LOS FERROCARRILES: ESTUDIO DE UN CASO
Las estaciones de ferrocarril […] no constituyen, por así
decirlo, parte de la ciudad que las rodea, sino que contienen
la esencia de su personalidad, lo mismo que llevan su nombre
pintado en los letreros.
MARCEL PROUST
Imaginemos una estación clásica: Waterloo Station en Londres, o la Gare de l’Est en París, o la espectacular Victoria Terminus en Bombay, o el espléndido Hauptbahnhof en Berlín. En estas catedrales de la vida moderna tiene un lugar el sector privado: no hay razón para que los quioscos de periódicos o los cafés sean gestionados por el Estado. Todo el que recuerde los sandwiches disecados envueltos en papel de los cafés de British Railways admitirá que en este campo conviene fomentar la competencia.
Pero los trenes no se pueden gestionar de forma competitiva. Los ferrocarriles —como la agricultura y el correo— son al mismo tiempo una actividad económica y un bien público esencial. Además, no se puede hacer más eficiente una red de ferrocarriles poniendo dos trenes en las vías y esperando a ver cuál funciona mejor, como dos marcas de mantequilla en un supermercado. Los pasajeros no deciden en cuál de dos trenes simultáneos montan basándose en el aspecto, la comodidad o el precio. Cogen el tren que sale cuando lo necesitan. Los trenes son un monopolio.
Esto no significa que los ferrocarriles no puedan ser privatizados. Lo han sido en muchos lugares. Pero las consecuencias suelen ser perversas. Supongamos que el gobierno autorizara a Safeway a ejercer un monopolio de cinco años sobre las ventas de los supermercados para la región que se extiende de Boston a Providence, o de Londres a Bristol. Imaginemos también que el gobierno garantizase la protección de Safeway si la cadena tuviera pérdidas. Y, por último, que diera a Safeway instrucciones detalladas por escrito sobre qué vender, la horquilla de precios en que se podría mover y las horas y los días en que debería abrir.
Desde luego, ninguna cadena de supermercados que se precie aceptaría esa oferta —ni ningún político en su sano juicio la haría—. Pero éstas son, en efecto, las condiciones en que las compañías privadas han estado operando con los trenes en el Reino Unido desde mediados de los noventa: con una combinación de lo peor del control monopolista del mercado, la interferencia estatal y el albur moral. La razón por la que nos parece absurda la analogía del supermercado es que la competencia entre este tipo de comercios tiene una buena lógica comercial. Pero la competencia entre compañías de ferrocarril con las vías existentes simplemente no es posible. En ese caso, el monopolio debería permanecer en manos públicas.
Los argumentos de eficacia que se suelen invocar para justificar las empresas privadas de servicios públicos no se pueden aplicar en el caso de los transportes públicos. La paradoja del transporte público es simplemente que cuanto mejor haga su trabajo menos «eficiente» puede que sea. Así, una empresa privada que ofrezca un servicio de autobuses interurbanos directos para los que pueden permitírselo y evite los pueblos apartados donde sólo subiría algún jubilado dará más dinero a su propietario. En este sentido es eficiente. Pero alguien —el Estado o el ayuntamiento local— debe proporcionar el servicio «ineficiente» y poco rentable a esos pensionistas.
Si no presta ese servicio, la empresa seguramente obtendrá beneficios económicos a corto plazo, pero éstos se verán contrarrestados por el perjuicio que se está ocasionando a la comunidad en su conjunto —difícil de cuantificar, pero incuestionablemente real, como puede demostrar el caso de la privatización de las líneas de autobús en Inglaterra—. Como cabía esperar, las consecuencias de los autobuses «competitivos» —excepto en Londres, donde hay abundancia de demanda— han sido una reducción en los servicios, un incremento en los costes asignados al sector público, el máximo aumento de las tarifas que el mercado puede soportar y unos atractivos beneficios para las empresas de transporte.
Los trenes, como los autobuses, son sobre todo un servicio social. Prácticamente cualquiera podría gestionar una línea de ferrocarril rentable si todo lo que tuviera que hacer fuera dar salida a expresos llenos entre Londres y Edimburgo, París y Marsella, Boston y Washington. Pero ¿qué ocurre con los enlaces a lugares en los que la gente sólo coge el tren ocasionalmente? Ninguna persona va a reservar el dinero suficiente para pagar lo que cuesta un servicio así las pocas veces que lo utiliza. Sólo la colectividad —el Estado, el gobierno, las autoridades locales— puede hacerlo. Este subsidio siempre parecerá ineficiente a ojos de ciertos economistas: ¿no sería más barato arrancar las vías y que cada uno utilizara su coche?
En 1996, el año anterior a la privatización de los ferrocarriles británicos, British Rail se vanagloriaba de tener las subvenciones públicas más bajas de los ferrocarriles europeos. Aquel año los franceses tenían previsto invertir en sus ferrocarriles 21 libras por habitante; los italianos, 33 libras; los británicos, sólo 9. Además, por aquellas fechas, la tasa de recuperación de la inversión en la electrificación de la East Coast Main Line exigida por el Tesoro británico, era del 10 por ciento —bastante más alta que la esperada en la construcción de autopistas—. Estos contrastes tenían un fiel reflejo en el servicio que proporcionaban las respectivas redes ferroviarias.
También explican porqué los ferrocarriles británicos sólo pudieron privatizarse con grandes pérdidas: su infraestructura estaba tan deteriorada que muy pocos compradores estaban dispuestos a arriesgarse, excepto cuando se les ofrecían onerosas garantías. Las inversiones con cuentagotas del Tesoro británico en su red de ferrocarriles —o de la administración estadounidense en la también estatal Amtrak— sugieren (correctamente) que la propiedad estatal por sí sola no garantiza un sistema de transportes bien gestionado. Por el contrario, aunque algunas redes ferroviarias tradicionalmente privadas están bien financiadas y proporcionan (de hecho, se les exige que proporcionen) un servicio público de primera categoría —por ejemplo, los ferrocarriles regionales en Suiza—, no ocurre lo mismo en la mayoría de los casos.
El contraste entre las inversiones de Estados Unidos y el Reino Unido, por una parte, y la mayor parte de la Europa continental, por otra, ilustra lo que quiero decir. Los franceses e italianos consideran sus ferrocarriles desde hace mucho como una provisión social. Llevar un tren a una región remota, por poco rentable que pueda parecer, mantiene a las comunidades locales. Reduce el daño medioambiental al ofrecer una alternativa al transporte por carretera. La estación de tren y los servicios que proporciona incluso a las comunidades más pequeñas son un síntoma y un símbolo de la sociedad como aspiración compartida.
Antes sugerí que la provisión de un servicio ferroviario a regiones remotas tiene sentido socialmente, aunque desde el punto de vista económico sea «ineficiente». Pero esto nos lleva a una cuestión importante: ¿qué constituye la eficiencia y la ineficiencia en la provisión de un servicio público? Está claro que uno de los factores es el coste —simplemente no podemos imprimir dinero para pagar todos los bienes públicos que deseamos—. Incluso el socialdemócrata más idealista debe aceptar que es necesario elegir. Sin embargo, cuando se decide entre prioridades contradictorias hay que considerar más de un tipo de coste: también hay costes de oportunidad (lo que perdemos cuando tomamos la decisión equivocada).
A comienzos de la década de 1960, el gobierno británico adoptó las recomendaciones de un comité presidido por el doctor Richard Beeching y cerró el 34 por ciento de la red de ferrocarriles del país en nombre del ahorro y la eficiencia. Cuarenta años después podemos evaluar el verdadero precio de aquella decisión catastrófica: los costes medioambientales de construir autopistas y fomentar el uso del automóvil; el perjuicio causado a miles de ciudades y pueblos privados de comunicaciones eficientes entre sí y con el resto del país; el elevado gasto de reconstruir, renovar o reabrir líneas y trayectos cancelados muchas décadas después, cuando su valor volvió a apreciarse. Así que, ¿eran eficientes las recomendaciones del doctor Beeching?
La única forma de evitar semejantes errores en el futuro es volver a definir los criterios que empleamos para valorar los costes de todo tipo: sociales, medioambientales, humanos, estéticos y culturales, además de económicos. En esto, los casos del transporte público, en general, y de los ferrocarriles, en particular, tiene algo importante que enseñarnos. El transporte público no es simplemente un servicio más y los trenes no son sólo otra forma de llevar personas desde el punto A hasta el punto B. Su aparición a comienzos del siglo XIX coincidió con el auge de la sociedad moderna y el Estado de servicios; sus respectivos destinos están entrelazados.
Desde la invención de los trenes, viajar ha sido el símbolo y el síntoma de la modernidad: los trenes —junto con las bicicletas, las motocicletas, los autobuses, los coches y los aviones— se han invocado en el comercio y el arte como prueba de lo avanzada que está una sociedad. No obstante, la mayoría de los medios de transporte sólo han sido emblemáticos de la novedad y la contemporaneidad durante poco tiempo. Las bicicletas sólo fueron «nuevas» una vez, en la década de 1890. Las motocicletas fueron «nuevas» en los años veinte para los fascistas y los jóvenes sofisticados (desde entonces han sido evocadoramente «retro»). Los coches (como los aviones) fueron «nuevos» en la década eduardiana y, de nuevo, brevemente en los años cincuenta; desde entonces han simbolizado muchas cosas: fiabilidad, prosperidad, co sumo ostentoso, libertad, pero no «modernidad».
Los ferrocarriles son diferentes. Los trenes ya eran el símbolo de la vida moderna en la década de 1840 —de ahí su atractivo para los pintores «modernistas», de Turner a Monet—. Seguían desempeñando ese papel en la era de los grandes expresos que cruzaban el país a finales del siglo XIX. Los trenes eléctricos del Metro fueron los ídolos de los poetas modernistas y los artistas gráficos después de 1900; nada era más ultramoderno que los nuevos expresos aerodinámicos que adornaban los carteles neoexpresionistas de los años treinta. En la actualidad, el japonés Shinkansen y el francés TGV son iconos del progreso tecnológico y el más alto confort a trescientos kilómetros por hora.
Parece que los trenes son perennes contemporáneos, incluso si durante un tiempo desaparecen de nuestra vista: en este sentido, un país que no tenga una red de ferrocarril eficiente es «atrasado» en aspectos cruciales. La gasolinera de los primeros días del tráfico rodado despierta una afectuosa nostalgia cuando hoy se la describe o recuerda, pero ha sido sustituida en serie por variantes actualizadas funcionalmente, y su forma original sólo sobrevive en el recuerdo. Los aeropuertos tienen la (irritante) tendencia a permanecer mucho tiempo después de haberse quedado obsoletos funcional o estéticamente, pero nadie desearía conservarlos por sí mismos y mucho menos supondría que un aeropuerto construido en 1930 o incluso en 1960 puede resultar útil o interesante actualmente.
Sin embargo, las estaciones de ferrocarril construidas hace un siglo o incluso siglo y medio —Gare de l’Est en París (1852), Paddington Station en Londres (1854), Keleti Pályaudvar en Budapest (1884), Hauptbahnhof en Zúrich (1893)— no sólo inspiran afecto: son impresionantes estéticamente y funcionan. Más aún, funcionan igual que cuando las construyeron. Esto atestigua la calidad de su diseño y construcción, por supuesto, pero también habla de su perenne actualidad. No «envejecen».
Las estaciones no son un atributo de la vida moderna, ni una parte o subproducto de ella. Como el ferrocarril del que son hitos, están integradas en la propia vida moderna. La topografía y la vida diaria de las ciudades, desde Milán hasta Bombay, quedarían alteradas de forma inimaginable si sus imponentes estaciones término desaparecieran. Londres sería impensable (e invivible) sin su Metro —y ésa es la razón por la que los vergonzosamente fallidos intentos de los gobiernos del nuevo laborismo de privatizar el tube dicen tanto de su actitud hacia el Estado moderno en general—. La savia de Nueva York discurre por su indispensable aunque destartalado Metro.
Damos por supuesto con demasiada facilidad que el rasgo distintivo de la modernidad es el individuo: el sujeto no reducible, la persona independiente, el yo liberado, el ciudadano anónimo. Este individuo sin vínculos se supone que es preferible al sujeto deferente y dependiente del mundo premoderno. Esta descripción tiene algo de verdad: el «individualismo» puede que sea el mantra de nuestro tiempo, pero para bien y para mal se refiere al aislamiento conectado de esta época inalámbrica. No obstante, lo que es verdaderamente distintivo de la vida moderna no es el individuo sin vínculos. Es la sociedad. Más exactamente, la sociedad civil o (como se decía en el siglo XIX) burguesa.
Los ferrocarriles siguen siendo el atributo natural de la aparición de la sociedad civil. Son un proyecto colectivo para el beneficio individual. No pueden existir sin el acuerdo de la comunidad y, en tiempos recientes, sin dinero de la comunidad: por su propio diseño ofrecen beneficios concretos tanto a la colectividad como al individuo. Esto es algo que ni el mercado ni la globalización pueden conseguir, excepto por una afortunada casualidad. Los ferrocarriles no siempre fueron respetuosos con el medio ambiente —aunque en los costos generales de contaminación, la máquina de vapor fue menos perjudicial que su competidor de combustión interna—, pero desde sus comienzos tuvieron que responder a las necesidades sociales. Ésta es una de las razones de que no fueran muy rentables.
Si abandonamos los ferrocarriles, o los entregamos al sector privado y evadimos nuestra responsabilidad colectiva por su suerte, habremos perdido un valioso activo cuya sustitución o recuperación será intolerablemente cara. Si destruimos las estaciones de ferrocarril —como empezamos a hacer en los años cincuenta y sesenta, con la vandálica demolición de Euston Station, Gare Montparnasse y, sobre todo, la gran Pennsylvania Railroad Station de Manhattan— estaremos destruyendo nuestra memoria de cómo es una vida cívica segura. No es causalidad que Margaret Thatcher insistiera en no viajar nunca en tren.
Si no entendemos por qué debemos gastar nuestros recursos colectivos en los trenes no será sólo porque todos nos hemos ido a vivir a comunidades cerradas v ya no necesitamos nada más que nuestros automóviles privados para desplazarnos entre ellas. Será porque nos hemos convertido en individuos cerrados que no saben cómo compartir el espacio público en beneficio de todos. Las implicaciones de semejante pérdida trascenderían con mucho la decadencia o extinción de un medio de transporte. Significaría que hemos acabado con la propia vida moderna.