EL MALESTAR EN EL ECONOMISMO

Una vez que nos permitimos desobedecer la prueba

de los beneficios de un contable, hemos

empezado a cambiar nuestra civilización.

JOHN MAYNARD KEYNES

¿Por qué nos resulta tan difícil siquiera imaginar otro tipo de sociedad? ¿Qué nos impide concebir una forma distinta de organizamos que nos beneficie mutuamente?

¿Estamos condenados a dar bandazos eternamente entre un «mercado libre» disfuncional y los tan publicitados horrores del «socialismo»?

Nuestra incapacidad es discursiva: simplemente ya no sabemos cómo hablar de todo esto. Durante los últimos treinta años, cuando nos preguntábamos si debíamos apoyar una política, una propuesta o una iniciativa, nos hemos limitado a las cuestiones de beneficio y pérdida —cuestiones económicas en el sentido más estrecho—. Pero ésta no es una condición humana instintiva: es un gusto adquirido.

Todo esto no es nuevo. En 1905, el joven William Beveridge —cuyo informe de 1942 sentó las bases del Estado del bienestar británico— pronunció una conferencia en Oxford en la que preguntó por qué la filosofía política había sido oscurecida en los debates públicos por la economía clásica. La pregunta de Beveridge no ha perdido un ápice de vigencia en la actualidad. No obstante, este eclipse del pensamiento político no guarda relación alguna con los escritos de los grandes economistas clásicos.

De hecho, la idea de que las consideraciones sobre las políticas públicas se podrían restringir a un mero cálculo ya causó inquietud hace dos siglos. El marqués de Condorcet, uno de los autores más perceptivos sobre el capitalismo comercial durante sus años tempranos, previo con disgusto la perspectiva de que «la libertad ya no sea, a los ojos de una nación ávida, más que la condición necesaria para la seguridad de las operaciones financieras». Las revoluciones de aquella época corrían el peligro de fomentar la confusión entre la libertad para hacer dinero… y la propia libertad.

Nosotros también estamos confusos. El razonamiento económico convencional —que si bien ha salido ostensiblemente malparado debido a su incapacidad para predecir o evitar el colapso bancario, no parece derrotado— describe el comportamiento humano en términos de «elección racional». Todos somos, afirma, criaturas económicas. Perseguimos nuestros intereses (definidos como la maximización del beneficio económico) con una referencia mínima a criterios extraños tales como el altruismo, la abnegación, los gustos, los hábitos culturales o las metas colectivas. Provistos de la suficiente información correcta sobre los «mercados» —tanto los reales como las instituciones en las que se compran y venden acciones y bonos—, tomaremos las mejores decisiones posibles para nuestro beneficio individual y colectivo.

Lo que me interesa aquí no es si esas proposiciones tienen algo de verdad. Hoy nadie puede pretender seriamente que queda algo de la llamada «hipótesis del mercado eficiente». Una generación anterior de economistas del libre mercado solía señalar que lo que falla en la planificación socialista es que exige el tipo de conocimiento perfecto (tanto del presente como del futuro) al que los mortales nunca pueden aspirar. Tenían razón. Pero sucede que lo mismo es cierto de los teóricos del mercado: no lo saben todo y, en consecuencia, no saben verdaderamente nada.

La «falsa precisión» de la que Maynard Keynes acusó a sus críticos economistas sigue viva. Peor todavía: hemos introducido subrepticiamente un vocabulario pretendidamente «ético» para reforzar nuestros argumentos económicos, lo que aporta un barniz autosatisfecho a unos cálculos descaradamente utilitarios. Cuando imponen recortes en las prestaciones sociales, por ejemplo, los legisladores estadounidenses y británicos se enorgullecen de haber sido capaces de tomar «decisiones difíciles».

Los pobres votan en mucha menor proporción que los demás sectores sociales, así que penalizarlos entraña pocos riesgos políticos: ¿eran tan «difíciles» esas decisiones? Actualmente nos enorgullecemos de ser lo suficientemente duros como para infligir dolor a otros. Si aún estuviera vigente un uso más antiguo, en virtud del cual ser duro consistía en soportar el dolor, no en imponérselo a los demás, quizá lo pensaríamos dos veces antes de valorar tan insensiblemente la eficacia por encima de la compasión.[4]

En ese caso, ¿cómo deberíamos hablar sobre la forma en que decidimos organizar nuestras sociedades? En primer lugar, no podemos seguir evaluando nuestro mundo y las decisiones que tomamos en un vacío moral. Incluso si pudiéramos estar seguros de que un individuo racional suficientemente bien informado y consciente siempre opta por sus mejores intereses, seguiríamos teniendo que preguntarnos cuáles son esos intereses. No pueden inferirse de su comportamiento económico, pues en ese caso el argumento sería circular. Tenemos que preguntarnos qué quieren las personas y en qué condiciones pueden satisfacerse esas necesidades.

Desde luego, no podemos prescindir de la confianza. Si verdaderamente no confiáramos en los demás, no pagaríamos impuestos para ayudarnos mutuamente. Tampoco podríamos alejarnos mucho de nuestra casa por temor a la violencia o las argucias de nuestros taimados conciudadanos. Además, la confianza no es una virtud abstracta. Una de las razones por las que el capitalismo hoy es atacado por tantos críticos, y no todos de izquierda, es que los mercados y la competencia libre también requieren confianza y cooperación. Si no podemos confiar en que los banqueros actúen con honestidad, ni en que los agentes hipotecarios digan la verdad sobre sus préstamos, ni en que los reguladores públicos denuncien a los hombres de negocios deshonestos, el propio capitalismo acabará paralizándose.

Los mercados no generan automáticamente confianza, cooperación o acción colectiva para el bien común. Todo lo contrario: la naturaleza de la competencia económica implica que el participante que rompe las leyes triunfa —al menos a corto plazo— sobre sus competidores con más sensibilidad ética. Pero el capitalismo no podría sobrevivir durante mucho tiempo a un comportamiento tan cínico. Así que, ¿cómo ha podido permanecer este sistema de acuerdos económicos potencialmente autodestructivos? Probablemente por los hábitos de contención, honestidad y moderación que acompañaron a su aparición.

Sin embargo, lejos de ser inherentes a la naturaleza del propio capitalismo, estos valores provienen de antiguas prácticas religiosas o comunitarias. Sostenida por los constreñimientos tradicionales y la autoridad de las élites seculares y eclesiásticas, la «mano invisible» del capitalismo se benefició de la halagadora ilusión de que infaliblemente corregía las deficiencias morales de sus practicantes.

Estas propicias condiciones inaugurales ya no son las que prevalecen en la actualidad. Una economía de mercado basada en contratos no puede generarlas desde dentro, y ésa es la razón por la que tanto los críticos socialistas como algunos comentaristas religiosos (en particular el papa reformador de comienzos del siglo xx León XIII) llamaron la atención sobre la corrosiva amenaza que representaban para la sociedad los mercados económicos no regulados y los extremos excesivos de riqueza y pobreza.

Todavía en la década de 1970 la idea de que el sentido de la vida era enriquecerse y que los gobiernos existían para facilitarlo habría sido ridiculizada no sólo por los críticos tradicionales del capitalismo, sino también por muchos de sus defensores más firmes. En las décadas de la posguerra predominaba una relativa indiferencia a la riqueza por sí misma. En un estudio de los escolares ingleses realizado en 1949 se descubrió que cuanto más inteligente era un muchacho, más probable era que eligiese una carrera interesante con un sueldo razonable en vez de un trabajo que sólo estuviese bien retribuido.[5] Los escolares y estudiantes de hoy apenas pueden imaginar algo más que la búsqueda de un empleo lucrativo.

¿Cómo podemos enmendar el haber educado a una generación obsesionada con la búsqueda de riqueza e indiferente a tantas otras cosas? Quizá podríamos empezar recordándonos a nosotros mismos y a nuestros hijos que no siempre fue así. Pensar economísticamente, como llevamos haciendo treinta años, no es algo intrínseco a los seres humanos. Hubo un tiempo en que organizábamos nuestras vidas de otra forma.