LAS IRONÍAS DEL POSCOMUNISMO

Lo conseguimos todo, pero, para mí, lo conseguido ha

resultado ser una sátira de nuestros sueños.

KRZYSZTOF KIESLOWSKI

Pero, si todos somos «demócratas», ¿qué nos distingue ahora? ¿Qué es lo que defendemos? Sabemos lo que no queremos: de la amarga experiencia del siglo pasado hemos aprendido que hay cosas que los Estados definitivamente no deben hacer. Hemos sobrevivido a una era de doctrinas que pretenden decir, con un aplomo alarmante, cómo debe actuar nuestros gobernantes y recordar a los individuos —mediante el empleo de la fuerza en caso necesario— que quienes están en el poder saben lo que es bueno para ellos. No podemos volver a todo eso.

Por otro lado, y a pesar de las presuntas «lecciones» de 1989, sabemos que el Estado no es completamente malo. Lo único peor que demasiado gobierno es demasiado poco: en los Estados fallidos las personas padecen tanta violencia e injusticia como bajo los gobiernos autoritarios, y además los trenes no son puntuales. Además, si nos paramos a pensar un momento sobre ello vemos que interpretar el siglo xx como una parábola de «socialismo frente a libertad» o «comunismo frente a capitalismo» es engañoso. El capitalismo no es un sistema político; es una forma de vida económica, compatible en la práctica con dictaduras de derecha (Chile bajo Pinochet), dictaduras de izquierda (la China contemporánea), monarquías socialdemócratas (Suecia) y repúblicas plutocráticas (Estados Unidos). Que las economías capitalistas funcionan mejor en condiciones de libertad quizá sea una cuestión más debatible de lo que solemos pensar.

Por el contrario, el comunismo —si bien es adverso a un mercado verdaderamente libre— al parecer puede adaptarse a una variedad de formas económicas, aunque inhibe la eficiencia de todas ellas. Así que teníamos razón al suponer que la caída del comunismo pondría fin a la defensa a ultranza de la planificación y el control central, pero no está claro qué otras conclusiones deberíamos extraer. Y el fracaso del comunismo simplemente no tiene por qué desacreditar toda provisión estatal o planificación económica.

El verdadero problema que afrontamos después de 1989 no es qué pensar del comunismo. La visión de una organización social total —la fantasía que animó a los utópicos de Sidney Webb a Lenin, de Robespierre a Le Corbusier— se ha desplomado. Pero la cuestión de cómo hemos de organizamos en beneficio común no ha perdido un ápice de su importancia. Nuestro desafío es recuperarla de entre los escombros.

Como sabe cualquiera que conozca la Europa del Este poscomunista de primera mano, la transición del igualitarismo represivo a la codicia desatada no es atractiva. No son pocos en la región los que hoy secundarían con entusiasmo la idea de que el sentido de la libertad política es hacer dinero. Desde luego, ésta es la idea del presidente de la República Checa Václav Klaus, y no es el único.

Pero ¿por qué habría de parecemos que contemplar cómo unos codiciosos empresarios salen enriquecidos del derrumbamiento de un Estad autoritario es mucho mejor que el propio autoritarismo? Ambas situaciones sugieren que algo falla seriamente en nuestra sociedad. La libertad es la libertad. Pero si conduce a la desigualdad, la pobreza y el cinismo, deberíamos decirlo con claridad en vez de ocultarlo bajo la alfombra en nombre del triunfo de la libertad sobre la opresión.

Al término del siglo xx la socialdemocracia en Europa había hecho realidad muchas de las políticas de su programa, pero había olvidado o abandonado buena parte de su lógica original. Desde Escandinavia hasta Canadá, la izquierda política y las instituciones que inauguró descansaban sobre alianzas «interclasistas» de obreros y campesinos, trabajadores de cuello azul y clase media. Es la defección de esta última la que plantea el mayor desafío a los Estados del bienestar y a los partidos que los crearon. Pese a ser los principales beneficiarios de la legislación del bienestar en gran parte de Europa y Norteamérica, la creciente proporción de electores occidentales que se identificaban con el «centro» era cada vez más escéptica y renuente a la carga impositiva necesaria para mantener esas instituciones igualitarias.

El aumento del desempleo durante la década de 1970 acrecentó la tensión sobre el Tesoro público y redujo sus ingresos impositivos. Además, la inflación de aquellos años aumentó las cargas sociales e impositivas —aunque sólo fuera nominalmente— sobre quienes seguían teniendo empleo. Y llegó un momento en que éstos, desproporcionadamente más cualificados y formados, empezaron a sentirse agraviados por ello. Lo que en el pasado se había aceptado implícitamente como un acuerdo recíproco empezó a calificarse de «injusto»: los beneficios del Estado del bienestar ahora parecían «excesivos».

Mientras que en la década de 1940 la mayoría de los trabajadores manuales no pagaban impuestos y por tanto eran beneficiarios netos de los nuevos beneficios sociales, en la de 1970 —de nuevo gracias a la inflación así como a los incrementos salariales— muchos de ellos habían entrado en la categoría impositiva de la clase media. Además, con el tiempo se habían jubilado y por tanto eran receptores de beneficios como las pensiones y otras provisiones públicas relacionadas con la edad (pases gratuitos para el transporte público, entradas subvencionadas a teatros y salas de conciertos). Todo esto lo pagaban sus hijos, que no tenían recuerdos personales de la Depresión y la guerra, y por tanto no estaban familiarizados de forma directa con las circunstancias que habían dado lugar a esas provisiones. Simplemente les indignaba su coste.

Por tanto, desde una perspectiva pesimista, el «momento» socialdemócrata no logró sobrevivir a su generación fundadora. A medida que los beneficiarios envejecían y los recuerdos se apagaban, fue empalideciendo el atractivo de unos costosos Estados del bienestar. Este proceso se aceleró durante las décadas de 1980 y 1990, cuando los regímenes neoliberales de la época empezaron a gravar selectivamente beneficios universales: una reintroducción subrepticia de la comprobación de los ingresos calculada para disminuir e entusiasmo de la clase media por unos servicios sociales que, tal y como se percibían ahora, sólo beneficiaban a los muy pobres.

¿Es cierto que los Estados del bienestar y la socialdemocracia son insoportablemente caros? Con frecuencia se ha explotado la situación en apariencia absurda de que muchos trabajadores del sector público europeo puedan prejubilarse manteniendo prácticamente su sueldo completo —con un coste sustancial e impopular para los contribuyentes del sector privado—. Un caso bien conocido es el de los ferroviarios franceses, que tienen derecho a jubilarse a partir de los cincuenta años con pensiones generosas y actualizadas de acuerdo con la inflación. ¿Cómo puede, preguntan los críticos, una economía eficiente sobrevivir a tales cargas?

Cuando los sindicatos (controlados por los comunistas) negociaron estos paquetes poco después de la II Guerra Mundial, los ferroviarios eran un tipo muy diferente de trabajadores. Solían entrar en el ferrocarril al dejar el colegio a la edad de trece años y llevaban a cabo tareas manuales peligrosas —manejar máquinas de vapor— durante cuatro décadas. Cuando se jubilaban a los cincuenta y pocos años estaban agotados: padecían frecuentes enfermedades y su esperanza de vida rara vez sobrepasaba diez años más. Una pensión generosa era una demanda mínima razonable y la carga sobre el Estado se toleraba sin dificultad.

Hoy, los conductores del TGV pasan su jornada de trabajo resguardados cómodamente en una cabina con aire acondicionado y lo más parecido que hacen al trabajo manual es pulsar una serie de interruptores eléctricos para activar su maquinaria. En este caso, retirarse antes de los cincuenta y cinco años parece absurdo. Sin duda, es caro: gracias a las provisiones médicas y de otro tipo del Estado del bienestar francés, muy bien pueden llegar a vivir casi noventa años. Esto representa una carga considerable para la economía pública, así como para el presupuesto anual de los ferrocarriles del Estado.

No obstante, la respuesta no es suprimir el principio de unos paquetes de jubilación generosos, la provisión de atención médica y otras prestaciones. Los políticos deben encontrar el valor para insistir (en este caso) en un retraso significativo de la edad de jubilación —y después justificarlo ante sus electores—. Pero esos cambios son impopulares y los políticos de hoy evitan la impopularidad casi a cualquier precio. En gran medida los dilemas y deficiencias del Estado del bienestar son consecuencia de la pusilanimidad política más que de la incoherencia económica.

Con todo, los problemas que afronta la socialdemocracia son reales. Sin una narración ideológica y desprovista de lo que consideraba el «núcleo» de su base social se ha convertido en una especie de huérfana tras la engañosa euforia a raíz de 1989. Y pocos pueden negar que la política del bienestar, llevada a su extremo, tiene cierto regusto a «¡haz lo que se te dice!»: hubo momentos en la Escandinavia de la posguerra en que el entusiasmo por la eugenesia y la eficiencia social sugería no sólo cierta insensibilidad hacia la historia reciente sino también hacia el natural deseo humano de autonomía e independencia.

Además, como observó en una ocasión Leszek Kolakowski, el Estado del bienestar entraña la protección de la mayoría débil frente a la minoría fuerte y privilegiada. Por razonable que pueda sonar, este principio es implícitamente antidemocrático y potencialmente totalitario. Pero la democracia social nunca ha caído en un gobierno autoritario. ¿Por qué? ¿Acaso las instituciones democráticas mantienen a lo políticos honestos? Lo más probable es que fuera la aplicación, deliberadamente inconsistente, de la lógica del Estado protector lo que preservó su forma democrática.

Por desgracia, el pragmatismo no siempre es una buena política. La mayor virtud de la socialdemocracia de mediados del siglo xx —estar dispuesta a negociar sus convicciones básicas en pro del equilibrio, la tolerancia, la justicia y la libertad— parece ahora más bien una debilidad: falta de temple ante las nuevas circunstancias. Nos resulta difícil mirar más allá de aquellos compromisos y recordar las cualidades que conformaban el pensamiento progresista en sus inicios: lo que el sindicalista de comienzos del siglo XX Édouard Berth denominó «una revuelta del espíritu contra […] un mundo en el que el hombre estaba amenazado por una moral monstruosa y un materialismo metafísico».