EL CULTO DE LO PRIVADO
Sugerir la acción social por el bien público a la ciudad
de Londres es como discutir el origen de las especies
con un obispo hace sesenta años.
JOHN MAYNARD KEYNES
Entonces, ¿qué han hecho los «orates en el poder» de los que hablaba Keynes con las ideas que heredaron de economistas caducos? Han empezado a desmantelar las competencias e iniciativas propiamente económicas del Estado. Es importante que quede claro: esto no ha significado ninguna reducción del Estado per se. Margaret Thatcher —como George W. Bush y Tony Blair después de ella— nunca dudó en reforzar los instrumentos represivos y de recogida de información del gobierno central. Gracias a las cámaras de circuito cerrado las escuchas telefónicas, Homeland Security, Independent Safeguarding Authority y otros mecanismos, ha seguido ampliándose el control panóptico que el Estado moderno ejerce sobre sus súbditos. Mientras que Noruega, Finlandia, Francia, Alemania y Austria —todos ellos Estados niñera, «de la cuna a la tumba»— nunca han recurrido a ese tipo de medidas excepto en tiempos de guerra, son las sociedades de mercado anglosajonas, que tanto se vanaglorian de sus libertades, las que han ido más lejos en estas direcciones orwellianas.
Por de pronto, si tuviéramos que identificar una sola consecuencia general de la transformación intelectual que caracterizó el último tercio del siglo xx, probablemente sería el culto al sector privado y, en particular, el culto a la privatización. Algunos dirían que el entusiasmo por desprenderse de los bienes públicos sólo era pragmático. ¿Por qué privatizar? Porque en una época de restricciones presupuestarias la privatización parece que ahorra dinero. Si el Estado posee una fábrica ineficaz o un servicio caro —el suministro de agua, por ejemplo, o los ferrocarriles—, se desprende de él mediante la transferencia a compradores privados.
La venta aporta dinero a las arcas del Estado. Mientras, al entrar en el sector privado, la empresa en cuestión se hace más eficiente gracias al afán de lucro. Todo el mundo sale ganando: el servicio mejora, el Estado se libra de una responsabilidad que en realidad no le corresponde, los inversores obtienen beneficios y el sector público obtiene unos ingresos únicos por la venta. Por lo tanto, aparentemente la privatización representa una retirada de las preferencias dogmáticas centradas en el Estado y la vuelta al cálculo estrictamente económico.
Después de todo, «no se ha podido demostrar prácticamente en ningún país que el rendimiento de las industrias nacionalizadas fuera mejor que el de las empresas privadas o mixtas».[17] Y las desventajas de la propiedad pública son indudables. En el Reino Unido en especial, el Tesoro se limitaba a exprimir compañías que eran potencialmente rentables. Se invertía lo mínimo y la mayor parte de los beneficios iban a engrosar las arcas públicas. Así, se esperaba que el ferrocarril y las minas mantuvieran los precios bajos por razones sociales y políticas, pero, al mismo tiempo, se les exigía que dieran beneficios.
A la larga, esto hizo que las empresas no fueran rentables. En otros lugares, en Suecia, por ejemplo, el Estado intervenía menos en la economía, pero con frecuencia regulaba sueldos, condiciones, precios y productos, lo que tenía un efecto amortiguador. De esta forma, a los beneficios económicos a corto plazo de la privatización había que sumar un hipotético incremento en la iniciativa y la eficacia. Se suponía razonablemente que, como mínimo, una empresa de propiedad pública que pasaba a manos privadas se beneficiaría de inversiones a largo plazo y precios eficientes.
Esto en cuanto a la teoría. La práctica ha sido muy diferente. Con la llegada del Estado moderno (en especial durante el transcurso del siglo pasado), transportes, hospitales, escuelas, servicios postales, ejércitos, prisiones, fuerzas de policía y el acceso económico a la cultura —servicios esenciales en los que el afán de lucro no tiene un efecto beneficioso— pasaron a depender de la regulación o del control público. Ahora se les está devolviendo a los empresarios privados.
Hemos presenciado un traspaso continuado de la responsabilidad pública al sector privado sin que ello haya representado ninguna ventaja colectiva evidente. Al contrario de lo que pretenden el mito popular y la teoría económica, la privatización es ineficiente. La mayoría de las cosas que a los gobiernos les ha parecido oportuno traspasar al sector privado estaba dando pérdidas: tanto si se trataba de ferrocarriles, minas, servicios postales, o suministro de energía, costaban más proporcionarlos y mantenerlos que los ingresos que pudieran generar.
Precisamente por esta razón dichos bienes públicos carecían intrínsecamente de atractivo para los compradores privados a no ser que se ofrecieran con grandes descuentos. Pero cuando el Estado vende barato, el público pierde. Se ha calculado que, en el transcurso de la era Thatcher de privatizaciones en el Reino Unido, el precio deliberadamente bajo al que se pusieron a la venta antiguos activos públicos resultó en una transferencia neta de 14.000 millones de libras de los contribuyentes a los accionistas e inversores.
A esta pérdida habría que sumar 3.000 millones de libras en comisiones a los banqueros que realizaron las transacciones en las privatizaciones. Por lo tanto, el Estado desembolsó al sector privado en torno a 17.000 millones de libras (30.000 millones de dólares) para facilitar la venta de activos para los cuales no habría habido comprador en otro caso. Son sumas importantes de dinero —aproximadamente la dotación de la Universidad de Harvard, por ejemplo, o el PIB de Paraguay o el de Bosnia-Herzegovina—. Difícilmente puede interpretarse esto como un uso eficiente de los recursos públicos.
Una razón de que la privatización en el Reino Unido parezca engañosamente beneficiosa es que coincide con el final de décadas de decadencia británica en comparación con sus competidores europeos. Pero esto se debió casi exclusivamente al descenso de las tasas de crecimiento en los demás países: no hubo un repentino cambio de tendencia en el comportamiento económico británico. El mejor estudio que se ha realizado sobre este tema concluye que la privatización en sí tuvo un impacto decididamente modesto sobre el crecimiento económico a largo plazo, mientras que propició una redistribución regresiva de la riqueza de los contribuyentes y consumidores a los accionistas de las compañías recién privatizadas.[18]
La única razón para que los inversores privados estén dispuestos a adquirir bienes públicos que en apariencia son ineficientes es que el Estado elimina o reduce su exposición al riesgo. En el caso del Metro de Londres, por ejemplo, se creó un «Consorcio Público-Privado» [Public-Private Partnership o PPP] para invitar a los inversores interesados a participar. Se aseguró a las compañías compradoras que pasara lo que pasara estarían protegidas contra pérdidas graves —lo que debilita el argumento a favor de la privatización: el afán de lucro—. En esas condiciones privilegiadas el sector privado resulta al menos tan ineficaz como el público: se emboba los beneficios y deja que el Estado cargue con las pérdidas.
El resultado ha sido el peor tipo de «economía mixta»: una empresa privada apoyada indefinidamente por fondos públicos. En Gran Bretaña, los recién privatizados Grupos de Hospitales del Servicio Nacional de la Salud quiebran periódicamente: casi siempre porque se les insta a que generen todos los beneficios posibles, pero se les prohíbe cobrar lo que piensan que el mercado puede soportar. Entonces, los trusts de hospitales (como el Metro de Londres, cuyo PPP se hundió en 2007) acuden al gobierno para que se haga cargo de la factura. Cuando esto ocurre en serie —como pasó con los ferrocarriles privatizados—, el efecto es una paulatina renacionalización de facto, pero sin ninguna de las ventajas del control público.[19]
El resultado es un albur moral. El popular tópico de que los bancos que pusieron de rodillas a las finanzas internacionales en 2008 eran «demasiado grandes para dejar que se hundieran» se puede extender infinitamente. Ningún gobierno puede permitir que su sistema de ferrocarriles «se hunda». No se puede dejar que las compañías eléctricas o de gas privatizadas, o las redes de control del tráfico aéreo, acaben paralizándose Por la mala gestión o por incompetencia financiera. Y, claro está, sus nuevos gestores y propietarios lo saben.
Es curioso que este aspecto escapara a la aguda vista de Friedrích Hayek. Con todo lo que insistió en que las industrias monopolísticas (incluidos el ferrocarril y los servicios públicos) debían dejarse en manos privadas, no se preocupó de prever las implicaciones: como nunca podría permitirse que esos servicios nacionales vitales quebraran, los nuevos dueños podrían correr riesgos, malgastar o hacer un uso indebido de los fondos, sabedores de que el gobierno acudiría al rescate.
El albur moral se produce incluso en el caso de instituciones y negocios que en principio son beneficiosos para la colectividad. Recordemos lo que ocurrió con Fannie Mae y Freddie Mac, las agencias privadas responsables de facilitar hipotecas a los estadounidenses de clase media: un servicio vital para el bienestar de una economía de consumo basada en la propiedad de la vivienda y los créditos baratos. Antes de la quiebra de 2008, Fannie Mae llevaba varios años recibiendo préstamos del gobierno (a unas tasas de interés artificialmente bajas) y prestándolo comercialmente con beneficios muy sustanciales.
Como se trataba de una empresa privada (aunque con acceso privilegiado a los fondos públicos), esos beneficios representaban dinero público reciclado para los accionistas y ejecutivos de la compañía. El hecho de que a consecuencia de esas transacciones interesadas se concedieran millones de hipotecas sólo constituye un agravante: cuando Fannie Mae se vio obligada a resolver los préstamos, causó un gran sufrimiento a una amplia franja de la clase media estadounidense.
Los estadounidenses han privatizado menos que sus admiradores británicos. Pero la dotación deliberadamente insuficiente de servicios públicos, como Amtrak, que no cuentan con el favor gubernamental ha desembocado en un servicio inadecuado, condenado a ser ofrecido más pronto o más tarde a precio de saldo a un comprador privado. En Nueva Zelanda, donde el gobierno privatizó los servicios de ferrocarril y de transbordadores en la década de 1990, sus nuevos propietarios les despojaron implacablemente de todos los activos vendibles. En julio de 2008 el gobierno de Wellington no tuvo más remedio que volver a poner bajo control público un transporte eviscerado y que seguía dando pérdidas, pero con un coste mucho mayor del que habría sido necesario si se hubiera invertido debidamente en él desde el principio.
En la historia de la privatización hay ganadores además de perdedores. En Suecia, tras una crisis bancaria que dejó al Estado con una grave falta de ingresos, el gobierno (conservador) de comienzos de los años noventa reasignó el 14 por ciento de las aportaciones para la jubilación, hasta entonces monopolizadas por el Estado, aplanes de pensiones privados. Como cabía esperar, los principales beneficiarios de la operación fueron las compañías de seguros. De la misma forma, entre las condiciones en que los servicios públicos británicos se vendieron al mejor postor estaba la «prejubilación» de decenas de miles de trabajadores. Éstos perdieron sus empleos y el Estado tuvo que cargar con unas pensiones para las que no había suficientes fondos, pero a los accionistas de las nuevas compañías privatizadas se les eximió de toda responsabilidad.
Entregar la propiedad a los empresarios permite al Estado desentenderse de sus obligaciones morales. Esto fue deliberado: en el Reino Unido, entre 1979 y 1996 (es decir, durante los años de Thatcher y de Major), la proporción del sector privado de servicios personales subcontratada por el gobierno ascendió del 11 al 34 por ciento, correspondiendo el incremento mayor al cuidado residencial de personas mayores, niños y enfermos mentales. Los recién privatizados hogares y centros de atención lógicamente redujeron la calidad del servicio para aumentar los beneficios y los dividendos. De esta forma, el Estado del bienestar se fue desmontando a hurtadillas para beneficio de un puñado de empresarios y accionistas.
La subcontratación nos lleva al tercer argumento, quizá el más revelador, contra la privatización. Muchos de los bienes y servicios de los que los Estados tratan de desprenderse han sido mal gestionados: por incompetencia, inversiones insuficientes, etcétera. No obstante, por mala que sea la gestión, los servicios postales, las redes ferroviarias, las residencias para jubilados, las cárceles y otras provisiones objeto de la privatización no pueden dejarse por completo a los caprichos del mercado. En la gran mayoría de los casos son intrínsecamente el tipo de actividad que alguien debe regular: por eso acabaron en las manos públicas en su momento.
La disposición semiprivada-semipública de responsabilidades que en lo esencial son colectivas nos lleva de nuevo a una historia que ya es muy vieja. Si su declaración de impuestos es investigada actualmente en Estados Unidos es porque el gobierno ha decido investiga le, pero lo más probable es que la investigación en sí la realice una compañía privada. El gobierno ha subcontratado el servicio para que alguien lo lleve a cabo en nombre del Estado, de la misma forma que Washington contrata a agentes privados para que se encarguen (con beneficios) de la seguridad, el transporte y el know-how técnico en Irak y Afganistán.
En suma, los gobiernos ceden cada vez más sus responsabilidades a empresas privadas, que ofrecen administrarlas mejor que el Estado y con menores costes. En el siglo XVIII esto se llamaba taxfarming: la venta de los derechos de recaudación. Los primeros gobiernos modernos con frecuencia carecían de medios para recaudar impuestos y por tanto invitaban a individuos privados a que presentaran ofertas para encargarse de esa tarea. Quien hacía la oferta más alta obtenía el empleo y —una vez que había pagado la suma estipulada— podía recaudar lo que le pareciese y quedárselo. El gobierno aceptaba un descuento en sus ingresos impositivos previstos a cambio de un anticipo en efectivo.
Después de la caída de la monarquía en Francia hubo un consenso general en que ese sistema era absurdo e ineficiente. En primer lugar, desacredita al Estado, que en la mentalidad popular estaba representado por un avaro recaudador privado. En segundo lugar, genera bastantes menos ingresos que un sistema de recaudación gubernamental bien administrado, aunque sólo sea por el margen de beneficio del recaudador privado. Y, en tercer lugar, despierta hostilidad entre los contribuyentes.
Actualmente, en Estados Unidos y en el Reino Unido tenemos un Estado desacreditado y una plétora de avaros recaudadores privados. Lo interesante es que (todavía) no tengamos contribuyentes hostiles —o, en todo caso, lo suelen ser por las razones equivocadas—. No obstante, el problema que nos hemos creado es comparable en lo esencial al del Ancien Régime.
Hoy ocurre como en el siglo XVIII: al eviscerar las competencias y responsabilidades del Estado, hemos debilitado su posición pública. Hay pocas personas en Inglaterra, y menos aún en Estados Unidos, que sigan creyendo en lo que una vez se consideró la «misión del servicio público» la obligación de proporcionar ciertos tipos de bienes y servicios por el simple hecho de que son de interés público. No está claro que un gobierno que reconoce su renuencia a asumir esas responsabilidades y que prefiere trasladarlas al sector privado y dejarlas a los caprichos del mercado esté haciendo algo para aumentar su eficiencia. Pero desde luego está renunciando a atributos fundamentales del Estado moderno.
En efecto, la privatización invierte el proceso secular en virtud del cual el Estado se fue haciendo cargo de cosas que las personas no podían o no querían asumir individualmente. Las corrosivas consecuencias de esto para la vida pública se ponen inadvertidamente de manifiesto, como en tantos casos, en el nuevo «lenguaje político». En los círculos universitarios británicos el mercado como metáfora domina la conversación. Se pide a decanos y jefes de departamento que evalúen la «producción» y el «impacto» económico al juzgar la calidad de un trabajo. Cuando los políticos y los funcionarios ingleses se dignan a justificar el abandono de los monopolios de servicios públicos tradicionales, hablan de «diversificar a los proveedores». Cuando en junio de 2008 el secretario británico de Trabajo y Pensiones anunció los planes para privatizar los servicios sociales —incluidos los programas paliativos de lucha contra el desempleo a corto plazo que permitían a Whitehall publicar unas cifras de paro engañosamente bajas— afirmó que estaba «optimizando la provisión del bienestar».
¿Qué significa para quienes están en el otro extremo cuando todo, desde el autobús local al funcionario de la libertad condicional, son parte de alguna empresa privada que mide su rendimiento exclusivamente de acuerdo con un criterio de rentabilidad a corto plazo? En primer lugar, hay un impacto negativo sobre el bienestar (por utilizar la misma jerga). La principal deficiencia de los antiguos servicios públicos era la naturaleza restrictiva de sus recursos y regulaciones —la talla única: los puntos de venta de alcohol suecos, los cafés de los ferrocarriles británicos, los centros de asistencia sindicalizados en Francia, etcétera—. Pero al menos la provisión era universal y para bien o para mal se les consideraba responsabilidad pública.
El auge de la cultura empresarial ha destruido todo esto. Una compañía telefónica privatizada puede crear centros de atención al cliente automatizados y corteses (mientras que en las antiguas empresas nacionalizadas, nadie se hacía ilusiones de que sus quejas fueran escuchadas); pero no ha cambiado nada sustancial. Además, un servicio social proporcionado por una empresa privada no se presenta como un bien colectivo al que pueden acceder todos los ciudadanos. No es de extrañar que se haya producido un marcado descenso en el número de personas que solicitan prestaciones y servicios a los que tienen derecho.
El resultado es una sociedad eviscerada. El ciudadano de a pie —que necesita subsidio de desempleo, atención médica, prestaciones sociales u otros servicios instituidos oficialmente— ya no acude de manera instintiva al Estado, la administración o el gobierno. La prestación o el servicio en cuestión ahora lo «suministra» con frecuencia un intermediario privado. Por lo tanto, la densa trama de interacciones sociales y bienes públicos ha quedado reducida al mínimo y lo único que vincula al ciudadano con el Estado es la autoridad y la obediencia.
Esta reducción de l «sociedad» a una tenue membrana de interacciones entre individuos privados se presenta hoy como la ambición de los liberales y de los partidarios del mercado libre. Pero nunca deberíamos olvidar que primero, y sobre todo, fue el sueño de los jacobinos, los bolcheviques y los nazis: si no hay nada que nos una como comunidad o como sociedad, entonce dependemos enteramente del Estado. Los gobiernos que son demasiado débiles o están demasiado desacreditados como para actuar a través de sus ciudadanos es más probable que traten de alcanzar sus fines por otros medios: exhortando, persuadiendo, amenazando y, en última instancia, forzando a las personas a obedecerlos. La pérdida de un propósito social articulado a través de los servicios públicos en realidad aumenta los poderes de un Estado todopoderoso.
Este proceso no tiene nada de misterioso: Edmund Burke lo describió acertadamente e su crítica de la Revolución Francesa. Toda sociedad —sostiene en sus Reflexiones sobre la Revolución Francesa— que destruye el tejido de su Estado no tarda en «desintegrarse en el polvo y las cenizas de la individualidad». Al eviscerar los servicios públicos y reducirlos a una red de proveedores privados subcontratados hemos empezado a desmantelar el tejido del Estado. En cuanto al polvo y las cenizas de la individualidad, a lo que más se parece es a la guerra de todos contra todos de la que hablaba Hobbes, en la que, para muchas personas, la vida se ha vuelto de nuevo solitaria, pobre y más que un poco desagradable.