dijo ella, con cuidado, intentando captar la sinceridad de los sentimientos de él acerca del giro que habían dado las cosas. ¿Se sentía aliviado de escapar de esas expectativas? No parecía aliviado.
Él negó la cabeza en un gesto compulsivo.
—Todo va a estar cambiado para entonces. Una mujer como tú recibe propuestas de matrimonio cada semana.
—He conseguido resistirme a la tentación hasta este momento. —Ella no podía creer que le estuviera hablando con tanta claridad acerca de lo que sentía por él y sin saber si él correspondía a ese sentimiento.
—Podrían ser años… —Él se atragantó y se dio la vuelta.
¿Años? ¡¡Entonces, él sí estaba intentando apartarla!! ¿Es que él deseaba alejarse de ella? ¿Se había confundido y había creído que lo que él sentía era algo más que cierto cariño a causa de unos recuerdos infantiles? Tenía que saberlo.
—Por supuesto, una esposa te podría acompañar y ayudarte en tu misión.
Él dirigió la mirada hacia ella y sus ojos estaban tan llenos de nostalgia y de… pérdida, que ella sintió una punzada en el corazón. Él tragó saliva con dificultad. Entonces, adoptó una compostura inescrutable.
—África es demasiado peligrosa. Y si… lo peor… sucediera… una viuda sin haber sido una prometida… peor todavía, sola en una tierra extraña…
¿Él creía que iba a morir ahí? ¡Dios santo!
—Sería una proposición muy injusta en todos los sentidos —dijo él en tono agudo—. No, no existe ninguna obligación entre nosotros. Tú debes buscar tu propia felicidad. —Dio unos pasos inseguros hasta ella hasta que quedó delante de ella, alto, de pie. Despacio, se inclinó y la tomó de la mano con un gesto amable. Tenía las manos duras, las uñas bien cortadas. Olía a jabón y a agua de lavanda. Ella percibió con mayor claridad la musculatura de sus hombros. Casi no podía concentrarse a causa de la fuerte sensación que le provocaba el contacto con su piel.
—Siempre atesoraré los momentos que hemos pasado juntos.
¡Eso sonaba como un final!
—Yo esperaré tu regreso, y entonces… —Intentó decirlo en un tono alegre y decidido.
—No. —Él apretó los labios sobre los dedos de ella. El contacto le provocó un sentimiento de pérdida inminente—. Continúa con tu vida, Emma. No puedo prometerte nada.
Eso era todo, entonces…
Él se incorporó de repente y le soltó la mano. Él rostro de él empalideció.
—Tu servidor, señorita Fairfield.
Hizo un saludo cortés con la cabeza, dio media vuelta y cerró la puerta de la sala del desayuno al salir.
Emma se quedó mirando la puerta cerrada. Un montón de emociones se le mezclaban y chocaban en el pecho. Seguro… seguro que su expresión, si no sus palabras, mostraban que ella le importaba, que era solamente el deber lo que le alejaba… ¿Estaba equivocada acerca de eso?
La puerta se abrió y su hermano entró en la habitación.
—¿Emma? Me he tropezado con Ware. Parecía que acabara de presenciar la ejecución de un pariente próximo. ¿No le habrás rechazado, verdad, niña?
—No he tenido oportunidad —dijo ella, intentando que su voz sonara ligera.
—¿No te ha pedido que te cases con él? —Su hermano se mostró incrédulo.
—Parece que se marcha a África mañana. —Tomó una pieza de costura sin fijarse: le temblaban las manos—. Las expectativas de White no se verán satisfechas. —La voz se le quebró al pronunciar esta última frase. Se detestó a sí misma por esa falta de control.
—¡Oh, Emma! —Richard le puso una mano en el hombro—. Vaya momento para equivocarse con un pretendiente, justo cuando finalmente habías encontrado a uno que te gustaba. —Suspiró—. Habrá otros.
—Que me soportarán a causa de mi fortuna, sin duda —dijo ella con amargura—. Creí que Davie… bueno, que yo le gustaba tal y como yo era. Si no puedo conseguir eso, mejor que me quede soltera. No es un destino peor que la muerte. —Pero la soltería era humillante. También una boda con cualquiera que no fuera David le molestaba. ¿Qué tipo de misión diplomática tenía riesgo de muerte? Miró sus propias manos cosiendo en la pieza de costura como si pertenecieran a otra persona. Todo había cambiado.
En algún punto de su interior sintió que se formaba una tormenta, una tormenta que amenazaba con acabar con su cordura.