¿QUÉ QUEREMOS?

El propósito de mi existencia es hacer la vida más

agradable a la gran mayoría; no me preocupa si para ello debe

volverse menos agradable para la minoría acomodada.

JOSEPH CHAMBERLAIN

De todos los fines conflictivos y sólo en parte conciliables que podamos perseguir, el prioritario es sin duda reducir la desigualdad. En condiciones de una desigualdad endémica resulta difícil alcanzar todas las demás metas deseables. Sea en Delhi o en Detroit, los pobres y los desvalidos no pueden esperar justicia. No disponen de atención médica y sus vidas se ven limitadas en potencial y duración. Tampoco tienen acceso a una buena educación y sin ella no pueden esperar conseguir un empleo mínimamente seguro, y mucho menos participar en la cultura y la civilización de su sociedad.

En este sentido, el acceso desigual a todo tipo de recursos —desde los derechos hasta el agua— es el punto de partida de toda crítica verdaderamente progresista del mundo. Pero la desigualdad no es sólo un problema técnico. Ilustra y exacerba la pérdida de cohesión social, la sensación de vivir en comunidades cerradas cuya principal función es mantener fuera a las demás personas (menos afortunadas que nosotros) y confinar nuestras ventajas a nosotros mismos y nuestras familias: la patología de la época y la mayor amenaza para la salud de la democracia.

Si seguimos siendo grotescamente desiguales, perderemos todo sentido de fraternidad: y la fraternidad, pese a su fatuidad como objetivo político, es una condición necesaria de la propia política. Desde hace mucho se considera que inculcar el sentido de un propósito común y dependencia mutua es la piedra angular de una sociedad. Actuar juntos para alcanzar una meta compartida es una fuente de gran satisfacción en cualquier actividad, desde los deportes no profesionales hasta los ejércitos profesionales. En este sentido siempre hemos sabido que la desigualdad no es sólo preocupante desde el punto de vista moral: también es ineficaz.

Las corrosivas consecuencias de la envidia y el resentimiento que se producen en las sociedades marcadamente desiguales se mitigarían mucho en condiciones de mayor igualdad: así lo demuestra la población penal en los países más igualitarios. Una población menos estratificada también está mejor educada: aumentar las oportunidades para los que están abajo en nada empeora las perspectivas de los que ya están bien situados. Y las poblaciones educadas no sólo disfrutan de vidas mejores, sino que también se adaptan más rápidamente y con menos coste a los dilemas del cambio tecnológico.

Hay numerosos indicios que demuestran que incluso quienes están bien situados en las sociedades desiguales serían más felices si la brecha que los separa de la mayoría de sus conciudadanos se redujera de forma significativa. Desde luego, se sentirían más seguros. Pero no sólo es una cuestión de egoísmo: vivir cerca de personas cuya condición representa un reproche ético permanente es una fuente de incomodidad incluso para los ricos.

El egoísmo resulta incómodo aun para los egoístas. De ahí el auge de las comunidades cerradas: los privilegiados no quieren que se les recuerden sus privilegios —si éstos tienen connotaciones moralmente dudosas—. Desde luego, cabría sostener que después de tres décadas de inculcar el egoísmo, los jóvenes en Estados Unidos y en otros países ya no son tan sensitivos. Pero no lo creo. El perenne deseo de la juventud de hacer algo «útil» o «bueno» está arraigado en un instinto que no hemos logrado eliminar. Y no es que no lo hayamos intentado: ¿por qué, si no, han creado las universidades «escuelas de negocios» para estudiantes de grado?

Ha llegado el momento de revertir esta tendencia. En las sociedades posreligiosas como la nuestra, en las que la mayoría de las personas hallan sentido y satisfacción en fines seculares, sólo alimentando lo que Adam Smith denominó nuestras «inclinaciones benevolentes» y contrarrestando nuestros deseos egoístas podemos «producir en la humanidad esa armonía de sentimientos y pasiones en que consiste su naturaleza y propiedad».[28]