LA POLÍTICA DEL TEMOR

El supuesto choque entre libertad y seguridad […] resulta

ser una quimera. Pues no hay libertad si el Estado no la

asegura; y, al contrario, sólo un Estado controlado por

ciudadanos libres puede ofrecerles una seguridad razonable.

KARL POPPER

El argumento a favor de revivir el Estado no se apoya únicamente en sus aportaciones a la sociedad moderna como proyecto colectivo; existe una consideración más urgente. Hemos entrado en una era de temor. La inseguridad vuelve a ser un ingrediente activo de la vida política en las democracias occidentales. La inseguridad causada por el terrorismo, desde luego, pero también, de forma más insidiosa, el temor a la velocidad incontrolable del cambio, el temor al paro, el temor a perder terreno frente a otros en una distribución de recursos cada vez más desigual, el temor a perder el control de las circunstancias y rutinas de nuestra vida diaria. Y, quizá sobre todo, el temor de que no es sólo que nosotros no podemos dirigir nuestras vidas, sino que quienes ostentan el poder también han perdido el control, que ahora está en manos de fuerzas que se encuentran fuera de su alcance.

En Occidente hemos vivido un largo periodo de estabilidad, adormecidos en la ilusión de un progreso económico indefinido. Pero eso ya ha pasado Por el futuro previsible nos vamos a hallar en una situación de profunda inseguridad económica. Desde luego estamos menos convencidos de nuestros objetivos colectivos, nuestro bienestar medioambiental o nuestra seguridad personal que en cualquier otro momento desde la II Guerra Mundial No sabemos qué mundo van a heredar nuestros hijos, pero ya no podemos seguir engañándonos con la suposición de que se parecerá al nuestro.

La mejor razón para esperar que no vayamos a reciclar los errores de la década de 1930 es que ya los conocemos. Por deficiente que sea nuestra memoria del pasado, es improbable que vayamos a ignorar todas las lecciones que nos ha enseñado. Lo más probable es que cometamos errores propios sin precedentes —con consecuencias políticas perversas—. De hecho, seguramente ha sido la buena suerte, más que nuestro buen juicio, lo que nos ha librado de éstas hasta el momento. Pero haríamos mal en dormirnos en esos laureles.

En 2008, el 43 por ciento de los votantes estadounidenses apoyaron la elección de Sarah Palin como candidata a la vicepresidencia de Estados Unidos, a un paso del que todavía es el cargo político más poderoso del mundo. Como los demagogos holandeses que explotan el miedo local a los emigrantes musulmanes o los políticos franceses con la disolución de la «identidad» francesa, Palin y los de su jaez sólo pueden beneficiarse de la creciente confusión y ansiedad ante un cambio en apariencia ingobernable.

La familiaridad reduce la inseguridad, por eso nos sentimos más cómodos describiendo y combatiendo riesgos que pensamos que comprendemos: los terroristas, los inmigrantes, el paro o la delincuencia. Pero las verdaderas fuentes de inseguridad durante las décadas venideras serán las que la mayoría de nosotros no podemos definir: el cambio climático y sus efectos sociales y medioambientales, la decadencia imperial y sus «pequeñas guerras» concomitantes; la impotencia política colectiva ante convulsiones distantes, pero con un impacto destructivo local. Estas son amenazas que los políticos chovinistas estarán en mejores condiciones de explotar precisamente porque conducen muy fácilmente a la ira y la humillación.

Cuanto más expuesta esté la sociedad, más débil sea el Estado y más fe injustificada se ponga en el «mercado», mayor será la probabilidad de un retroceso político. En los antiguos países comunistas se ha educado a una generación en las virtudes del mercado libre y del Estado mínimo: no sólo como fines en sí mismos, sino como lo opuesto de todo lo que era censurable en el régimen anterior. Donde los corruptos regímenes socialistas han sido sucedidos por «cleptocapitalismo» en una transición de alarmante suavidad, sobrevivir a una época de inseguridad sin precedentes probablemente plantee un desafío difícil a las frágiles estructuras democráticas.

A los jóvenes de Europa del Este se les ha hecho creer que la libertad económica y el Estado intervencionista son mutuamente excluyentes, un dogma que comparten con el Partido Republicano en Estados Unidos.

Irónicamente, esto recuerda la visión de los propios comunistas: por tanto, una retirada al autoritarismo quizá seduzca en los países en los que esa tradición conserva un considerable apoyo subterráneo.

A los estadounidenses y a los europeos occidentales les gusta creer que existe una relación necesaria entre democracia, derechos, liberalismo y progreso económico. Pero para la mayoría de la gente, en general, la legitimidad y credibilidad de un sistema político descansa no sobre prácticas liberales o formas democráticas, sino sobre el orden y la predecibilidad. Un régimen estable autoritario es mucho más deseable para la mayoría de sus ciudadanos que un Estado fallido democrático. Incluso la justicia probablemente cuenta menos que la competencia administrativa y el orden público. Si podemos tener democracia, la tendremos. Pero, sobre todo, queremos seguridad. A medida que aumentan las amenazas globales, el orden ganará en atractivo.

Las implicaciones de todo esto, incluso para las democracias más estables, son significativas. En ausencia de instituciones fuertes en las que confíe la comunidad, o de servicios fiables proporcionados por un sector público con los fondos adecuados, hombres y mujeres tendrán que buscar sustitutos privados. Es probable que la religión —como fe, comunidad y doctrina— experimente cierta revitalización incluso en el secular Occidente. Los de fuera, como quiera que se definan, se considerarán amenazas, enemigos y desafíos. Como en el pasado, la promesa de estabilidad corre el riesgo de unirse con la comodidad de la protección. A no ser que la izquierda tenga algo mejor que ofrecer, no nos debería extrañar que los votantes respondieran a quienes les hagan esas promesas.

Hemos de recordar de qué formas la generación de nuestros abuelos afrontó desafíos y amenazas comparables. La socialdemocracia en Europa, el New Deal y la Gran Sociedad en Estados Unidos fueron respuestas explícitas. Pocas personas en Occidente pueden concebir una quiebra completa de las instituciones liberales, una desintegración completa del consenso democrático. Pero lo que sabemos de la II Guerra Mundial —o de la antigua Yugoslavia— ilustra la facilidad con la que cualquier sociedad puede caer en pesadillas hobbesianas de violencia y atrocidades sin medida. Si queremos construir un futuro mejor, debemos empezar por apreciar en toda su dimensión la facilidad con la que incluso las democracias liberales más sólidas pueden zozobrar. Por decirlo sin ambages, si la socialdemocracia tiene futuro será como una socialdemocracia del temor.

Por consiguiente, la primera tarea es recordarnos los logros del siglo xx, así como las consecuencias que probablemente tendría su imprudente desmantelamiento. Esto puede sonar menos excitante que planear grandes aventuras radicales para el futuro, y quizá lo sea. Pero como el teórico político británico John Dunn ha observado acertadamente, el pasado está mejor iluminado que el futuro: lo vemos más claramente.

La izquierda tiene algo que conservar. Y ¿por qué no? En un sentido, el radicalismo siempre ha consistido en conservar pasados valiosos. En octubre de 1647, durante los debates en Putney que tuvieron lugar en plena Guerra Civil inglesa, el coronel Thomas Rainsborough pronunció esta famosa advertencia a sus interlocutores: «El hombre más pobre que haya en Inglaterra tiene una vida que vivir, como el más poderoso […] cada hombre que ha de vivir bajo un gobierno, primero debe consentir en ponerse bajo ese gobierno». Rainsborough no estaba apuntando a algún futuro igualitario estaba invocando la creencia general de que a los ingleses se les habían arrebatado sus derechos y había que reclamarlos.

De forma parecida, la indignación de los radicales de comienzos del siglo XIX en Francia Gran Bretaña estaba provocada en gran medida por la creencia de que la vida económica tenía reglas morales que estaban siendo pisoteadas por el nuevo mundo del capitalismo industrial. Es ese sentido de pérdida —y los sentimientos revolucionarios que alimentaba— lo que inflamaba las energías políticas de los primeros socialistas. La izquierda siempre ha tenido algo que conservar.

Damos por sentados los derechos, las instituciones, la legislación y los servicios que hemos heredado de la gran era de reformas del siglo xx. Ha llegado el momento de recordarnos que todavía en 1929, habrían sido inconcebibles. Somos los afortunados beneficiarios de una transformación cuya magnitud e impacto no tienen precedentes. Hay mucho que defender.

Además, la socialdemocracia «defensiva» tiene una herencia muy respetable. En Francia, a comienzos del siglo xx, el socialista Jean Jaures instó a sus compañeros a apoyar a los pequeños comerciantes y artesanos que estaban siendo desplazados por el auge de los grandes almacenes y la producción en serie. En esto el socialismo no sólo estaba proyectándose hacia delante, hacia el futuro poscapitalista: también, sobre todo, representaba la protección de los desvalidos y los amenazados con la extinción económica.

No solemos asociar a la izquierda con la cautela. En el imaginario político de la cultura occidental, «izquierda» es sinónimo de radical, destructivo e innovador. Pero en realidad hay una estrecha relación entre las instituciones progresivas un espíritu de prudencia. La izquierda democrática con frecuencia ha estado motivada por un sentido de pérdida: unas veces de pasados idealizados; otras, de intereses morales despiadadamente atropellados en beneficio privado. Son los liberales doctrinarios del mercado quienes durante los dos últimos siglos han adoptado la visión optimista de que todo cambio económico es para mejor.

Es la derecha la que ha heredado el ambicioso impulso modernista de destruir e innovar en nombre de un proyecto universal. Desde la guerra en Irak hasta el deseo unilateral de desmantelar la educación pública y los servicios sociales y, desde hace décadas, el proyectode desregulación financiera, la derecha política —desde Thatcher y Reagan hasta Bush y Blair— ha abandonado la asociación de conservadurismo político con moderación social que tan bien sirvió de Disraeli a Heath, de Theodore Roosevelt a Nelson Rockefeller.

Si es cierto que, como Bernard Williams observó una vez, las mejores razones para la tolerancia son «los males manifiestos de la falta de tolerancia», entonces puede decirse lo mismo de la socialdemocracia y del Estado del bienestar. A los jóvenes les resulta difícil apreciar cómo eran las cosas antes. Pero si no podemos elevarnos por encima de una narración justificativa —si nos falta la voluntad de teorizar nuestros mejores instintos—, recordemos al menos el coste de abandonarlos, que está bien documentado.

Los socialdemócratas suelen ser modestos —una cualidad política cuyas virtudes se han sobrevalorado—. Tenemos que disculparnos un poco menos por los errores pasados y hablar con más firmeza de los logros. Que éstos siempre fueran incompletos no debería preocuparnos. Si no hemos aprendido otra cosa del siglo xx, al menos deberíamos haber comprendido que cuanto más perfecta es la respuesta, más espantosas son sus consecuencias.

Lo mejor a lo que podemos aspirar es a corregir gradualmente unas circunstancias insatisfactorias, y probablemente no deberíamos aspirar a más. Otros han pasado las tres últimas décadas disgregando y desestabilizando metódicamente: esto debería indignarnos mucho más de lo que estamos. También debería preocuparnos, aunque sólo fuera por prudencia: ¿por qué nos hemos apresurado tanto en derribar los diques que laboriosamente levantaron nuestros predecesores? ¿Tan seguros estamos de que no se avecinan inundaciones?

Abandonar los esfuerzos de un siglo es traicionar a aquellos que vivieron antes que nosotros y a las generaciones venideras. Sería agradable —pero engañoso— prometer que la socialdemocracia, o algo parecido, representa el futuro que nos gustaría como mundo ideal. Pero esto sería volver a narraciones desacreditadas. La socialdemocracia no representa un futuro ideal; ni siquiera representa un pasado ideal. Pero es la mejor de las opciones que tenemos hoy.