PECULIARIDADES ESTADOUNIDENSES

A medida que se profundiza en el carácter nacional

de los estadounidenses, se ve que han buscado el valor

de todo en este mundo sólo en la respuesta a esta pregunta:

¿cuánto dinero va a reportar?

ALEXIS DE TOCQUEVILLE

Sin saber nada de los gráficos de la OCDE ni de comparaciones desfavorables con otros países, muchos estadounidenses son conscientes de que algo va muy mal. Ya no viven tan bien como en el pasado. A todos les gustaría que su hijo tuviera posibilidades de progresar en la vida: mejor educación y mejores expectativas laborales. Preferirían que su esposa o su hija tuvieran las mismas probabilidades de sobrevivir a la maternidad que las mujeres de los demás países avanzados, Les gustaría disfrutar de una cobertura médica completa más barata, una esperanza de vida más larga, mejores servicios públicos y menos delincuencia. No obstante, cuando se les dice que todo eso existe en Europa occidental, muchos estadounidenses responden: «¡Pero allí tienen socialismo! No queremos que el Estado se inmiscuya en nuestros asuntos. Y, sobre todo, no queremos pagar más impuestos».

Esta curiosa disonancia cognitiva ya es antigua. Es sabido que hace un siglo el sociólogo alemán Werner Sombart preguntó: ¿Por qué no hay socialismo en Estados Unidos?

Hay muchas respuestas a esa pregunta. Algunas se refieren al tamaño del país: es difícil organizar y mantener metas comunes a escala imperial y, a todos los efectos prácticos, Estados Unidos es un imperio nacional.

También están los factores culturales, en particular la notoria desconfianza estadounidense hacia el gobierno central. Mientras que algunas unidades territoriales muy vastas y diversas —China, por ejemplo, o Brasil— dependen de las competencias e iniciativas de un Estado distante, Estados Unidos, que en este sentido es inconfundiblemente una criatura del pensamiento angloescocés del siglo XVIII, se construyó sobre la premisa de que el poder de la autoridad central debía estar delimitado por todas partes. A lo largo de siglos, generaciones de colonos e inmigrantes han internalizado el supuesto de la Declaración de Derechos de Estados Unidos —que lo que no esté explícitamente en manos del gobierno nacional es prerrogativa de los estados individuales— como una licencia para mantener a Washington «fuera de nuestras vidas».

Esta desconfianza hacia las autoridades públicas, que periódicamente elevan a culto los Know Nothings, los defensores a ultranza de los derechos de los estados, los antiimpuestos y —más recientemente— los demagogos de las tertulias radiofónicas de la derecha republicana, es exclusivamente estadounidense. Convierte una suspicacia distintiva hacia los impuestos (con o sin representación) en un dogma patriótico. De ahí que en Estados Unidos los impuestos se suelan considerar una pérdida de renta sin compensación. Rara vez se considera la idea de que (también) podrían ser una aportación a la provisión de bienes colectivos que los individuos aislados no podrían permitirse nunca (carreteras, bomberos, policías, colegios, alumbrado, oficinas de Correos, por no mencionar soldados, barcos de guerra y armas).

En la Europa continental, como en gran parte del mundo desarrollado, la idea de que una persona puede «hacerse a sí misma» enteramente se evaporó con las ilusiones del individualismo del siglo XIX. Todos somos beneficiarios de los que nos precedieron, así como de aquellos que cuidarán de nosotros en la vejez o la enfermedad. Todos necesitamos servicios cuyos costes compartimos con nuestros conciudadanos, por muy egoístas que seamos en nuestra vida económica. Pero en Estados Unidos el ideal del individuo emprendedor autónomo sigue siendo tan atractivo como siempre.

No obstante, Estados Unidos no siempre ha marchado a un paso distinto del resto del mundo moderno.

Incluso si fue así en la época de Andrew Jackson o de Ronald Reagan, no hace justicia a las ambiciosas reformas sociales del New Deal o la Gran Sociedad de Lyndon Johnson en la década de 1960. Después de visitar Washington en 1934, Maynard Keynes escribió a Félix Frankfurter: «Aquí, no en Moscú, está el laboratorio económico del mundo. Los jóvenes que lo dirigen son espléndidos. Me asombra su competencia, inteligencia y sabiduría. Ocasionalmente te encuentras a algún economista clásico al que deberían defenestrar, pero la mayoría ya lo ha sido».

Algo parecido se podría haber dicho de los extraordinarios logros y ambiciones de los congresos de mayoría demócrata de los años sesenta, en los que se gestaron los cupones para alimentos, Medicare, la Ley de los Derechos Civiles, el programa Headstart, el National Endowment for the Arts, el National Endowment for the Humanities y la Corporation for Public Broadcasting. Si esto era Estados Unidos, tenía una curiosa semejanza con la «vieja Europa».

De hecho, en algunos aspectos, el «sector público» en la vida estadounidense está más articulado y desarrollado, y se le respeta más, que en Europa. El mejor ejemplo de esto es la financiación pública de excelentes instituciones de educación superior —algo que Estados Unidos lleva haciendo más tiempo y mejor que la mayoría de los países europeos—. Los colleges creados por la concesión de tierras públicas que se convirtieron en la Universidad de California, la Universidad de Indiana, la Universidad de Michigan y otras instituciones reconocidas internacionalmente no tienen parangón fuera del país, y el sistema de universidades técnicas comunitarias, a menudo infravalorado, es igualmente único.

Además, pese a su incapacidad para mantener un sistema nacional de ferrocarriles, los estadounidenses no sólo crearon una red de autopistas financiadas por los contribuyentes, sino que, actualmente, en algunas de sus grandes ciudades cuentan con eficaces sistemas de transporte público precisamente cuando a los ingleses no se les ocurre nada mejor que entregar el suyo al sector privado a precios de saldo. Desde luego, los ciudadanos de Estados Unidos siguen siendo incapaces de dotarse incluso de los servicios mínimos de un sistema público de salud; pero «público» como tal no siempre fue un oprobio en el léxico nacional.