EL MERCADO REGULADO
La idea de una sociedad en la que los únicos vínculos son
las relaciones y los sentimientos que surgen del interés
pecuniario es esencialmente repulsiva,
JOHN STUART MILL
La sucinta respuesta es que para 1945 no quedaban muchas personas que creyeran en la magia del mercado. Esto representaba una revolución intelectual. La economía clásica asignaba un papel insignificante al Estado en la elaboración de la política económica y el ethos liberal predominante en la Europa y la Norteamérica decimonónicas favorecía una legislación social de no intervención, que en general debía limitarse a regular las injusticias y riesgos más clamorosos del industrialismo competitivo y la especulación financiera.
Pero las dos guerras mundiales habían habituado a casi todo el mundo a la inevitabilidad de la intervención gubernamental en la vida cotidiana. En la I Guerra Mundial la mayoría de los Estados participantes habían incrementado su control (hasta el momento insignificante) de la producción: no sólo de material militar, sino también de ropa, transportes, comunicaciones y casi todo lo relacionado con la marcha de una guerra cara y desesperada, Después de 1918 esos controles se suprimieron en la mayoría de los sitios, pero en la regulación de la vida económica quedó un residuo significativo de intervención gubernamental.
Tras una breve e ilusoria era de retirada (que es sintomático que estuviera marcada por la victoria de Calvin Coolidge en Estados Unidos y por elementos igualmente negligentes en la mayor parte de Europa occidental), la gran devastación de 1929 y la consiguiente Depresión obligó a todos los gobiernos a elegir entre la ineficaz reticencia y la intervención abierta. Más pronto o más tarde todos optarían por esta última.
Entonces, lo que quedaba del Estado del laisez-faire fue barrido por la experiencia de la guerra total. Sin excepción, tanto vencedores como vencidos pusieron no sólo al país, a la economía y a cada ciudadano al servicio de la guerra; también movilizaron al Estado de formas que habrían sido inconcebibles sólo treinta años antes. Con independencia de su color político, los Estados combatientes movilizaron, regularon, dirigieron, planificaron y administraron cada aspecto de la vida.
Incluso en Estados Unidos el puesto de trabajo que ocupaba una persona, su sueldo, las cosas que podía comprar y los lugares a los que podía ir estaban limitados de maneras que habrían horrorizado a los estadounidenses unos años antes. El New Deal, cuyos organismos e instituciones habían parecido tan escandalosamente innovadores, ahora podían verse como un mero preludio a la movilización de todo el país en tomo a un proyecto colectivo.
En suma, la guerra ocupaba todos los pensamientos. Había resultado posible convertir a un país entero en una máquina de guerra al servicio de una economía de guerra; entonces, se preguntaba la gente, ¿no podría hacerse algo parecido para la consecución de la paz? No había una respuesta convincente. Sin que nadie se lo propusiera del todo, Europa occidental y Estados Unidos entraron en una nueva era.
El síntoma más obvio del cambio adoptó la forma de la «planificación». En vez de dejar que las cosas simplemente ocurrieran, concluyeron economistas y burócratas, era mejor organizarías con anticipación. Como cabía esperar, la planificación era más admirada y defendida en los extremos políticos. La izquierda pensaba que era la especialidad de los soviéticos; en la derecha se creía (correctamente) que Hitler, Mussolini y sus acólitos fascistas llevaban a cabo la planificación de arriba abajo y que esto explicaba su atractivo.
La defensa intelectual de la planificación nunca fue muy enérgica. Como hemos visto, Keynes la consideraba de forma muy parecida a la teoría del mercado puro: para tener éxito ambas exigían datos de una perfección imposible. Sin embargo, aceptó, al menos en tiempo de guerra, la necesidad de la planificación y los controles a corto plazo. Para la paz prefería minimizar la intervención gubernamental directa y manipular la economía a través de incentivos fiscales y de otra índole. Pero para que esto funcionara los gobiernos tenían que saber qué querían lograr y, a ojos de sus partidarios, precisamente en esto consistía la «planificación».
Curiosamente, el entusiasmo por la planificación era muy marcado en Estados Unidos. La Tennessee Valley Authority (TVA) no era sino un ejercicio de diseño económico: no sólo de un recurso vital, sino de la economía de toda una región. Observadores como Louis Mumford se declararon «con derecho a un poco de pavoneo colectivo». La TVA y otros proyectos parecidos mostraron que las democracias podían estar a la altura de las dictaduras cuando se trataba de planes ambiciosos y de cara a un futuro a largo plazo. Unos años antes, Rexford Tugwell había llegado a ensalzar la idea: «Ya veo el gran plan / y mía será la alegría del trabajo […] / me remangaré y construiré / América de nuevo».[7]
La diferencia entre una economía planificada y una economía propiedad del Estado aún no estaba clara para muchas personas. Los liberales como Keynes, William Beveridge o Jean Monnet, el espíritu fundador de la planificación francesa, no propugnaban la nacionalización como un objetivo en sí mismo, aunque tenían una postura flexible sobre sus ventajas en casos concretos. Lo mismo se podía decir de los social demócratas de Escandinava: estaban mucho más interesados en la tributación progresiva y en la provisión de servicios socíales universales que en el control estatal de las grandes empresas, como la automovilística, por ejemplo.
Por el contrario, a los laboristas británicos les entusiasmaba la idea de la propiedad pública. Si el Estado representaba a la población trabajadora, ¿no estarían las fábricas gestionadas por el Estado en manos y a disposición de los trabajadores? Tanto si esto era cierto como si no, en la práctica —la historia de British Steel sugiere que el Estado puede ser tan incompetente y tan ineficaz como el peor empresario privado— desvió la atención de todo tipo de planificación, lo que tendría consecuencias negativas en décadas venideras. En el otro extremo, la planificación comunista —que en la práctica significaba poco más que establecer objetivos ficticios satisfechos por cifras de producción igualmente ficticias— con el tiempo desacreditaría la experiencia en su conjunto.
En la Europa continental las administraciones centralizadas habían desempeñado un papel más activo en la provisión de servicios sociales y siguieron haciéndolo a mucha mayor escala. Se pensaba que el mercado no era lo más adecuado para definir los objetivos colectivos: el Estado tendría que intervenir y llenar el vacío. Incluso en Estados Unidos, donde el Estado —la «administración»— siempre era renuente a sobrepasar los límites tradicionales, todo —desde la GI Bill hasta la educación científica de la siguiente generación— sería promovido y subvencionado por Washington.
En Gran Bretaña también se daba por supuesto que había bienes y objetivos públicos para los que el mercado no era adecuado. En palabras de T. H. Marshall, destacado comentarista del Estado del bienestar británico, el sentido del «bienestar» es «sustituir al mercado quitándole algunos bienes y servicios, o controlando y modificando su funcionamiento de alguna forma a fin de llegar a una situación que él no habría podido producir».[8]
Incluso en Alemania Occidental, donde había una comprensible resistencia al establecimiento de controles centralizados de tipo nazi, los «teóricos del mercado social» llegaron a un compromiso. Insistían en que el mercado libre era compatible con metas sociales y legislación del bienestar: de hecho, funcionaría mejor si operaba teniendo presentes estos objetivos. De ahí que la legislación, buena parte de la cual aún sigue en vigor, exigiera a los bancos y las empresas públicas que miraran al futuro a largo plazo, atendieran los intereses de sus empleados y no olvidaran las consecuencias sociales de sus negocios, al mismo tiempo que trataban de obtener beneficios.
En aquellos años no se consideraba muy en serio la posibilidad de que el Estado se excediera en su intervención y perjudicara al mercado. Desde la institución de un Fondo Monetario Internacional y un Banco Mundial(y más tarde también de una Organización Internacional de Comercio), hasta los mecanismos de compensación internacionales, los controles de divisas, las regulaciones salariales y los precios límite indicativos, el énfasis se ponía más bien en la necesidad de neutralizar las evidentes deficiencias de los mercados.
Por la misma razón, los impuestos altos no se consideraban una afrenta en aquellos años. Por el contrario, unos tramos impositivos en marcada progresión se veían como un recurso consensuado para obtener recursos excedentes de los privilegiados e indolentes y ponerlos a disposición de quienes más los necesitaban o podían utilizarlos mejor. Tampoco era ésta una idea nueva. El impuesto sobre la renta había comenzado a aplicarse en la mayoría de los países europeos bastante antes de la I Guerra Mundial y en muchos de ellos siguió incrementándose en el periodo de entreguerras. En cualquier caso, todavía en 1925 la mayoría de las familias de clase media aún podían permitirse uno o más sirvientes, con frecuencia internos.
Sin embargo, para 1950 sólo la aristocracia y los nuevos ricos podían aspirar a algo así: entre los impuestos, el gravamen de las herencias y el aumento continuado de los empleos y los sueldos a que podía acceder la población trabajadora, las reservas de empleados domésticos empobrecidos y obsequiosos prácticamente se habían agotado. Gracias a las prestaciones universales del Estado del bienestar, la única ventaja del servicio doméstico a largo plazo —la probable generosidad de los señores con su sirviente enfermo, anciano o indispuesto de alguna forma— ahora era superflua.
La mayor parte de la población pensaba que una redistribución moderada de la riqueza, que eliminase los extremos de ricos y pobres, beneficiaría a todos. Condorcet había observado sabiamente que «al Tesoro siempre le resultará más barato mejorar la condición de los pobres para que puedan comprar grano que bajar el precio del grano para ponerlo al alcance de los pobres».[9]
En 1960 esta tesis se había convertido de facto en la política de gobierno en todos los países occidentales.
Una o dos generaciones después, estas actitudes quizá parezcan extrañas, En las tres décadas que siguieron a la guerra, economistas, políticos, comentaristas y ciudadanos coincidían en que un gasto público alto, administrado por las autoridades nacionales o locales con libertad suficiente para regular la vida económica a distintos niveles, era una buena política. A quienes no estaban de acuerdo se les consideraba curiosidades de un pasado olvidado —ideólogos irracionales que buscaban hacer realidad sus entelequias— o egoístas defensores del interés privado sobre el bienestar público. El mercado seguía ocupando su lugar, el Estado desempeñaba un papel central en la vida de los individuos y los servicios sociales tenían prioridad sobre los demás gastos gubernamentales, con la parcial excepción de Estados Unidos, donde el desembolso militar siguió creciendo al mismo ritmo.
¿Cómo pudo ocurrir todo esto? Incluso si estuviéramos dispuestos a admitir que tales metas y prácticas colectivistas eran admirables en principio, hoy deberíamos considerarlas ineficaces —pues desvían fondos privados para fines públicos— y, en cualquier caso, ponen peligrosamente a disposición de «burócratas», «políticos» y «grandes gobiernos» recursos económicos y sociales. ¿Por qué les preocuparon tan poco a nuestros padres y abuelos esas consideraciones? ¿Por qué se mostraron tan dispuestos a ceder la iniciativa al sector público y poner en sus manos riqueza para la consecución de fines colectivos?