1989 Y EL FINAL DE LA IZQUIERDA

Lo peor del comunismo es lo que viene después.

ADAM MICHNIK

Con el comunismo cayó algo más que un puñado de Estados represivos y un dogma político. La desaparición de regímenes tan estrechamente vinculados a una narración revolucionaria significó el redoble de campanas por una promesa de progreso radical que había nacido doscientos años atrás. Siguiendo la senda de la Revolución Francesa, y con creciente confianza tras la toma del poder por Lenin en 1917, la izquierda marxista estaba inseparablemente unida a la idea de que el presente capitalista no sólo sería desplazado por un futuro socialista, sino que debía serlo. En las escépticas palabras del filósofo Bernard Williams, la izquierda simplemente daba por sentado que sus objetivos «son aplaudidos por todo el universo».[21]

Hoy resulta difícil recordar esta fe secular —la absoluta certeza con la que los intelectuales y políticos radicales invocaban leyes «históricas» inexorables para justificar sus convicciones políticas—. Una fuente era el positivismo del siglo XIX: la confianza neocientífica en el uso político de datos sociales. El 24 de octubre de 1884 la joven Beatrice Webb se describe en su diario jugando con los datos, pasándoselos entre los dedos mientras intentaba «imaginar que ante mí se extiende un mundo de conocimientos con el que puedo atar los cabos del destino humano».[22]

Como observaría más tarde William Beveridge, las personas como los Webb «daban la sensación de que pensando lo suficiente, mediante el progreso razonado, se podrían remediar todos los males del mundo».[23]

Esta confianza de finales de la era victoriana difícilmente podría sobrevivir el siglo xx. En los años cincuenta ya se estaba resquebrajando en muchos sectores a causa de los crímenes cometidos en nombre de la historia por Lenin y sus sucesores; de acuerdo con Ralf Dahrendorf, Richard Tawney (el historiador social británico que falleció en 1962) fue «la última persona a la que oí hablar del progreso sin sonrojo aparente».[24]

No obstante, al menos hasta 1989 en principio era posible creer que la historia avanzaba en direcciones que se podían averiguar y que —para bien o para mal— el comunismo representaba la culminación de una de esas trayectorias: el hecho de que ésta fuera una noción esencialmente religiosa no le restó atractivo para varias generaciones de progresistas seculares. Incluso después de las desilusiones de 1956 y de 1968, había muchos que seguían aferrándose a credos políticos que los situaban en el lado «correcto» del futuro, por preocupante que fuera el presente.

Una característica especialmente importante de esta ilusión fue el duradero atractivo del marxismo. Mucho tiempo después de que los pronósticos de Marx hubieran perdido toda pertinencia para la realidad, numerosos socialdemócratas, además de los comunistas, seguían insistiendo —aunque sólo fuera pro forma— en su fidelidad al Maestro. Esta lealtad proporcionaba a la izquierda política mayoritaria un vocabulario y unos principios doctrinales seguros, pero la privaba de respuestas políticas prácticas a los dilemas del mundo real.

Durante la crisis y la Depresión de los años treinta muchos presuntos marxistas se negaron a proponer o incluso a debatir soluciones a la crisis. Como los banqueros anticuados y los economistas neoclásicos, creían que el capitalismo está regido por leyes que no pueden soslayarse ni romperse, y que no tenía sentido interferir en su funcionamiento. Esta inflexibilidad hizo que a muchos socialistas, por aquel entonces y en años posteriores, les faltara sensibilidad para los desafíos morales: la política, según ellos, no tiene nada que ver con los derechos, ni siquiera con la justicia. Tiene que ver con las clases, la explotación y las formas de producción.

Por consiguiente, tanto socialistas como socialdemócratas permanecieron fieles hasta el final a los supuestos fundamentales del pensamiento socialista decimonónico. Este sistema de creencias residual —pues su relación con una verdadera ideología es aproximadamente la misma que la del anglicanismo más tolerante respecto a la ortodoxia católica con todos sus dogmas— proporcionaba un marco en el que cualquiera que se llamase socialdemócrata podía situar su política y por tanto distinguirse hasta de los liberales más reformistas o de los democratacristianos.

Esta es la razón por la que la caída del comunismo fue tan trascendental. Con su derrumbamiento se deshizo toda la madeja de doctrinas que había mantenido unida a la izquierda durante más de un siglo. Por pervertida que fuera la variante moscovita, su repentina y completa desaparición sólo podía tener un efecto disgregador en cualquier partido o movimiento que se autodenominase «socialdemócrata».

Esta era una peculiaridad de la política de izquierda.

Incluso si todos los regímenes conservadores y reaccionarios que hay en el mundo se derrumbaran mañana, y su imagen pública quedara manchada por mucho tiempo por la corrupción y la incompetencia, la política del conservadurismo sobreviviría intacta. El argumento a favor de «conservar» seguiría siendo tan viable como siempre. Pero, para la izquierda, la falta de una narración apuntalada en la historia deja un espacio vacío. Todo lo que queda es política: la política del interés, la política de la envidia, la política de la reelección. Sin idealismo, la política se reduce a una forma de contabilidad social, a la administración cotidiana de personas y cosas. Esto también es algo a lo que un conservador puede sobrevivir muy bien, pero para la izquierda significa una catástrofe.

Desde el comienzo la izquierda democrática en Europa se vio como una alternativa razonable al socialismo revolucionario y, más tarde, a su sucesor comunista. Por tanto, la socialdemocracia sufría una esquizofrenia inherente. Al tiempo que avanzaba segura hacia un futuro mejor no dejaba de mirar a la izquierda con inquietud con el rabillo del ojo. Nosotros, parecía decir, no somos autoritarios. Estamos a favor de la libertad, no de la represión. Somos demócratas que también creemos en la igualdad, la justicia social y los mercados regulados.

Mientras el principal objetivo de los socialdemócratas fue convencer a los votantes de que eran una opción respetable dentro del sistema liberal, esta posición defensiva tuvo sentido. Pero, hoy, esa retórica es incoherente. No es casual que una democratacristiana como Angela Merkel gane unas elecciones en Alemania contra sus oponentes socialdemócratas —incluso en plena crisis financiera— con una serie de políticas que, en todo lo esencial, se parecen al programa de ellos.

De una u otra forma, la socialdemocracia es la prosa de la política europea contemporánea. Hay muy pocos políticos europeos, y muchos menos en puestos influyentes, que no estén de acuerdo con el núcleo de supuestos socialdemócratas sobre las obligaciones del Estado, por mucho que puedan diferir en cuanto a su alcance. Por tanto, en la Europa de hoy los socialdemócratas no tienen nada distintivo que ofrecer: en Francia, por ejemplo, incluso su predisposición a favor de la propiedad estatal apenas los distingue del instinto colbertiano de la derecha gaullista. El problema actual radica no en la política socialdemócrata, sino en su lenguaje agotado. Al haberse extinguido el desafío autoritario de la izquierda, el énfasis en la democracia es en buena medida superfluo. Hoy todos somos demócratas.