COMUNIDAD, CONFIANZA Y FINES COMUNES
Sentir mucho por los demás y poco por nosotros mismos;
reprimir nuestro egoísmo y practicar nuestras
inclinacionesbenevolentes; esto constituye
la perfección de la naturaleza humana,
ADAM SMITH
Toda empresa colectiva requiere confianza. Desde los juegos infantiles hasta las instituciones sociales complejas, los seres humanos no podemos trabajar juntos si no dejamos de lado nuestros recelos mutuos. Una persona agarra la cuerda, otra salta. Una persona sujeta la escalera, otra sube. ¿Por qué? En parte porque esperamos reciprocidad, pero en parte claramente también por una tendencia natural a trabajar en colaboración en beneficio de todos.
La tributación es un revelador ejemplo de esto. Cuando pagamos impuestos, damos muchas cosas por supuestas sobre nuestros conciudadanos. En primer lugar, suponemos que ellos también van a pagar sus impuestos; de lo contrario, pensaríamos que la nuestra es una carga injusta y acabaríamos dejando de pagar. Segundo, confiamos en que aquellos a los que hemos dado un poder temporal sobre nosotros recauden el dinero y lo gasten de forma responsable. Después de todo, para cuando descubramos que lo han estafado o malgastado, habremos perdido mucho dinero.
En tercer lugar, la mayoría de los impuestos se destina a pagar deuda s pasadas o futuros gastos. Por consiguiente, hay una relación implícita de confianza y reciprocidad entre los pasados contribuyentes y los beneficiarios actuales, los contribuyentes actuales y los pasados y futuros receptores —y, por supuesto, los futuros contribuyentes, que cubrirán nuestros desembolsos actuales—. Así, estamos condenados a confiar no sólo en personas que no conocemos hoy, sino en personas que nunca pudimos conocer y que nunca conoceremos, con las que mantenemos un a compleja relación de interés mutuo.
Lo mismo se puede decir del gasto público. Si aumentamos los impuestos o emitimos un bono para costear un colegio en nuestro distrito, es muy posible que los principales beneficiarios sean otras personas (y sus hijos). Esto también es aplicable a la inversión pública en sistemas de tren ligero, proyectos de investigación y educativos a largo plazo, la ciencia médica, las aportaciones a la seguridad social y otros gastos colectivos, para cuyos beneficios quizá haya que esperar unos años. Así que, ¿por qué nos molestamos en aportar el dinero? Como otros lo aportaron para nosotros en el pasado, normalmente sin pararse mucho a pensarlo, nos consideramos parte de una comunidad cívica que trasciende las generaciones.
Pero ¿quiénes somos «nosotros»? ¿En quién depositamos nuestra confianza exactamente? El filósofo conservador inglés Michael Oakeshott pensaba que la política se basa en la definición de una comunidad de confianza: «La política es la actividad de atender a los acuerdos generales de una colectividad de personas que, por su reconocimiento común de una forma de atender sus acuerdos, constituye una comunidad individual»[10]. Pero esta definición es circular; ¿qué colectividad concreta de personas reconoce una forma común de «atender sus acuerdos»? ¿El mundo entero? Claramente, no. ¿Sería de esperar que un residente en Omaha, Nebraska, estuviera dispuesto a pagar impuestos para la construcción de puentes y autopistas en Rúala Lumpur sobre el supuesto implícito de que su equivalente malayo haría lo mismo por él? No.
Por lo tanto, ¿qué es lo que define el ámbito viable de una comunidad de confianza? El cosmopolitismo desarraigado está muy bien para los intelectuales, pero la mayoría de las personas viven en un lugar definido: definido por el espacio, definido por el tiempo, por la lengua, quizá por la religión, quizá —aunque sea lamentable— por el color de la piel, etcétera. Tales lugares son fungibles. La mayoría de los europeos no se habrían definido como «habitantes de Europa» hasta muy recientemente: habrían dicho que vivían en Lodz (Polonia) o Liguria (Italia) o quizá incluso en Putney (un suburbio de Londres).
El sentido de ser «europeo» como forma de identificación es un hábito reciente. En consecuencia, donde la idea de la cooperación transnacional o de la ayuda mutua podría haber despertado intensos recelos locales, hoy pasa desapercibida en buena medida. Actualmente, los estibadores holandeses subvencionan a los pescadores portugueses y a los agricultores polacos sin demasiadas quejas; sin duda, en parte porque los estibadores en cuestión no entran en demasiado detalle sobre el uso que los políticos están dando a sus impuestos. Pero esto también es una señal de confianza.
Muchos datos indican que las personas confían más en otras personas si tienen mucho en común con ellas: no sólo la religión y la lengua, sino también la renta.
Cuanto más igualitaria es una sociedad, más confianza reina en ella. Y no sólo es una cuestión de renta: donde las personas tienen vidas y perspectivas parecidas es probable que también compartan lo que se podría denominar una «visión moral». Esto facilita mucho la aplicación de medidas radicales en la política pública. En las sociedades complejas o divididas lo más probable es que una minoría —o incluso una mayoría— sea obligada a ceder, con frecuencia en contra de su voluntad. Esto hace que la elaboración de la política colectiva sea conflictiva y favorece un enfoque minimalista de las reformas sociales: mejor no hacer nada que dividir a la gente sobre una cuestión controvertida.
La falta de confianza es claramente incompatible con el buen funcionamiento de una sociedad. La gran Jane Jacobs observó lo mismo respecto a un asunto tan práctico como la vida urbana, y la limpieza y el civismo en la calle. Si no confiamos unos en otros, nuestras ciudades tendrán un aspecto horrible y serán lugares desagradables para vivir. Además, señaló, la confianza no se puede institucionalizar. Una vez que se desgasta es prácticamente imposible restablecerla. Y ha de ser alimentada por la comunidad —la colectividad—, pues ninguna persona puede imponer a los demás, ni siquiera con las mejores intenciones, una confianza recíproca.
Las sociedades en las que la confianza está extendida suelen ser más compactas y relativamente homogéneas. Los Estados del bienestar más desarrollados y prósperos de Europa son Finlandia, Suecia, Noruega, Dinamarca, Países Bajos y Austria, con el interesante caso atípico de Alemania (antes Alemania Occidental). La mayoría de estos países tienen poblaciones muy pequeñas: de los países escandinavos, sólo Suecia alcanza los 6 millones de habitantes, y todos juntos suman menos habitantes que Tokio. Incluso Austria, con 82 millones, y los Países Bajos, con 16.7, son insignificantes comparados con el resto del mundo: sólo Bombay tiene más habitantes que los Países Bajos y toda la población de Austria cabría en la ciudad de México dos veces.
Pero no es sólo una cuestión de tamaño. Como Nueva Zelanda, otro país pequeño (con una población de 4.2 millones, aún menos que Noruega) que ha logrado mantener un nivel alto de confianza mutua, los prósperos Estados del bienestar del norte de Europa eran considerablemente homogéneos. Hasta hace muy poco tiempo sólo habría sido una pequeña exageración decir que la mayoría de los noruegos que no eran granjeros o pescadores eran niños. El 94 por ciento de la población es de origen noruego y el 86 por ciento pertenece a la Iglesia noruega. En Austria, el 92 por ciento de la población se atribuye un origen «austríaco» (la cifra estaba más próxima al cien por cien hasta la llegada de refugiados yugoslavos durante la década de 1990) y el 83 por ciento de los que declararon una religión en 2001 eran católicos.
Algo parecido puede decirse de Finlandia, donde el 96 por ciento de los que declaran una religión son oficialmente luteranos (y casi todos finlandeses, salvo una pequeña minoría sueca); de Dinamarca, donde el 95 por ciento de la población se califica de luterana, e incluso de los Países Bajos claramente divididos entre el norte mayoritariamente protestante y el sur católico, pero donde, a excepción de una exigua minoría poscolonial de Indonesia, Turquía, Surinam y Marruecos, casi todos se definen como «holandeses».
Comparémoslos con Estados Unidos: pronto no habrá ningún grupo étnico mayoritario y la reducida mayoría protestante entre quienes declaran una religión se ve contrarrestada por una importante minoría católica (25 por ciento), por no mencionar las significativas comunidades judía y musulmana. Canadá podría hallarse en un cruce de situaciones: un país de tamaño medio (33 millones de habitantes) sin una religión predominante y con un 66 por ciento de la población que se declara de origen europeo, pero donde la confianza y sus instituciones sociales concomitantes parecen estar empezando a descomponerse.
Desde luego, el tamaño y la homogeneidad no son transferibles. La India o Estados Unidos no pueden convertirse en Austria o Noruega, y en su forma más pura los Estados socialdemócratas del bienestar europeos simplemente no son exportables: tienen un atractivo muy parecido al de Volvo —y algunas de sus limitaciones— y quizá sea difícil venderlos en países y culturas donde las costosas virtudes de la solidez y la resistencia importan menos. Además, sabemos que incluso las ciudades funcionan mejor si son razonablemente homogéneas y abarcables: no resultó difícil establecer el socialismo municipal en Viena o en Amsterdam, pero costaría mucho más trabajo hacerlo en Napóles o El Cairo, por no mencionar Calcuta o Sao Paulo.
Por último, hay indicios claros de que si el tamaño y la homogeneidad son importantes para generar confianza y cooperación, la heterogeneidad cultural o económica puede tener el efecto opuesto. El incremento continuado del número de inmigrantes, particularmente de inmigrantes del «Tercer Mundo», guarda una estrecha correlación en los Países Bajos y en Dinamarca, y desde luego en el Reino Unido, con un marcado declive de la cohesión social. Por decirlo sin ambages: a los holandeses e ingleses no les entusiasma compartir sus Estados del bienestar con sus antiguos súbditos coloniales de Indonesia, Surinam, Pakistán o Uganda; entretanto, a los daneses, como a los austríacos, les agravia «mantener» a los refugiados musulmanes que han llegado a su país en gran número en los últimos años.
Puede que haya algo inherentemente egoísta en los Estados de servicios sociales de mediados del siglo xx, tras disfrutar de unas décadas de homogeneidad étnica y una población poco numerosa y educada, en la que casi todo el mundo podía reconocerse en los demás. La mayoría de estos países —Estados-nación autónomos, expuestos a pocas amenazas externas— tuvieron la fortuna de agruparse bajo el paraguas de la OTAN después de 1945, por lo que pudieron dedicar sus presupuestos a las mejoras internas, sin preocuparse de las inmigraciones masivas del resto de Europa, y mucho menos de otros continentes. Al cambiar esta situación, parece que la confianza ha desaparecido.
No obstante, es cierto que la confianza y la cooperación fueron las cruciales piedras angulares del Estado moderno, y cuanto mayor era la confianza más próspero era el Estado. William Beveridge podía dar por sentado en la Inglaterra de su tiempo un alto grado de armonía moral y compromiso cívico. Como tantos liberales nacidos a finales del siglo XIX, simplemente partía de la base de que la cohesión social no sólo era un objetivo deseable, sino también una suerte de condición previa. La solidaridad —con los conciudadanos y con el propio Estado— antecede a las instituciones del bienestar que le dieron forma pública.
Incluso en Estados Unidos el concepto de confianza y la deseabilidad de la empatia fueron centrales en el debate de las políticas públicas a partir de la década de 1930. Cabría sostener que el sombroso logro de transformarse de una economía semicomatosa en los años de paz a la mayor máquina de guerra del mundo no habría sido posible sin la insistencia de Roosevelt en atender los intereses, objetivos y necesidades comunes de todos los estadounidenses. Si la II Guerra Mundial fue una «guerra buena» no fue sólo por el carácter inequívocamente atroz de los enemigos. También lo fue porque los estadounidenses se sentían a gusto con su país y con sus compatriotas.