LA GLOBALIZACIÓN
Está en la naturaleza de las cosas que un Estado
que subsiste gracias a la renta que le aportan otros países
estará infinitamente más expuesto a toda clase
de accidentes que uno que la produce por sí mismo.
THOMAS MALTHUS
Incluso las economías tienen historia. La última gran era de internacionalización —«globalización» avant le mot— transcurrió durante las décadas imperiales que precedieron a la I Guerra Mundial. De forma muy parecida a como ocurre hoy, en aquella época se suponía que «nosotros». Gran Bretaña, Europa occidental y Estados Unidos nos hallábamos en el umbral de una era de crecimiento y estabilidad sin precedentes. Una guerra internacional parecía literalmente impensable. No sólo las grandes potencias estaban interesadas en el mantenimiento de la paz, sino que la guerra, después de décadas de industrialización y grandes avances en tecnología bélica, sería atrozmente destructiva e intolerablemente cara. Ningún Estado o político racional podría desearla.
Además, para 1914 —gracias a las nuevas formas de comunicación, transporte e intercambio— los pequeños altercados nacionales y las disputas fronterizas de los imperios y las naciones aspirantes parecían absurdos y anacrónicos. Desmembrar el Imperio austrohúngaró, por ejemplo, contradecía la lógica económica: con su vital zona industrial en Bohemia, su capital en Viena y su mano de obra compuesta de inmigrantes procedentes de toda Europa central y sureste, el imperio era una prueba viviente de la internacionalización de la vida económica moderna. Desde luego, nadie deseaba empobrecer a todos los integrantes de una unidad natural como aquélla simplemente en nombre del dogma nacionalista. Los mercados internacionales habían desplazado al Estado nación como las unidades primarias de la actividad humana.
Quien busque una explicación de la tremenda confianza en sí mismos de los hombres de la Europa anterior a 1914 sólo tiene que leer la obra de Keynes Las consecuencias económicas de la paz: un resumen de las ilusiones de un mundo al borde de la catástrofe, escrito en la víspera de una guerra que pondría fin a todas aquellas fantasías conciliadoras para los cincuenta años siguientes. Como nos recuerda Keynes: «… la internacionalización [de la vida social y económica] era casi completa en la práctica».[29]
Por invocar un término que todavía no se empleaba, el mundo parecía plano.
Este precedente debería hacernos más cautelosos. La primera era de globalización llegó a un final estremecedor. Debido a la Gran Guerra y sus secuelas, el crecimiento económico en Europa no recuperó los niveles de 1913 hasta bien entrados los años cincuenta. La lógica de la economía, en apariencia imparable, se vio superada por la aparición de nuevos Estados nación antagónicos y políticamente inestables. Los grandes imperios —el ruso, el austríaco, el alemán y, por último, el británico— se derrumbaron. Sólo Estados Unidos tenía algo que ganar de este cataclismo internacional, y ni siquiera él se benefició de su nueva hegemonía hasta casi treinta años después de la guerra que la produjo.
El optimismo eduardiano dio paso a una constante sensación de inseguridad. La brecha entre las ilusiones de la edad de oro y la realidad de las cuatro décadas siguientes se llenó de atrincheramiento económico, demagogia política y conflictos internacionales ininterrumpidos. Para 1945 había «un ansia universal de seguridad». (Keynes), que fue satisfecha con la provisión de servicios públicos y redes de seguridad social incorporadas en los sistemas de gobierno de la posguerra, desde Washington hasta Praga. El propio término «seguridad social» —adaptado por Keynes de su nuevo uso estadounidense— se convirtió en una abreviatura universal de las instituciones profilácticas diseñadas para evitar una vuelta a la catástrofe de entreguerras.
Hoy es como si el siglo xx no hubiera ocurrido nunca. Nos hemos visto arrastrados a una nueva gran narración del «capitalismo global integrado», el crecimiento económico y los incrementos indefinidos de la productividad. Como las anteriores narraciones de una mejora ininterrumpida, la historia de la globalización combina un mantra valorativo «el crecimiento es bueno» con la presunción de que es inevitable: la globalización es un proceso irreversible y natural, más que una decisión humana. La ineludible dinámica de la competencia y la integración global económica se ha convertido en la ilusión de la época. Como lo expresó Margaret Thatcher en una ocasión «No hay alternativa».
Deberíamos desconfiar de todo esto. La «globalización» es una actualización de la fe modernista en la tecnología y la gestión racional que marcó los entusiasmos de las décadas de la posguerra. Al igual que entonces, implícitamente excluye la política como escenario de las decisiones: los sistemas de relaciones económicas los establece la naturaleza, como afirmaban los fisiócratas del siglo XVIII. Una vez que se identifican y entienden correctamente, no tenemos más que vivir de acuerdo con sus leyes.
No obstante, no es cierto que una economía cada vez más globalizada tienda a la nivelación de la riqueza, como pretenden los admiradores más liberales de la globalización. Si bien es cierto que las disparidades de riqueza y pobreza se hacen menos marcadas entre países, dentro de ellos aumentan. Es más, la expansión económica sostenida en sí misma no garantiza ni igualdad ni prosperidad; ni siquiera es una fuente fiable de desarrollo económico.
Después de décadas de rápido crecimiento, el PIB per cápita de la India en 2006 (728 dólares) sólo estaba un poco por encima que el de África subsahariana, mientras que, de acuerdo con el índice de desarrollo humano de la ONU —un cálculo agregado de indicadores sociales y económicos—, se hallaba setenta posiciones más abajo que Cuba o México, por no mencionar las economías desarrolladas.
En cuanto a la modernización, a pesar de su entusiasta y publicitada participación en la economía globalizada de la industria y los servicios de alta tecnología, sólo 13 delos 400 millones de trabajadores de la India tenían empleos en la «nueva economía». Por decirlo suavemente, las ventajas de la globalización tardan muchísimo tiempo en empezar a calar en la sociedad.[30]
Además, no tenemos ninguna razón para suponer que la globalización económica se traduce sin más en libertad política. La apertura de China y otras economías asiáticas no ha hecho más que transferir la producción industrial de las zonas de salarios altos a las de salarios bajos. China (como muchos otros países en desarrollo) no sólo es un país de salarios bajos: también, y sobre todo, es un país de «derechos bajos». Y es la falta de derechos lo que mantiene los salarios bajos y seguirá haciéndolo durante algún tiempo, al tiempo que rebaja los derechos de los trabajadores de los países con los que China compite. El capitalismo chino, lejos de liberalizar las condiciones de las masas, contribuye aún más a su represión.
En cuanto a la ilusión de que la globalización pondrá coto a los gobiernos y facilitará la aparición de Estados corporatistas de mercado, en los que las poderosas corporaciones internacionales dominarán la elaboración de la política económica internacional, la crisis de 2008 reveló que no era más que un espejismo. Cuando los bancos se hunden, el desempleo aumenta dramáticamente y hacen falta medidas correctivas a gran escala, «no hay Estado corporativista de mercado». Sólo existe el Estado como lo conocemos desde el siglo XVIII. Es todo lo que tenemos.
Después de décadas de eclipse relativo, los Estados nación están en condiciones de reafirmar su papel dominante en los asuntos internacionales. Las poblaciones que experimenten una creciente inseguridad económica y física se refugiarán en los símbolos políticos, los recursos legales y las barreras físicas que sólo un Estado territorial puede garantizar. Esto ya está ocurriendo en muchos países: no hay más que ver la atracción cada vez mayor del proteccionismo en la política estadounidense y de los partidos «antiinmigrantes» en toda Europa occidental; la petición en todas partes de que se establezcan «muros», «barreras» y «pruebas».
Los flujos de capital internacional siguen eludiendo las regulaciones políticas internas. Sin embargo, los salarios, jornadas laborales, pensiones y todo lo que importa a la población trabajadora sigue negociándose —y disputándose— localmente. Con las tensiones derivadas de la globalización y las crisis que la acompañan, el Estado tendrá que intervenir cada vez más para resolver conflictos. Al ser la única institución que se encuentra entre los individuos y los actores no estatales, como los bancos y las corporaciones internacionales, la única instancia reguladora que ocupa el espacio entre los órganos transnacionales y los intereses locales, es probable que el Estado territorial acreciente su importancia política. Es revelador que, en Alemania, los demócrata-cristianos de Angela Merkel hayan abandonado calladamente su breve entusiasmo por el mercado en favor de una identificación popular con el Estado social de mercado como garantía contra los excesos de las finanzas globalizadas.
Esto puede parecer contraintuitivo. ¿Acaso no radica la promesa de la globalización —y, más en general, de la internacionalización de las leyes y regulaciones en el medio siglo pasado— en la perspectiva de trascender el Estado convencional? Se supone que estamos avanzando hacia una era de cooperación transestatal en la que los conflictos inherentes a las unidades políticas definidas territorialmente pasarán a la historia.
Pero igual que las instituciones intermedias de la sociedad —los partidos políticos, los sindicatos, las constituciones y las leyes— opusieron obstáculos al poder de reyes y tiranos, quizá sea ahora el Estado la principal «institución intermedia»: entre ciudadanos inseguros e indefensos, por un lado, e indiferentes órganos internacionales y corporaciones que no responden ante nadie, por otro. Y el Estado —o, al menos, el Estado democrático— conserva una legitimidad única a ojos de sus ciudadanos. Es el único que responde ante ellos, y ellos ante él.
Nada de todo esto importaría mucho si las contradicciones de la globalización fueran pasajeras: si estuviéramos viviendo en un momento de transición entre el ocaso del Estado-nación y el amanecer del gobierno global. Pero ¿estamos tan seguros de que la globalización va a ser permanente? ¿De que la internacionalización económica conlleva el eclipse de la política nacional? No sería la primera vez que cometemos este error. Ya deberíamos saber que la política sigue siendo nacional, incluso si la economía no lo es: la historia del siglo xx ofrece abundantes pruebas de que, aun en las democracias saludables, las decisiones políticas equivocadas suelen desbaratar los cálculos económicos «racionales».