EN DEFENSA DE LA DISCONFORMIDAD

En vez de utilizar sus recursos técnicos y materiales, que

habían experimentado un incremento extraordinario, para

construir una ciudad maravillosa, los hombres del siglo XIX

construyeron suburbios deprimentes […] [que] según los

criterios de la empresa privada eran «rentables», mientras que

la ciudad maravillosa, pensaban, habría sido una

extravagancia que, en la estúpida jerga de la moda

financiera, habría «hipotecado el futuro»… La misma regla

de cálculo económico autodestructivo gobierna todos

los ámbitos de la vida. Destruimos la belleza del paisaje

porque los esplendores de la naturaleza, de los que nadie

se ha apropiado, carecen de valor económico. Seríamos capaces

de apagar el sol y las estrellas porque no dan dividendos.

JOHN MAYNARD KEYNES

Es tentador hacer como todos: la vida en comunidad es mucho má sencilla cuando cada uno parece estar de acuerdo con los demás y la disconformidad es adormecida en aras de las convenciones del compromiso. Las sociedades y las comunidades en que éstas faltan o se han desintegrado no prosperan. Pero la conformidad tiene un precio. Un círculo cerrado de opiniones o ideas en el que nunca se permiten ni el descontento ni la oposición —o sólo dentro de unos límites circunscritos y estilizados— pierde la capacidad de responder con energía e imaginación a los nuevos desafíos.

Estados Unidos es un país fundado sobre comunidades pequeñas. Como puede atestiguar cualquiera que haya vivido durante algún tiempo en uno de esos lugares, el instinto natural siempre es imponer una uniformidad normativa al comportamiento público de sus miembros. En Estados Unidos esta disposición en parte es contrarrestada por la predisposición individualista de los primeros colonos y por la protección constitucional que otorgaron a la disconformidad individual y minoritaria. Pero este equilibrio, observado por Alexis de Tocqueville entre muchos otros, hace tiempo que se ha inclinado hacia la conformidad. Las personas siguen siendo libres de decir lo que quieran, pero si sus opiniones contradicen las de la mayoría son marginadas de la sociedad. Como mínimo, el impacto de sus palabras es silenciado.

Gran Bretaña solía ser diferente: una monarquía tradicional gobernada por una élite hereditaria que mantenía su control del poder permitiendo e incluso incorporando la disconformidad y anunciando su tolerancia como una virtud. Pero el país se ha hecho menos elitista y más populista; la vena no conformista en la vida pública ha sufrido una descalificación constante —como Tocqueville habría previsto—. Actualmente, el desacuerdo enérgico con la opinión generalmente aceptada sobre cualquier cosa, desde la corrección política hasta los tipos impositivos, es casi tan poco frecuente en el Reino Unido como en Estados Unidos.

Hay muchas fuentes de disconformidad. En las sociedades religiosas, particularmente en aquellas que tienen un credo establecido —catolicismo, anglicanismo, islamismo judaismo—, las tradiciones de disconformidad más efectivas y duraderas están enraizadas en diferencias teológicas: no es casualidad que el Partido Laborista británico naciera en 1906 de una coalición de organizaciones y movimientos en la que las congregaciones no conformistas tuvieron gran protagonismo. Las diferencias de clase también son un terreno abonado para la disconformidad. En las sociedades divididas en clases (o, en algunos casos, en las comunidades organizadas en castas), los que están abajo suelen tener una fuerte motivación para oponerse a su condición y, por extensión, a la organización social que la perpetúa.

En décadas más recientes la disconformidad ha estado estrechamente relacionada con los intelectuales: un tipo de persona que primero se identificó con las protestas de finales del siglo XIX contra el abuso de poder por parte del Estado, pero que en nuestro tiempo es más conocido por hablar y escribir a contrapelo de la opinión pública. Por desgracia, los intelectuales contemporáneos han mostrado muy poco interés serio en los aspectos clave de la política pública, mientras que han intervenido o protestado sobre temas definidos éticamente en los que las opciones parecen más claras. Esto ha dejado los debates sobre la forma en que debemos gobernamos en manos de especialistas políticos y think-tanks, en los que rara vez tienen cabida opiniones no convencionales y el público queda prácticamente excluido.

El problema no es si estamos de acuerdo o no con un acto legislativo determinado, sino la forma en que debatimos nuestros intereses comunes. Por tomar un ejemplo evidente (por ser muy conocido): en Estados Unidos, a cualquier conversación sobre el tema del gasto público y las ventajas o desventajas de un papel activo del gobierno enseguida se le aplican dos cláusulas de exclusión. De acuerdo con la primera, todos estamos a favor de que los impuestos sean tan bajos como sea posible y de que el gobierno se entrometa lo mínimo en nuestros asuntos. La segunda —en realidad una variación demagógica de la primera— afirma que nadie quiere que el «socialismo» sustituya nuestra forma de vida y de gobierno tradicional y eficiente.

A los europeos les gusta creerse menos conformistas que los estadounidenses. Les hacen sonreír los corrales religiosos a los que se retiran tantos ciudadanos estadounidenses, renunciando así a la independencia mental para adoptar el lenguaje del grupo. Señalan las consecuencias perversas de los referendos locales en California, donde unas iniciativas legislativas populares bien financiadas han destruido la base fiscal de la séptima economía mundial.

Sin embargo, en un reciente referéndum en Suiza se prohibió la construcción de minaretes en un país en el que sólo hay cuatro y donde casi todos los residentes musulmanes son refugiados bosnios laicos. Y los británicos han aceptado sumisamente todo, desde las cámaras de televisión de circuito cerrado hasta la vigilancia más invasora de la intimidad, en lo que ahora es la democracia más autoritaria y «sobreinformada» del mundo. En muchos aspectos, la Europa actual es mejor que los Estados Unidos contemporáneos, pero está lejos de ser perfecta.

Hasta los intelectuales han doblado la rodilla. La guerra de Irak vio cómo la gran mayoría de los comentaristas británicos y estadounidenses abandonaban toda apariencia de pensamiento independiente y se alineaban con el gobierno. La crítica al ejército y a quienes ostentan la autoridad política —que siempre es más difícil en tiempo de guerra— se marginó y se trató casi como si fuera una traición. Los intelectuales de la Europa continental tuvieron más libertad para oponerse a la precipitada campaña, pero sólo porque sus propios líderes eran ambivalentes y sus sociedades estaban divididas. El valor moral necesario para mantener una opinión distinta y defenderla ante unos lectores irritados o una audiencia adversa sigue escaseando en todas partes.

Pero, al menos, la guerra, como el racismo, ofrece opciones morales claras. Incluso hoy, la mayoría de la gente sabe lo que piensa acerca de una acción militar o de los prejuicios raciales. Pero en el ámbito de la política económica, los ciudadanos de las democracias contemporáneas nos hemos vuelto demasiado modestos. Se nos ha aconsejado que dejemos esas cuestiones a los expertos: la economía y sus implicaciones políticas están mucho más allá del entendimiento del hombre o la mujer corrientes, de lo que se encarga el lenguaje cada vez más arcano y matemático de la disciplina.

No es probable que muchos «legos en la materia» se opongan al ministro de Economía o a sus asesores. Si lo hicieran, se les diría —como un sacerdote medieval podría haber aconsejado a su grey— que son cosas que no les incumben. La liturgia debe celebrarse en una lengua oscura, que sólo sea accesible para los iniciados. Para todos los demás, basta la fe.

Pero la fe no ha bastado. Los emperadores de la política económica en Gran Bretaña y Estados Unidos, por no mencionar a sus acólitos y admiradores del resto del mundo, desde Tallin hasta Tiflis, están desnudos. No obstante, como la mayoría de los observadores comparten desde hace mucho sus gustos sartoriales, no están en condiciones de decir nada Tenemos que volver a aprender cómo criticar a quienes nos gobiernan. Pero para hacerlo con credibilidad hemos de librarnos del círculo de conformidad en el que tanto ellos como nosotros estamos atrapados.

La liberación es un acto de la voluntad. No podemos reconstruir nuestra lamentable conversación pública —lo mismo que nuestras ruinosas infraestructuras físicas— si no estamos lo bastante indignados por nuestra condición presente. Ningún Estado democrático debería poder lanzar una guerra ilegal sustentada en una mentira deliberada y no tener que responder de ello. El silencio que rodeala vergonzosa respuesta de la administración Bush al huracán Katrina delata un cinismo deprimente hacia las responsabilidades y competencias del Estado: en realidad, esperamos que Washington no esté a la altura. La reciente decisión del Tribunal Supremo estadounidense de permitir el gasto ilimitado de las empresas en los candidatos electorales —y el escándalo de las «dietas» en el Parlamento británico— ilustran el papel incontrolado del dinero en la política actual.

Cuando el ex primer ministro Gordon Brown respondió a un informe de enero de 2010 sobre la desigualdad económica en el Reino Unido que confirmaba la escandalosa brecha que separa a los ricos de los pobres, que su partido había contribuido tanto a agrandar, lo calificó de «desalentador» y admitió que quedaba «mucho camino por recorrer». Recuerda al capitán Renault, de Casa blanca: «Estoy indignado, indignado».

Entretanto, la vertiginosa pérdida de apoyo del presidente Obama, en gran medida debida a su torpe defensa de la reforma sanitaria, ha contribuido más todavía a la desafección de la nueva generación. Seria fácil retirarse en un hastío escéptico ante la incompetencia (y peor) de aquellos que actualmente tienen encomendado gobernarnos. Pero si dejamos el desafío de la renovación política radical a la clase política existente —a los Blairs, Browns, Sarkozys, Clintons y Bushes y (me temo) Obamas—, sólo acabaremos más decepcionados.

La disconformidad y la disidencia son sobre todo obra de los jóvenes. No es casual que los hombres y mujeres que iniciaron la Revolución Francesa, lo mismo que los reformadores y planificadores del New Deal y de la Europa de la posguerra, fueran bastante más jóvenes que los que los precedieron. Ante un problema, es más probable que los jóvenes lo afronten y exijan su solución, en vez de resignarse.

Pero también tienen más probabilidades que sus mayores de caer en el apoliticismo: como la política está tan degradada, debemos desentendernos de ella. Ha habido ocasiones en que «desentenderse» era la opción política correcta. En las últimas décadas de los regímenes comunistas de la Europa del Este, la «antipolítica», la política del «como si» y la movilización del «poder de los que carecen de él» desempeñaron un papel. Ello es así porque la política oficial de los regímenes autoritarios es una fachada para la legitimación del poder desnudo: soslayarla es en sí mismo un acto político de oposición radical. Obliga al régimen a afrontar sus límites o a poner de manifiesto su naturaleza violenta.

Sin embargo, no debemos generalizar a partir del caso especial de los heroicos disidentes en los regímenes autoritarios. De hecho, el ejemplo de la «antipolítica» de los años setenta, junt o con el énfasis en los derechos humanos, quizá haya inducido a una generación de jóvenes activistas a creer erróneamente que, al estar bloqueadas las vías convencionales del cambio, deben renunciar a la organización política y dedicarse a grupos no gubernamentales centrados en un problema único y que no están manchados por el compromiso. Por consiguiente, lo primero que se le ocurre a un joven que quiere «comprometerse» es afiliarse a Amnistía Internacional o a Greenpeace, o a Human Rights Watch o a Médicos Sin Fronteras.

El impulso moral es irreprochable. Pero las repúblicas y las democracias sólo existen en virtud del compromiso de sus ciudadanos en la gestión de los asuntos públicos. Si los ciudadanos activos o preocupados renuncian a la política, están abandonando su sociedad a sus funcionarios más mediocres y venales. La Cámara de los Comunes británica ofrece actualmente un espectáculo penoso: un reducto de enchufados, subordinados serviles y pelotas profesionales —al menos tan lamentable como en 1832, la última vez que fue asaltada y sus «representantes» expulsados de su sinecura—. El Senado estadounidense, en el pasado un bastión del republicanismo constitucional, se ha convertido en una parodia pretenciosa y disfuncional de su carácter original. La Asamblea Nacional francesa ni siquiera aspira al visto bueno del presidente del país, que la soslaya cuando quiere.

Durante el largo siglo del liberalismo constitucional, de Gladstone a Lyndon B. Johnson, las democracias occidentales estuvieron dirigidas por hombres de talla superior. Con independencia de sus afinidades políticas, Léon Blum y Winston Churchill, Luigi Einaudi y Willy Brandt, David Lloyd George y Franklin Roosevelt representaban una clase política profundamente sensible a sus responsabilidades morales y sociales. Es discutible si fueron las circunstancias las que produjeron a los políticos o si la cultura d la época condujo a hombres de este calibre a dedicarse a la política. Políticamente, la nuestra es una época de pigmeos.

Sin embargo, es todo lo que tenemos. Las elecciones al Parlamento, al Senado y a la Asamblea Nacional siguen siendo nuestro único medio de convertir la opinión pública en acción colectiva dentro de la ley. Así que los jóvenes no deben perder la fe en nuestras instituciones políticas. Cuando en los años sesenta los jóvenes radicales alemanes perdieron todo el respeto por la República Federal y el Bundestag formaron «grupos de acción extraparlamentarios»: los precursores del terrorismo ciego de la banda Baader-Meinhof.

La disconformidad debe permanecer dentro de la ley y tratar de alcanzar sus objetivos a través de los canales políticos. Pero con esto no estoy defendiendo ni la pasividad ni el compromiso. Las instituciones de la república han sido degradadas, sobre todo por el dinero.

Peor todavía, el lenguaje de la propia política se ha vaciado de sustancia y significado. Una mayoría de estadounidenses adultos no está satisfecha con la forma en que se gobierna, en que se toman las decisiones y con la influencia desmedida de los intereses especiales. En el Reino Unido los sondeos de opinión indican que la desilusión con los políticos, los aparatos de los partidos y sus políticas nunca ha sido mayor. No deberíamos ignorar esos sentimientos.

El fracaso democrático trasciende las fronteras nacionales. El vergonzoso fiasco de la Cumbre del Clima de Copenhague en diciembre de 2009 ya se está traduciendo en cinismo y desesperanza entre los jóvenes: ¿qué va a ser de ellos si no nos tomamos en serio las implicaciones del calentamiento global? El desastre sanitario en Estados Unidos y la crisis financiera han acentuado la sensación de impotencia incluso entre los votantes con mejor voluntad. Hemos de actuar guiándonos por nuestra intuición de una catástrofe inminente.