LA VENGANZA DE LOS AUSTRÍACOS

Hemos de afrontar el hecho de que, el mantenimiento de la

libertad individual es incompatible con la plena satisfacción

de nuestra visión de la justicia distributiva.

FRIEDRICH HAYEK

El conservadurismo —por no mencionar la derecha ideológica— era una preferencia minoritaria en las décadas que siguieron a la II Guerra Mundial. La antigua derecha se había desacreditado en dos ocasiones. En el mundo angloparlante, los conservadores habían sido incapaces de prever, comprender o corregir la magnitud de los daños que provocó la Gran Depresión. Cuando estalló la guerra, sólo el núcleo del antiguo Partido Conservador inglés y los inflexibles republicanos Know Nothing seguían oponiéndose a los administradores semikeynesianos en Londres y al New Deal en Washington para responder de forma imaginativa a la crisis.

En la Europa continental las élites conservadoras pagaron el precio de su connivencia (y peor) con las potencias ocupantes. Tras la derrota del Eje desaparecieron del poder y de los cargos políticos. En la Europa del Este, los antiguos partidos de centro y de derecha fueron brutalmente destruidos por sus sucesores comunistas, pero tampoco en Europa occidental había espacio para los reaccionarios tradicionales. Una nueva generación de moderados ocupó su lugar.

Al conservadurismo intelectual le fue algo mejor. Por cada Michael Oakeshott, aislado en su riguroso desprecio del moderno bienpensant, había cien intelectuales progresistas que propugnaban un consenso. Nadie prestaba mucha atención a los partidarios del mercado libre o del «Estado mínimo», y aunque la mayoría de los antiguos liberales seguían desconfiando instintivamente de la ingeniería social, dieron su apoyo, aunque sólo fuera por prudencia, a un nivel muy alto de activismo gubernamental. De hecho, en los años que siguieron a 1945 el centro de gravedad de la discusión política no se hallaba entre la izquierda y la derecha, sino más bien dentro de la izquierda: entre los comunistas y sus simpatizantes y el consenso liberal-socialdemócrata mayoritario.

Lo más próximo a un conservadurismo teórico serio en aquellos años de consenso fue obra de hombres como Raymond Aron en Francia, Isaiah Berlín en el Reino Unido y —aunque en una clave bastante diferente— Sidney Hook en Estados Unidos. A los tres les habría desagradado la etiqueta de «conservador»: eran liberales clásicos, anticomunistas por razones éticas, además de políticas, y estaban imbuidos del recelo decimonónico ante un Estado excesivamente poderoso. Cada uno a su manera, eran realistas: aceptaban la necesidad de las provisiones del bienestar y la intervención social, por no mencionar la tributación progresiva y la consecución colectiva de bienes públicos. Pero por instinto y experiencia se oponían a todas las formas de poder autoritario.

A Aron se le conoció en aquellos años especialmente por su firme hostilidad a los ideólogos marxistas dogmáticos y su lúcido apoyo a Estados Unidos, cuyas deficiencias nunca negó. Berlín se hizo famoso por su conferencia de 1958 sobre «Dos conceptos de libertad», en la que distinguió entre libertad positiva —la consecución de derechos que sólo un Estado puede garantizar— y libertad negativa: el derecho de cada uno a hacer lo que le parezca sin intromisiones. Aunque él siempre se vio como un liberal tradicional, favorable a todas las aspiraciones reformistas de la tradición liberal británica con la que se identificaba, Berlín se convirtió en una referencia fundadora para una generación posterior de neoliberales.

A Hook, como a tantos estadounidenses de su tiempo, le preocupaba la lucha anticomunista. Así, su liberalismo desembocó en la práctica en una defensa de las libertades tradicionales de una sociedad abierta. De acuerdo con los criterios imperantes en Estados Unidos, los hombres como Hook eran socialdemócratas en todo menos en el nombre: tenían en común con otros «liberales» estadounidenses como Daniel Bell una afinidad electiva por las ideas y las prácticas políticas europeas. Pero la intensidad de su antipatía por el comunismo tendía entre él y los conservadores más convencionales un puente que en el futuro ambas partes cruzarían cada vez con más facilidad.

La labor de la derecha renaciente se vio facilitada no sólo por el paso del tiempo —a medida que la gente iba olvidando los traumas de las décadas de 1930 y 1940, y estaba más abierta a las voces conservadoras tradicionales—, sino también por sus oponentes. El narcisismo de los movimientos estudiantiles, los ideólogos de la nueva izquierda y la cultura popular de la generación de los sesenta invitaban a una reacción conservadora. Nosotros —podía afirmar ahora la derecha— defendemos los «valores», la «nación», el «respeto», la «autoridad» y el patrimonio y la civilización de un país o continente, o incluso de «Occidente», que «ellos» (la izquierda, los estudiantes, los jóvenes, las minorías radicales) ni comprenden ni sienten.

Llevamos viviendo tanto tiempo con esta retórica que parece evidente que la derecha recurriría a ella. Pero hasta mediados de los sesenta más o menos habría sido absurdo pretender que la «izquierda» era insensible a la nación o a la cultura tradicional, y mucho menos a la «autoridad». Por el contrario, la vieja izquierda era incorregiblemente anticuada en esas cuestiones. Los valores culturales de un Keynes o un Reith, un Malraux o un De Gaulle eran compartidos acríticamente por muchos de sus oponentes de izquierda: excepto durante un breve periodo después de la Revolución Rusa, la izquierda política mayoritaria era tan convencional en la estética como en casi todo lo demás. Si la derecha se hubiera visto obligada a enfrentarse exclusivamente a los socialdemócratas y a los liberales de viejo cuño, nunca habría logrado el monopolio del conservadurismo cultural y los «valores».

Donde los conservadores podían señalar un contraste entre ellos y la vieja izquierda era precisamente en la cuestión del Estado y sus usos. Pero incluso en esto, hasta mediados de los años setenta no apareció una nueva generación de conservadores que se atreviera a poner en tela de juicio el «estatismo» de sus predecesores y ofreciera recetas radicales para salir de lo que describía como la «esclerosis» de unos gobiernos excesivamente ambiciosos y su efecto asfixiante sobre la iniciativa privada.

Margaret Thatcher, Ronald Reagan y —mucho más tímidamente— Valéry Giscard d’Estaing en Francia fueron los primeros políticos de grandes partidos situados a la derecha del centro que se aventuraron a romper el consenso de la posguerra. Es cierto que en las elecciones presidenciales de 1964 Barry Goldwater había hecho una temprana incursión en ese sentido: con desastrosas consecuencias. Seis años después, Edward Heath —el futuro primer ministro conservador— experimentó con propuestas para favorecer mercados más libres y un Estado menos intervencionista, pero fue castigado violenta e injustamente por su aplicación «anacrónica» de ideas económicas periclitadas y se vio obligado a dar marcha atrás apresuradamente.

Como sugiere el tropiezo de Heath, aunque a muchas personas les irritaba el poder excesivo de los sindicatos la indiferencia burocrática, no estaban dispuestas a considerar una retirada en toda la regla. El consenso socialdemócrata y sus encarnaciones institucionales podían ser tediosos e incluso paternalistas, pero funcionaban, y la gente lo sabía. Mientras la mayoría creyó que la «revolución keynesiana» había llevado a cabo cambios irreversibles, los conservadores se hallaban en un callejón sin salida. Podían ganar batallas culturales sobre los «valores» y la «moral», pero si no eran capaces de llevar el debate de las políticas públicas por otros derroteros muy diferentes, estaban condenados a perder la guerra económica y política.

Por tanto, la victoria del conservadurismo y la profunda transformación que llevó a cabo durante las tres décadas siguientes estaban lejos de ser inevitables: fue necesaria una revolución intelectual. En el transcurso de poco más de una década, el «paradigma» dominante de la conversación pública pasó del entusiasmo intervencionista y la consecución de bienes públicos a una visión del mundo que encuentra su mejor expresión en el notorio lema de Margaret Thatcher: «La sociedad no existe, sólo hay individuos y familias». En Estados Unidos, casi exactamente por las mismas fechas, Ronald Reagan alcanzó una popularidad duradera cuando afirmó que «estaba amaneciendo en América». El gobierno ya no era la solución, sino el problema.

Si el gobierno es el problema y la sociedad no existe, el papel del Estado vuelve a quedar reducido al de facilitador. La labor del político consiste en averiguar qué es lo mejor para el individuo y después ofrecerle las condiciones para que trate de conseguirlo con una interferencia mínima. El contraste con el consenso keynesiano no puede ser mayor: de hecho, el propio Keynes pensaba que el capitalismo no sobreviviría si se limitaba a proporcionar a los ricos los medios para hacerse más ricos.

Fue precisamente esta concepción tan miope del funcionamiento de una economía de mercado lo que, en su opinión, condujo al abismo. Entonces, ¿por qué en nuestro tiempo caímos de nuevo en una confusión semejante, reduciendo la conversación pública a un debate planteado en términos estrechamente económicos? Para que el consenso keynesiano se abandonara con tanta facilidad y aparente unanimidad, los contraargumentos debieron de ser muy poderosos. Lo eran, y no se presentaron por sí solos.

Nosotros somos los involuntarios herederos de un debate con el que la mayoría de la gente no está familiarizada. Cuando se nos pregunta qué hay tras el nuevo(viejo) pensamiento económico, podemos responder que fue ideado por economistas angloestadounidenses que en su mayoría estaban relacionados con la Universidad de Chicago. Pero si preguntamos de dónde venían las ideas de los Chicago boys, vemos que la mayor influencia la ejercieron un grupo de extranjeros, todos ellos inmigrantes de Europa central: Ludwig von Mises, Friedrich Hayek, Joseph Schumpeter, Karl Popper y Peter Drucker.

Von Mises y Hayek eran los distinguidos «abuelos» de la Escuela de Chicago de la economía de libre mercado. A Schumpeter se le conoce más por su entusiasta descripción de la creatividad destructiva del capitalismo y a Popper por su defensa de la «sociedad abierta» y sus escritos sobre totalitarismo. En cuanto a Drucker, sus publicaciones sobre gestión ejercieron una enorme influencia sobre la teoría y la práctica de las empresas en las prósperas décadas de la posguerra. Tres de estos hombres habían nacido en Viena, el cuarto (Von Mises) en el Lemberg austríaco (actualmente Lvov), y el quinto (Schumpeter) en Moravia, unas docenas de kilómetros al norte de la capital imperial. Los cinco quedaron profundamente afectados por la catástrofe que sacudió su Austria natal de entreguerras.

Tras el cataclismo de la I Guerra Mundial y un breve experimento municipal socialista en Viena (en cuyos debates sobre la socialización económica participaron Hayek y Schumpeter), el país sufrió un golpe reaccionario en 1934 y, cuatro años después, la invasión y la ocupación nazis. Como a muchos otros, estos acontecimientos obligaron a exiliarse a los jóvenes economistas austríacos, y todos ellos —Hayek en particular— elaborarían sus escritos y doctrinas ala sombra de lo que se convirtió en el interrogante central de su época: ¿por qué se había derrumbado la Austria liberal y se había impuesto el fascismo?

Su respuesta: los fallidos intentos de la izquierda (marxista) de introducir en Austria después de 1918 la planificación estatal, los servicios municipales y la colectivización económica no sólo habían fracasado, sino que habían conducido directamente a la contrarreacción. Así, Popper, por mencionar el caso más conocido, sostenía que la indecisión de sus contemporáneos socialistas —paralizados por la fe en las «leyes históricas»— no podía hacer frente a la energía radical de los fascistas, que actuaban.[12]

El problema era que los socialistas tenían demasiada fe tanto en la lógica de la historia como en la razón de los hombres. Los fascistas, a quienes ambas cosas resultaban indiferentes, estaban extraordinariamente bien situados para imponerse.

Por tanto, en opinión de Hayek y sus contemporáneos, la tragedia europea la habían provocado las deficiencias de la izquierda: primero por su incapacidad para alcanzar sus objetivos y, después, por no haber podido hacer frente al desafío de la derecha. Por caminos independientes, todos ellos llegaron a la misma conclusión: la mejor —en realidad, la única— manera de defender el liberalismo y una sociedad abierta era mantener al Estado alejado de la vida económica. Si se mantenía a la autoridad a una distancia prudencial, si se impedía a los políticos —por bienintencionados que fueran— planificar, manipular o dirigir los asuntos de sus conciudadanos, sería posible mantener a distancia a los extremistas de derecha y de izquierda.

Como hemos visto, ese mismo dilema —cómo entender lo que había ocurrido en el periodo de entre-guerras e impedir que volviera a ocurrir— fue al que se enfrentó Keynes. De hecho, el economista inglés se planteaba esencialmente los mismos problemas que Hayek y sus colegas austríacos. No obstante, para Keynes se había hecho evidente que la mejor defensa contra el extremismo político y el colapso económico era incrementar el papel del Estado, lo que significaba, entre otras cosas, la intervención económica contracíclica.

Hayek proponía lo contrario. En su clásico Camino de servidumbre, escrito en 1944, sostenía:

Ninguna descripción en términos generales puede dar una idea suficiente de la semejanza de gran parte de la literatura política inglesa actual con las obras que destruyeron la fe en la civilización occidental en Alemania y crearon el estado de ánimo en el que pudo triunfar el nazismo.[13]

En otras palabras, Hayek —que ahora vivía en Inglaterra y enseñaba en la London School of Economics— estaba proyectando explícitamente (sobre la base del precedente austríaco) un futuro fascista si el laborismo llegaba al poder en Gran Bretaña con el programa de bienestar y servicios sociales que constituía el eje de su campaña. Como sabemos, los laboristas ganaron. Pero lejos de preparar el terreno a un renacimiento del fascismo, su victoria contribuyó a estabilizar el país en la posguerra.

Durante los años que siguieron a 1945, a la mayoría de los observadores inteligentes les parecía que los austríacos habían cometido un simple error de categorías. Como muchos otros refugiados, habían supuesto que las condiciones que condujeron a la quiebra del capitalismo liberal en la Europa de entreguerras serían reproducibles de forma permanente e infinita. Por tanto, a ojos de Hayek, Suecia era otro país condenado a seguir la senda alemana hacia el abismo gracias al éxito político de su mayoría socialdemócrata en el gobierno y a su ambiguo programa legislativo.

Al malinterpretar las lecciones del nazismo —o aplicar asiduamente un reducido número de ellas de forma muy selectiva—, los intelectuales refugiados de Europa central se marginaron a sí mismos en el próspero entorno occidental de la posguerra. En palabras de Anthony Crosland, que escribía en 1956, en el apogeo de la confianza socialdemócrata de la posguerra, «nadie que tenga cierta reputación cree ya la otrora popular tesis de Hayek de que cualquier interferencia en el mecanismo del mercado nos abocaría al descenso por la resbaladiza pendiente que conduce al totalitarismo».[14]

Los intelectuales refugiados —y en especial los economistas— experimentaban un resentimiento endémico hacia sus refractarios anfitriones. Todo pensamiento social no individualista —cualquier argumento que descansase sobre categorías colectivas, objetivos comunes o las nociones de bienes sociales, justicia, etcétera— despertaba en ellos inquietantes recuerdos de convulsiones pasadas. Pero incluso en Austria y Alemania las condiciones habían cambiado radicalmente: sus recuerdos tenían poca o ninguna aplicación práctica. Los hombres como Hayek o Von Mises parecían condenados a ser marginales cultural y profesionalmente. Sólo cuando los Estados del bienestar, cuyo fracaso habían predicho con tanta diligencia, empezaron a sufrir dificultades, volvieron a encontrar una audiencia para sus opiniones: la tributación alta inhibe el crecimiento y la eficacia, la regulación gubernamental ahoga la iniciativa y el espíritu empresarial, cuanto más pequeño es el Estado, más saludable es la sociedad, y así sucesivamente.

Por tanto, cuando recapitulamos los tópicos convencionales sobre los mercados libres y las libertades occidentales, en realidad estamos reflejando —como la luz de una estrella que se apaga— un debate inspirado y mantenido hace setenta años por hombres que, en su mayor parte, habían nacido a finales del siglo XIX. Desde luego, los términos económicos que se están imponiendo en el pensamiento actual no suelen estar asociados con aquellas desavenencias y experiencias políticas. La mayoría de los estudiantes de las escuelas de negocios nunca han oído hablar de algunos de esos exóticos pensadores extranjeros y tampoco se fomenta su lectura. Sin embargo si no comprendemos los orígenes austríacos de su (y nuestro) pensamiento, es como si habláramos una lengua que no acabamos de entender.

Quizá merezca la pena señalar aquí que ni siquiera a Hayek se le puede considerar responsable de las simplificaciones ideológicas de sus acólitos. Como Keynes, consideraba la economía una ciencia interpretativa que no se presta a la predicción y la precisión. Si la planificación era errónea para Hayek es porque obligatoriamente se basaba en cálculos y predicciones que, en lo esencial, eran absurdos y por tanto irracionales. La planificación no era un tropiezo moral, y mucho menos criticable de acuerdo con algún principio general. Simplemente no era factible, y, si hubiera sido coherente, Hayek habría reconocido que prácticamente lo mismo puede decirse de las teorías «científicas» del mecanismo de mercado.

Desde luego, la diferencia es que la planificación debía imponerse para que funcionara como se pretendía y por tanto conducía directamente a la dictadura: éste era el verdadero enemigo de Hayek. El mercado eficiente quizá fuera un mito, pero al menos no entrañaba coerción desde arriba. En cualquier caso, su dogmático rechazo de todo control central propició la acusación de… dogmatismo. Fue Michael Oakeshott quien observó que el «hayekismo» era a su vez una doctrina: «Un plan para oponerse a toda planificación puede ser mejor que su opuesto, pero pertenece al mismo estilo de política».[15]

En Estados Unidos, entre la nueva generación de ufanos económetras (una subdisciplina sobre cuyo pretendido cientifismo tanto Hayek como Keynes habrían tenido mucho que decir), la idea de que el socialismo democrático es inalcanzable y tiene consecuencias perversas ha cobrado un carácter casi teológico. Este credo se ha vinculado a la condena popular de todo esfuerzo por acrecentar el papel del Estado —o del sector público— en la vida diaria de los ciudadanos estadounidenses.

En el Reino Unido esta extensión concreta de la lección austríaca no ha adquirido un atractivo similar. Las razones son evidentes: la popularidad de la atención sanitaria gratuita o de la educación superior subvencionada, por mencionar los ejemplos más conocidos. Pero en el transcurso de la era Thatcher-Blair-Brown la santificación de los banqueros, corredores de bolsa, inversores, nuevos ricos y cualquiera que tenga acceso a grandes sumas de dinero ha conducido a una gran admiración por una «industria de los servicios financieros» con una regulación mínima, y la consiguiente fe en el funcionamiento, benevolente por naturaleza, del mercado global de productos financieros.

Exactamente qué habrían pensado Hayek o incluso Schumpeter, el profeta de la destrucción capitalista, de este grosero culto al dinero y a quienes lo poseen es otra cuestión. Pero no puede haber ninguna duda de que lo que se toma por justificación de la vasta y creciente brecha de riqueza en la Gran Bretaña de hoy proviene de la apología de una regulación mínima, la menor interferencia posible y las virtudes del sector privado a las que los escritos económicos de los austríacos contribuyeron tan directamente.

El caso británico, incluso más que el estadounidense, apunta a las consecuencias prácticas de esta retrotransformación del lenguaje económico moderno, aunque la triste historia del entusiasmo islandés por las indómitas rutas del pillaje bancario es aún más ilustrativa. Comenzamos con un puñado de destacados intelectuales exiliados en la Europa de entreguerras, pasamos por dos generaciones de economistas académicos empeñados en reconfigurar su disciplina… y llegamos a los escándalos de las bancarrotas, las hipotecas basura, las finanzas privadas y los fondos de inversión de años recientes.

Detrás de cada cínico (o simplemente incompetente) ejecutivo bancario o inversor hay un economista que le asegura (y a nosotros), desde una posición de autoridad intelectual indiscutida, que sus actos son útiles socialmente y que, en todo caso, no deben ser sometidos al escrutinio público. Detrás de ese economista y de sus crédulos lectores están los participantes en debates periclitados. Así, la desvaída condición de nuestro actual lenguaje público —nuestra incapacidad para pensar más allá de las categorías y los tópicos que conforman y distorsionan la política tanto en Washington como en Londres— es un homenaje a una de las grandes intuiciones de Keynes:

Los hombres prácticos, que se consideran exentos de

toda influencia intelectual, suelen ser esclavos de algú

n economista ya caduco. Los orates en el poder, que oyen

voces en el aire, extraen su frenesí de algún escritorzuelo

académico de hace años. Estoy seguro de que el poder de

los intereses creados se ha exagerado enormemente en

comparación con la restricción gradual de las ideas.[16]