LAS GRANDES SOCIEDADES

Nuestra nación defiende la democracia y unos buenos desagües.

JOHN BETJEMAN

¿Qué legaron la confianza, la tributación progresiva y el Estado intervencionista a las sociedades occidentales en las décadas que siguieron a 1945? La sucinta repuesta es seguridad, prosperidad, servicios sociales y mayor igualdad en diversos grados. En los últimos años nos hemos acostumbrado a la afirmación de que el precio pagado por esos beneficios —en ineficiencia económica, insuficiente innovación, asfixia del espíritu empresarial, deuda pública y pérdida de la iniciativa privada— era demasiado alto.

Los datos muestran la falsedad de la mayoría de esas críticas. Por la cantidad y la calidad de la legislación social aprobada entre 1932 y 1971, Estados Unidos fue sin duda una de esas «buenas sociedades»; pero pocos estarían dispuestos a afirmar que fallaba iniciativa o espíritu empresarial en aquellos prósperos años del Siglo Americano. No obstante, incluso si fuera cierto que los Estados europeos socialdemócratas y de servicios sociales de mediados del siglo xx eran insostenibles desde el punto de vista económico, en sí mismo esto no invalidaría sus aspiraciones.

La socialdemocracia siempre fue una política híbrida. En primer lugar, mezcló los sueños socialistas de una utopía poscapitalista con el reconocimiento práctico de la necesidad de vivir y trabajar en un mundo capitalista que a todas luces no estaba en sus últimas fases, como Marx había previsto con entusiasmo en 1848. En segundo lugar, la socialdemocracia se tomaba en serio lo referente a la «democracia»: en contraste con los socialistas revolucionarios de comienzos del siglo xx y sus sucesores comunistas, en los países libres los socialdemócratas aceptaban las reglas del juego democrático y desde el principio el precio de competir por el poder fue llegar a compromisos con sus críticos y oponentes.

Además, los socialdemócratas no estaban sólo —ni principalmente— interesados en la economía (en contraste con los comunistas, para quienes siempre fue la medida de la ortodoxia marxista). Para los socialdemócratas, especialmente en Escandinavia, el socialismo era un concepto distributivo. Se trataba de garantizar que la riqueza y los activos no se concentraran de manera desproporcionada en manos de unos pocos privilegiados. Y esto, como hemos visto, era en esencia una cuestión moral: a los socialdemócratas, lo mismo que a los críticos de la «sociedad comercial» del siglo XVIII, les resultaban ofensivas las consecuencias de la competencia no regulada. Lo que buscaban no era tanto un futuro radical como una vuelta a los valores de una forma de vida mejor.

Por lo tanto, no debería sorprendernos que para una de las primeras socialdemócratas británicas como Beatrice Webb el «socialismo» que propugnaba pudiera resumirse en educación pública, provisión pública de servicios sanitarios y seguro médico, parques y campos de juego públicos, provisión colectiva para los ancianos, enfermos y desempleados, etcétera. Lo que tenía en mente, por tanto, era la unidad del mundo premoderno, su «economía moral», como la denominó E. P. Thompson: las personas deben cooperar, trabajar juntas para el bien común, sin excluir a nadie.

Los Estados del bienestar no eran necesariamente socialistas en su origen ni en sus objetivos. Fueron producto de otro cambio trascendental en los asuntos públicos que se produjo en Occidente entre los años treinta y los sesenta: un cambio que llevó a la administración a expertos y a estudiosos, a intelectuales y a tecnócratas, El resultado fue, en sus mejores ejemplos, el sistema de Seguridad Social de Estados Unidos o el Servicio Nacional de la Salud británico. Ambos fueron innovaciones extraordinariamente caras que rompieron con las reformas graduales del pasado.

La importancia de estos programas del bienestar no radica en el proyecto mismo —no se puede decir que fuera original la idea de garantizar a todos los estadounidenses una vejez segura o de poner a disposición de cada ciudadano británico atención médica de primera clase sin tique moderador—. Pero la idea de que el gobierno era quien mejor podía ocuparse de esas cosas y, por lo tanto, debía ocuparse de ellas no tenía precedentes.

Precisamente, siempre fue un asunto controvertido cómo debían proporcionarse esos servicios y recursos. Los universalistas, influidos por Gran Bretaña, defendían una tributación universal alta para financiarlos y que todas las personas tuvieran el mismo acceso. Los selectivistas preferían calibrar los costes y beneficios de acuerdo con las necesidades y capacidades de cada ciudadano. Aunque se trataba de opciones prácticas, reflejaban teorías sociales y morales profundamente arraigadas.

El modelo escandinavo siguió un programa más selectivo, pero también más ambiguo. Su objetivo, tal y como lo articuló el sociólogo sueco Gunnar Myrdal, era institucionalizar la responsabilidad del Estado de «proteger a las personas de sí mismas»". Ni los estadounidenses ni los británicos tenían esas ambiciones. La idea de que competía al Estado saber qué era bueno para los ciudadanos —aunque la aceptamos sin protestar en los currículos escolares y en las decisiones médicas— tenía cierto regusto de eugenesia y quizá de eutanasia.

Incluso en su época de mayor apogeo, los Estados del bienestar escandinavos dejaron la economía al sector privado, que soportaba una carga tributaria muy alta para financiar los servicios sociales, culturales, etcétera. Suecos, finlandeses, daneses y noruegos se dotaron no de la propiedad colectiva, sino de la garantía de protección colectiva. Con la excepción de Finlandia, todos los escandinavos tenían planes de pensión privados, algo que habría parecido muy extraño a los ingleses o incluso a la mayoría de los estadounidenses de aquellos días. Pero acudían al Estado para casi todo lo demás y aceptaban sin problemas la considerable intromisión moral que esto entrañaba.

Los Estados del bienestar de la Europa continental —lo que los franceses denominan Etat providente o «Estado providencia»— siguieron un tercer modelo. En este caso el énfasis se puso en proteger al ciudadano empleado de los estragos de la economía de mercado. Hay que señalar que, en este caso, el término «empleado» no se ha escogido a la ligera. En Francia, Italia y Alemania Occidental era el mantenimiento de los empleos y las rentas ante los reveses económicos lo que preocupaba al Estado del bienestar.

A los estadounidenses, e incluso a los ingleses actuales, esto les debe parecer muy peculiar. ¿Por qué proteger a un hombre o una mujer de la perdida de un empleo que ya no produce nada que la sociedad quiera? ¿No será mejor reconoce r la «destrucción creativa» del capitalismo y esperar a que surjan trabajos mejores? Pero, desde la perspectiva continental, las implicaciones políticas de echar a gran número de personas a la calle en épocas de depresión económica eran mucho más importantes que una hipotética pérdida de eficiencia por mantener empleos «innecesarios». Como los gremios del siglo XVIII, los sindicatos franceses o alemanes aprendieron a proteger a los de «dentro» —hombres y mujeres que ya tenían un trabajo fijo— de los de «fuera»: jóvenes, no cualificados y otros en busca de empleo.

El efecto de este tipo de Estado de protección social era y es poner coto a la inseguridad, al precio de distorsionar el funcionamiento supuestamente neutral del mercad o de trabajo. La asombrosa estabilidad de las sociedades continentales, que habían experimentado episodios sangrientos y de guerra civil apenas unos años antes, arroja una luz favorable sobre el modelo europeo. Además, mientras que las economías británica y estadounidense han sufrido los estragos de la crisis financiera de 2008 —más del 16 por ciento de la mano de obra estadounidense está oficialmente en el paro o ya no busca empleo en el momento de escribir este libro (febrero de 2010)—, Alemania y Francia han capeado el temporal con mucho menos sufrimiento humano y exclusión económica.

Proteger los «buenos» trabajos al precio de no crear más empleos basura ha sido una opción deliberada de Francia, Alemania y otros Estados del bienestar continentales. Ya en los años setenta en Estados Unidos y el Reino Unido el empleo precario y mal pagado empezó a sustituir a los trabajos más estables de los años de crecimiento. Actualmente, una persona joven puede considerarse afortunada si encuentra una ocupación, con el sueldo mínimo y sin seguridad social, en Pizza Hut, Tesco o Wal-Mart. En Francia o Alemania es más difícil acceder a esas vacantes. Pero quién puede afirmar, y con qué argumentos, que alguien está mejor trabajando por un sueldo bajo en Wal-Mart que cobrando el seguro de desempleo de acuerdo con el modelo europeo. La mayoría de las personas prefieren trabajar, desde luego. Pero ¿a qué precio?

Las prioridades del Estado tradicional eran la defensa, el orden público, prevenir las epidemias y evitar el malestar entre las masas. Pero tras la II Guerra Mundial, el gasto social, que no dejó de aumentar hasta 1980 aproximadamente, se convirtió en la principal responsabilidad presupuestaria de los Estados modernos. Para 1988, con la notable excepción de Estados Unidos, los principales países desarrollados dedicaban más recursos al bienestar, en sentido amplio, que a ninguna otra cosa.

Es comprensible que también se produjera un marcado aumento de los impuestos en aquellos años.

A los que fueran lo suficientemente mayores como para recordar cómo habían sido las cosas antes, este crescendo del gasto social y la provisión de bienestar les debió de haber parecido poco menos que milagroso. El difunto politólogo angloalemán Ralf Dahrendorf, que estaba bien situado para apreciar la magnitud de los cambios que había presenciado en su vida, escribió sobre aquellos años optimistas que «en muchos aspectos, el consenso socialdemócrata significa el mayor progreso que la historia ha visto hasta el momento. Nunca habían tenido tantas personas tantas oportunidades vitales».[11]

No se equivocaba. Los gobiernos socialdemócratas y del bienestar mantuvieron no sólo el pleno empleo durante casi tres décadas, sino también unas tasas de crecimiento más que competitivas con las de las economías de mercado no reguladas del pasado. Y, apoyándose en los éxitos económicos, introdujeron cambios sociales radicalmente disyuntivos que al cabo de unos pocos años llegaron a parecer completamente normales. Cuando Lyndon Johnson habló de construir una «gran sociedad» sobre la base de un fuerte gasto público en una serie de programas e instituciones financiados por el gobierno, pocos se opusieron a la propuesta y menos todavía la consideraron extraña.

A comienzos de la década de 1970 habría sido inconcebible contemplar el desmantelamiento de los servicios sociales, provisiones de bienestar, recursos culturales y educacionales financiados por el Estado y muchas otras cosas que para la gente habían cobrado carta de naturaleza. Desde luego, había quien señalaba la probabilidad de que se produjera un desequilibrio entre el gasto y los ingresos públicos a medida que envejecía la generación del baby boom y aumentaba la factura de las pensiones. Los costes institucionales de legislar la justicia social en tantas esferas de la actividad humana eran necesariamente considerables: el acceso a la educación superior, la provisión pública de asistencia legal a los indigentes y las subvenciones a las artes tenían un precio. Además, a medida que se ralentizaba el crecimiento de la posguerra y el desempleo endémico se convertía de nuevo en un serio problema, la base tributaria de los Estados del bienestar empezó a parecer más frágil.

Todas estas razones justificaban la inquietud en los años de declive de la «Gran Sociedad». Pero si bien habían de producir una cierta pérdida de confianza por parte de la élite administrativa, no explican la transición radical en actitudes y expectativas que ha marcado nuestra época. Una cosa es temer que un buen sistema no pueda mantenerse y otra muy distinta perder la fe en el sistema.