CONCLUSIÓN: QUÉ PERVIVE Y QUÉ HA MUERTO EN LA SOCIALDEMOCRACIA

Había muchas cosas que no comprendía, en ciertos aspectos

que ni siquiera me gustaban, pero inmediatamente me di

cuenta de que era algo por lo que merecía la pena luchar.

GEORGE ORWELL, Homenaje a Cataluña

En octubre de 2009 pronuncié una conferencia en Nueva York en la que abordé algunos de los temas tratados en este libro. La primera pregunta me la hizo un niño de doce años; creo que merece la pena recordarla aquí, pues se refiere a una inquietud con la que quiero concluir. El niño fue directo al asunto: Bien, pero si tienes una conversación cotidiana o incluso un debate sobre algunos de estos problemas y se menciona la palabra «socialismo», a veces es como si hubiera caído una losa sobre la conversación y no hay forma de retomarla como antes. ¿Qué recomendaría para restablecerla?

Como señalé en mi respuesta, la «losa» cae de distinta manera en Suecia. Incluso hoy, las alusiones al socialismo no producen un silencio embarazoso en Europa, como tampoco en América Latina ni en muchas otras partes del mundo. Ésta es una respuesta distintivamente estadounidense —y el niño, como estadounidense, tenía mucha razón al hacer esa pregunta—. Uno de los desafíos para cambiar la dirección del debate sobre las políticas públicas en Estados Unidos es vencer el recelo que tenemos inculcad ante cualquier cosa que suene a «socialismo» o a la que pueda colgarse ese sambenito.

Hay dos formas de afrontarlo. La primera es sencillamente no referirse al «socialismo». Podríamos reconocer hasta qué punto se han contaminado la palabra y la idea por su asociación con distintas dictaduras del siglo xx y excluirlo de la discusión. Esta solución tiene el mérito de la simplicidad, pero se presta a la acusación de hipocresía. Si una idea o una política hablan como socialismo y caminan como socialismo, ¿no deberíamos reconocer que eso es lo que es? ¿No podríamos recuperar la palabra del basurero de la historia?

Creo que no. «Socialismo» es una idea del siglo XIX con una historia del siglo xx. Eso no es un obstáculo insuperable: lo mismo podría decirse del liberalismo. Pero el bagaje histórico es real —la Unión Soviética y la mayoría de sus adláteres se definían como «socialistas» y ningún argumento («no era verdadero socialismo») puede soslayar ese hecho—. Por las mismas razones el marxismo está manchado de forma irreversible por su herencia, con independencia de lo útil que todavía hoy pueda resultar leer a Marx. Adjetivar de «socialista» cada propuesta radical es simplemente invitar a un debate estéril.

Pero hay una distinción significativa entre «socialismo» y «socialdemocracia». El socialismo buscaba el cambio transformador: el desplazamiento del capitalismo por un régimen basado en un sistema de producción y propiedad completamente distinto. Por el contrario, la socialdemocracia representaba un compromiso: implicaba la aceptación del capitalismo —y de la democracia parlamentaria— como marco en el que se atenderían los intereses de amplios sectores de la población que hasta entonces habían sido ignorados.

Estas diferencias son importantes. El socialismo —bajo sus numerosas guisas y avatares con guiones— ha fracasado. La socialdemocracia no sólo ha llegado al poder en muchos países, sino que su éxito ha superado los sueños más ambiciosos de sus fundadores. Lo que a mediados del siglo XIX era idealista y, cincuenta años después, un desafío radical, se ha convertido en la política cotidiana en muchos Estados liberales.

Así, cuando en vez de «socialismo» se introduce «socialmocracia» en una conversación en Europa occidental, Canadá o Nueva Zelanda, no cae ninguna losa.

Por el contrario, es probable que la discusión dé un giro muy práctico y técnico: ¿podemos permitirnos todavía planes de pensiones universales, seguro de desempleo, una educación superior que no sea prohibitiva, etcétera, o todos estos beneficios y servicios son demasiado caros? En ese caso, ¿cómo podríamos permitírnoslos? ¿Cuáles —si los hay— son indispensables?

La cuestión más amplia, planteada de forma implícita por los críticos más motivados ideológicamente, es si tales Estados del bienestar deberían continuar en su forma actual o si ya han dejado de ser útiles. ¿Es un sistema de protecciones y garantías «de la cuna a la tumba» más «útil» que una sociedad impulsada por el mercado, en la que el papel del Estado se mantiene al mínimo?

La respuesta depende de lo que pensemos que significa «útil»: ¿qué tipo de sociedad queremos y qué clase de acuerdos estamos dispuestos a tolerar para instaurarla? Como espero haber mostrado en este libro, es necesario replantear la cuestión de la «utilidad»; pero si nos limitamos a los aspectos de la eficiencia y la productividad económicas, ignorando las consideraciones éticas y toda referencia a unos objetivos sociales más amplios, seremos incapaces de hacerlo.

¿Tiene futuro la socialdemocracia? En las últimas décadas del siglo xx se convirtió en un lugar común sugerir que la razón por la que el consenso sodaldemócrata de la generación anterior había empezado a desmoronarse fue su incapacidad para desarrollar una visión —y mucho menos instituciones prácticas— que trascendieran al Estado nacional. Si el mundo se estaba haciendo más pequeño y los Estados más marginales para el funcionamiento diario de la economía internacional, ¿qué podía ofrecer la socialdemocracia?

Esta preocupación se agudizó en 1981, cuando el último presidente socialista de Francia fue elegido con la promesa de que ignoraría los acuerdos y regulaciones de ámbito europeo e inauguraría un futuro autónomo (socialista) para su país. Al cabo de dos años Francois Mitterrand había dado un giro a su política —de forma muy parecida a como haría el Partido Laborista británico unos años después— y aceptó lo que parecía inevitable: no puede haber unas políticas (ni tributación, redistribución o propiedad pública) nacionales de carácter socialdemócrata si chocan con los acuerdos internacionales.

Incluso en Escandinavia, donde las instituciones socialdemócratas estaban mucho más consolidadas culturalmente, la pertenencia a la Unión Europea —o incluso la participación en la Organización Internacional de comercio y otras instituciones internacionales— parecía imponer limitaciones sobre la legislación promovida localmente. En suma, daba la impresión de que la social democracia estaba condenada por esa misma internacionalización que sus primeros teóricos habían anunciado con tanto entusiasmo como el futuro del capitalismo.

Desde esta perspectiva, la socialdemocracia —como el liberalismo— fue un subproducto del auge del Estado-nación europeo: una idea política vinculada a los desafíos sociales de la industrialización en las sociedades desarrolladas. No sólo no hubo «socialismo» en América, sino que la socialdemocracia como compromiso entre objetivos radicales y tradiciones liberales careció de un apoyo amplio en los demás continentes. No escaseaba el entusiasmo por el socialismo revolucionaria en buena parle del mundo no occidental, pero ese compromiso distintivamente europeo se exportó poco.

Además de confinarse a un continente privilegiado, la socialdemocracia parecía ser producto de unas circunstancias históricas únicas. ¿Por qué habríamos de suponer que esas circunstancias se pueden repetir? Y si no es así, ¿por qué van a mantener las generaciones futuras los prudentes compromisos preventivos de décadas anteriores?

Pero cuando las circunstancias cambian, también deberían cambiar las opiniones. Pasará algún tiempo antes de que volvamos a saber algo de los ideólogos del dogma del mercado libre. El llamado G20 de países poderosos ha despertado resentimiento entre los Estados menos importantes que han sido excluidos de sus deliberaciones, y su tendencia a convertirse en el centro de toma de decisiones del futuro entraña riesgos considerables; pero la aparición de un grupo así confirma la vuelta del Estado al centro de la escena. Las noticias sobre su muerte fueron muy exageradas.

Si vamos a tener Estados, y si éstos van a influir significativamente en los asuntos humanos, la herencia social-demócrata conserva toda su vigencia. El pasado tiene algo que enseñamos. Edmund Burke, en su arbitraria crítica contemporánea de la Revolución Francesa, previno contra la propensión juvenil a ignorar el pasado en nombre del futuro. La sociedad, escribió, es «una comunidad no sólo de los vivos, sino que también forman parte de ella los muertos y los que aún no han nacido».

Esta observación se suele interpretar de forma conservadora. Pero Burke tenía razón. Todos los argumentos políticos deben empezar con una valoración de nuestra relación no sólo con los sueños de un futuro mejor, sino con los logros del pasado: los nuestros y los de quienes nos precedieron. Durante demasiado tiempo la izquierda ha sido insensible a esta necesidad: estábamos bajo el influjo de los románticos del siglo XIX y nos apresuramos a dejar atrás el viejo mundo y presentar una crítica radical de todo lo existente. Esta crítica quizá sea la condición necesaria para un cambio profundo, pero también nos puede extraviar peligrosamente.

En la realidad sólo podemos construir sobre lo que tenemos. Como sabían muy bien los mismos románticos, estamos arraigados en la historia. Pero en el siglo XIX la «historia» descansaba precariamente sobre los hombros de una generación impaciente por el cambio. Las instituciones del pasado eran un obstáculo. Hoy tenemos buenas razones para pensar de otra forma. Debernos a nuestros hijos un mundo mejor que el que heredamos; pero también debemos algo a quienes nos precedieron.

No obstante, la socialdemocracia no puede limitarse a preservar instituciones valiosas como defensa contra opciones peores. Tampoco tiene por qué hacerlo. Como mejor se puede expresar gran parte de lo que anda mal en el mundo es mediante el lenguaje del pensamiento político clásico: estamos intuitivamente familiarizados con los problemas de la injusticia, la falta de equidad, la desigualdad y la inmoralidad —sólo hemos olvidado cómo hablar sobre ellos—. La socialdemocracia articuló esas cuestiones en el pasado, hasta que también perdió el rumbo.

En Alemania, el Partido Socialdemócrata es acusado por sus críticos de abandonar sus ideales por metas provincianas y egoístas. En toda Europa se pide a los socialdemócratas que digan por qué abogan. Proteger y defender los intereses locales o de determinados sectores no basta. La tentación de calcular así, de concebir la socialdemocracia alemana (o la holandesa o la sueca) como algo para los alemanes (o los holandeses o los suecos) siempre existió: hoy parece que ha triunfado.

El silencio con el que las socialdemocracias de Europa occidental recibieron las atrocidades de los Balcanes —una región apartada que preferían ignorar— no ha sido olvidado por sus víctimas. Los socialdemócratas tienen que volver a aprender a pensar más allá de sus fronteras: hay algo profundamente incoherente en una política radical que descansa en aspiraciones de igualdad o justicia social y que es sorda a desafíos éticos más amplios y a los ideales humanitarios.

George Orwell observó una vez que «lo que atrae a las personas corrientes al socialismo y hace que estén dispuestas a arriesgar la vida por él es la "mística" del socialismo, la idea de la igualdad»[36]. Esto sigue siendo así. Es la creciente desigualdad en y entre las sociedades lo que genera lamas patologías sociales. Las sociedades con desigualdades grotescas también son inestables. Generan divisiones internas y, más pronto o más tarde, luchas intestinas, cuyo desenlace no suele ser democrático.

Me pareció particularmente tranquilizador saber, por mi interlocutor de doce años, que estos temas volvían a ser debatidos entre los escolares, incluso si la mención de "socialismo" pone un abrupto final a la discusión. Cuando empecé a enseñar en la universidad, en 1971, los estudiantes hablaban obsesivamente del socialismo, la revolución, la lucha de clases, etcétera —en general con referencia a lo que entonces se llamaba el "Tercer Mundo": más cerca de casa estas cuestiones parecían resueltas desde hacía mucho—. En el transcurso de las dos décadas siguientes, la conversación se fue retirando a preocupaciones más autorreferentes: el feminismo, los derechos de los gays y la política de la identidad. Entre los más sofisticados se despertó el interés por los derechos humanos y el resurgente lenguaje de la «sociedad civil». Durante un breve periodo, en torno a 1989, los jóvenes de las universidades occidentales se sintieron atraídos por los esfuerzos de liberación no sólo en Europa del Este y en China, sino también en América Latina y en Sudáfrica: acabar con la esclavitud, la coerción, la represión y la atrocidad era el gran tema del momento.

Y entonces llegaron los años noventa: la primera de dos décadas perdidas, durante las que las fantasías de prosperidad y progreso personal ilimitado desplazaron cualquier interés por la liberación política, la justicia social o la acción colectiva. En el mundo angloparlante, la egoísta amoralidad de Thatcher y Reagan —«¡Enrichissez-vous!», en palabras del estadista francés del siglo XIX Guizot— abrió el camino al discurso vacío de los políticos del baby boom. Con Clinton y Blair el mundo atlántico se estancó con afectación.

Hasta finales de los ochenta no era frecuente encontrar alumnos prometedores que expresaran algún interés por estudiar en una escuela de negocios. De hecho, las propias escuelas de negocios eran prácticamente desconocidas fuera de Estados Unidos. Hoy, la aspiración —y la institución— se han generalizado. Y, en las aulas, el entusiasmo de una generación anterior por la política radical ha sido sustituido por una vacua mistificación. En 1971 casi todo el mundo era, o pretendía ser, «marxista» de algún tipo. En el año 2000 pocos estudiantes tenían alguna idea de qué significaba esto y mucho menos de porqué había sido tan atrayente en el pasado.

Así que sería gratificante concluir con la idea de que estamos al comienzo de una nueva época y que hemos dejado atrás las décadas egoístas. Pero ¿verdaderamente eran tan egoístas mis estudiantes a partir de los años noventa? Después de escuchar por doquier que todo cambio radical pertenecía al pasado, miraron alrededor y no vieron ejemplos que seguir, discusiones en las que participar, metas que alcanzar. Si el propósito de lodos en la vida es tener éxito en los negocios, éste se convertirá en el objetivo normal de los jóvenes, excepto de los más independientes. Como sabemos por Tolstoi, «no hay condiciones de vida a las que un hombre no pueda acostumbrarse, especialmente si ve que a su alrededor todos las aceptan».

Espero que este libro pueda ofrecer alguna guía a aquellos —especialmente los jóvenes— que tratan de articular sus objeciones a nuestra forma de Vida: Pero eso no es suficiente. Como ciudadanos de una sociedad libre, tenemos el deber de mirar críticamente a nuestro mundo. Si pensamos que algo está mal, debemos actuar en congruencia con ese conocimiento. Como sentencia la famosa frase, hasta ahora los filósofos no han hecho más que interpretar el mundo de diversas formas; de lo que se trata es de transformarlo.