PENSAR EL ESTADO

Lo importante no es que el gobierno haga cosas que

los individuos ya están haciendo y que las haga un

poco mejor o un poco peor, sino que

haga las cosas que ahora no está haciendo nadie.

JOHN MAYNARD KEYNES

Si vamos a presenciar un retorno del Estado, una necesidad mayor de seguridad y recursos que sólo puede proporcionar un gobierno, deberíamos prestar más atención a las cosas que pueden hacer los Estados. El éxito de las economías mixtas del medio siglo pasado ha conducido a una generación más joven a dar por sentada la estabilidad y a exigir la eliminación del «obstáculo» de los impuestos, las regulaciones y, en general, la interferencia del Estado. Esta reducción del sector público se ha convertido en el lenguaje político normalizado en gran parte del mundo desarrollado.

Pero sólo un gobierno puede dar respuestas de la magnitud necesaria a los dilemas que presenta la competencia globalizada. Éstos no son desafíos que un empresario o un sector puedan abarcar, y mucho menos intentar resolver. Lo máximo que cabe esperar del sector privado es que presione a corto plazo para la defensa de determinados empleos o la protección de sectores favorecidos: precisamente la receta para esas patologías e ineficiencias que se suelen asociar con la propiedad pública.

Los reformadores de finales de la era victoriana y sus sucesores liberales del siglo xx acudieron al Estado para corregir las deficiencias del mercado. Lo que no podía ocurrir «naturalmente» —de hecho, todo lo contrario, puesto que era el funcionamiento natural del mercado lo que en un principio había creado la «cuestión social»— tendría que planificarse, administrarse y, en caso necesario, imponerse desde arriba.

Hoy estamos ante un dilema similar. Después de haber reducido el alcance de la propiedad y la intervención públicas durante los últimos treinta años, nos encontramos aceptando de facto una acción estatal de tal magnitud como no se había visto desde la Depresión. La reacción contra los mercados financieros no regulados —y las ganancias grotescamente desproporcionadas de unos pocos en comparación con las pérdidas de tantos— han estado congratulándonos de la derrota última del todopoderoso Estado y, por lo tanto, no estamos en condiciones de explicarnos por qué y para qué es necesaria la intervención.

Necesitamos aprender a pensar de nuevo el Estado. Después de todo, lleva mucho tiempo con nosotros. En Estados Unidos, el país más propenso a despreciar el papel del gobierno en los asuntos de los hombres, Washington ha apoyado e incluso subvencionado a determinados actores del mercado, como los barones del ferrocarril, los cultivadores de trigo, los fabricantes de automóviles, la industria aeronáutica, la siderurgia y otros. Con independencia de lo que les guste creer a los estadounidenses, su gobierno siempre ha tenido las manos en la tarta económica. Lo que les distingue de cualquier otro país desarrollado es la extendida creencia de que ocurre lo contrario.

De hecho, el Estado ha sido vilipendiado como fuente de disfunciones económicas. En la década de 1990 este tropo retórico fue ampliamente imitado en Irlanda, Polonia y algunos países de América Latina, así como en el Reino Unido: la opinión convencional era que el sector público debía confinarse, siempre que fuera posible, a las funciones administrativas y de seguridad. En una deliciosa ironía, los enemigos ideológicos del Estado, desde Margaret Thatcher hasta el Partido Republicano en aquellos momentos, adoptaron de hecho la opinión de Sidney Webb, el fundador del socialismo fabiano, que nunca se cansaba de afirmar que «el futuro pertenece a las grandes naciones administrativas, en las que los funcionarios gobiernan y la policía mantiene el orden».

Ante este poderoso mito negativo, ¿cómo vamos a describir el papel distintivo del Estado? Deberíamos empezar por reconocer, más de lo que la izquierda ha estado dispuesta a hacerlo, el daño que causaron y que aún pueden causar los gobiernos excesivamente poderosos. Hay dos preocupaciones legítimas.

La primera es la coerción. La libertad política no consiste principalmente en que el Estado no interfiera en la vida de nadie: ninguna administración moderna puede ni debe ignorar a sus súbditos por completo. La libertad consiste, más bien, en mantener nuestro derecho al desacuerdo con los propósitos del Estado y expresar nuestras objeciones y metas sin temor a un castigo. Esto es más complicado de lo que parece. Incluso a los Estados y gobiernos bienintencionados puede no agradarlesencontrar empresas, comunidades o individuos recalcitrantes a los deseos de la mayoría. No se debería recurrir a la eficiencia para justificar la crasa desigualdad, ni se la debería invocar para reprimir la disconformidad en nombre de la justicia social. Es mejor ser libre que vivir en un Estado eficiente de cualquier color político, si la eficiencia tiene ese precio.

La segunda objeción a los Estados activistas es que pueden equivocarse. Y cuando eso ocurre, la magnitud de su error suele ser tremenda: la historia de la educación secundaria inglesa desde los años sesenta es un ejemplo que viene al caso. El sociólogo estadounidense James Scott ha escrito acertadamente sobre los beneficios de lo que denomina «conocimiento local». Cuanto más abigarrada y complicada sea una sociedad, más probable es que los que están arriba ignoren la realidad de los que están abajo. En principio hay límites, escribe, «a lo que podemos conocer sobre un orden de funcionamiento complejo».[31]

Las ventajas de la intervención esta tal en beneficio público siempre han de sopesarse con esta simple verdad.

Esta objeción es diferente de la de Hayek y sus colegas austríacos, que se oponían por principio a toda planificación de arriba abajo. Pero la planificación no es necesariamente la forma más eficaz de alcanzar unos objetivos económicos: las ventajas de la acción pública deben sopesarse con los riesgos de eliminar el conocimiento y la iniciativa individuales. Las respuestas variarán de acuerdo con las circunstancias y no deben predeterminarse dogmáticamente.

Nos hemos liberado de la premisa de mediados del siglo xx —que nunca fue universal, pero desde luego sí estuvo generalizada— de que el Estado probablemente es la mejor solución para cualquier problema dado. Ahora tenemos que librarnos de la noción opuesta: que el Estado es —por definición y siempre— la peor de todas las opciones.

La idea de que hay ciertos ámbitos en los que el Estado no sólo puede, sino que debe intervenir no fue un anatema para los conservadores: el propio Hayek no veía incompatibilidad alguna entre la competencia económica (por la que él entendía el mercado) y «un amplio sistema de servicios sociales, siempre y cuando la organización de dichos servicios no esté diseñada de manera que haga la competencia ineficaz en campos más amplios».[32]

Pero ¿qué tienen los servicios del Estado que, si se diseñan mal, hacen que la competencia sea «ineficaz»? No hay una respuesta general: depende del servicio cuestión y de lo eficaz que queramos que sea la competencia. Michael Oakeshott, para quien una competencia ineficiente o distorsionada era el peor de todos los males posibles, propuso que «las empresas en las que la competencia no pueda funcionar como instancia de control deben ser gestionados por el Estado».[33]

El lugar del Estado en la vida económica era una cuestión esencialmente pragmática.

Como era de esperar, Keynes fue más allá. La principal misión de los economistas, escribió en 1926, es «distinguir de nuevo la agenda del gobierno de la No Agenda».[34] Obviamente, la agenda en cuestión varía de acuerdo con la política de los que la sigan. Los liberales podrían limitarse a aliviar la pobreza, la desigualdad extremada y la discriminación. Los conservadores restringirían la agenda a una legislación que favoreciera un mercado competitivo bien regulado. Pero lo que no se discute es que el Estado necesita una agenda y una forma de llevarla a cabo.

Entonces, ¿qué ocurre con la idea contemporánea de que podemos tener benevolentes Estados de servicios sociales o eficientes mercados libres que generen crecimiento, pero no ambos? Sobre esto, Karl Popper, compatriota de Hayek, dijo: «Un mercado libre es paradójico. Si el Estado no interfiere, quizá lo hagan otras organizaciones semipolíticas como los monopolios, trust, sindicatos, etcétera, dejando en una ficción la libertad del mercado»[35]

Esta paradoja es crucial. El mercado siempre corre el riesgo de ser distorsionado por participantes excesivamente poderosos, cuya actuación acaba por obligar al gobierno a interferir, a fin de proteger su funcionamiento.

Con el tiempo, el mercado se convierte en su peor enemigo. De hecho, los valientes esfuerzos de los partidarios del New Deal por volver a poner en pie el capitalismo estadounidense se tuvieron que enfrentar a la oposición acérrima de muchos de quienes serían sus beneficiarios últimos. Pero si el fracaso del mercado puede ser cata trófico, su éxito también es peligroso políticamente. La misión del Estado no es sólo recoger los pedazos cuando estalla una economía insuficientemente regulada. También lo es contener los efectos de las ganancias inmoderadas. Después de todo, a muchos países industriales occidentales les iba extraordinariamente bien durante la era de reformas sociales eduardianas: en conjunto estaban creciendo rápido y la riqueza se multiplicaba. Pero las ganancias estaban mal distribuidas y fue sobre todo esto lo que hizo necesarias la reforma y la regulación.

El Estado puede hacer cosas que ninguna persona o grupo son capaces de conseguir por sí solos. Así, mientras que un hombre puede construir un camino en su jardín con sus propios medios, no podría construir una autopista hasta la ciudad más próxima, ni tampoco se gastaría el dinero en ello porque nunca podría recuperarlo. Esto no es nuevo. Les resultara familiar a los lectores de La riqueza de las naciones, donde Adam Smith escribe que una sociedad necesita ciertas obras e instituciones públicas cuyo «beneficio nunca podría resarcir los gastos de ningún individuo o pequeño grupo de individuos».

Ni siquiera los más altruistas pueden actuar solos. Tampoco es posible la consecución de bienes públicos mediante asociaciones voluntarias: «iniciativas basadas en la fe». Supongamos que un grupo de personas se reuniera y acordara construir y mantener un campo de deportes para disfrutarlo ellas mismas, pero situado en el centro del pueblo y abierto a todos. Incluso si estos generosos voluntarios pudieran reunir fondos suficientes para ello, surgirían problemas.

¿Cómo impiden que otras personas —los gorrones— se beneficien de sus esfuerzos sin hacer ninguna aportación? ¿Vallando el campo y reservándose su uso en exclusiva? ¿Cobrando por utilizarlo? Pero, en ese caso, el campo ya es privado. Los bienes públicos, para seguir siéndolo, deben financiarse con fondos públicos. ¿Sería la solución el mercado? ¿Por qué no construir un campo privado y cobrar por utilizarlo? Si hubiera suficientes personas interesadas, la cuota podría reducirse hasta el punto de que casi todo el mundo podría disfrutar de él El problema aquí es que el mercado no puede satisfacer cada caso de lo que los economistas denominan «demanda opcional»: la cantidad que cualquier individuo estará dispuesto a pagar para tener un servicio a su disposición en las infrecuentes ocasiones en que quiere utilizarlo.

A todos nos gustaría tener un bonito campo de deportes en el pueblo, lo mismo que nos gustaría tener un buen servicio de trenes a la ciudad más próxima, comercios que vendan los productos que necesitamos, una oficina de Correos bien ubicada y así sucesivamente. Pero la única forma de que todos —incluidos los gorrones— paguemos por esas cosas es mediante los impuestos universales. A nadie se le ha ocurrido una idea mejor para sumar los deseos individuales en beneficio de todos.

Parecería que la «mano invisible» no sirve de mucho cuando se trata de la legislación práctica. Hay demasiados ámbitos de la vida en que no podemos confiar en que hacer lo que más nos conviene a cada uno de nosotros sea la mejor manera de satisfacer nuestros intereses colectivos. Hoy, cuando es tan evidente que el mercado y el libre juego de los intereses privados no redundan en beneficio colectivo, tenemos que saber cuándo intervenir.