EL CONSENSO KEYNESIANO

En aquellos años cada uno de nosotros sacaba fuerzas de

la prosperidad general de la época y acrecentaba su confianza

individual gracias a la confianza colectiva. Quizá, ingratos

como somos los seres humanos, no nos dimos cuenta entonces

de lo firme y segura que nos llevaba la marea. Pero quien

vivió esa época de confianza en el mundo sabe que desde

entonces todo ha sido retroceso y desolación.

STEFAN ZWEIG

El gran economista inglés (nacido en 1883) creció en una Gran Bretaña estable, próspera y poderosa: un mundo seguro a cuyo derrumbamiento tuvo el privilegio de asistir, primero desde una influyente posición en el Tesoro durante la guerra y después como participante en las negociaciones del Tratado de Versalles de 1919. El mundo de ayer se había desmoronado, llevándose consigo no sólo países, vidas y riqueza material, sino también todas las tranquilizadoras certezas de la clase y la cultura de Keynes. ¿Cómo había llegado a ocurrir? ¿Por qué no lo había previsto nadie? ¿Por qué no había nadie en el poder que estuviera haciendo algo eficaz para asegurarse de que no se repitiera?

Comprensiblemente, Keynes centró sus trabajos económicos en el problema de la incertidumbre; en contraste con las confiadas panaceas de los economistas clásicos y neoclásicos, a partir de entonces insistiría en la naturaleza impredecible de los asuntos humanos. Desde luego, se podían extraer muchas lecciones de la Depresión económica, la represión fascista y las guerras de exterminio. Pero más que nada, le parecía a Keynes, era la recién descubierta inseguridad en la que se veían obligados a vivir hombres y mujeres —la incertidumbre elevada a paroxismos de miedo colectivo— lo que había corroído la confianza y las instituciones del liberalismo.

Entonces, ¿qué cabía hacer? Como muchos otros, Keynes conocía los atractivos de la autoridad centralizada y la planificación desde arriba para compensar las insuficiencias del mercado. El fascismo y el comunismo compartían un entusiasmo evidente por la intervención del Estado. Lejos de ser un problema, a los ojos de las masas, quizá fuera éste su mayor incentivo: cuando, mucho después de su caída, se preguntaba a los extranjeros qué pensaban de Hitler, a veces respondían que al menos había devuelto el trabajo a los alemanes. Cualesquiera que fueran sus defectos, Stalin, se decía con frecuencia, mantuvo a la Unión Soviética al margen de la Gran Depresión. E incluso la broma de que gracias a Mussolini los trenes italianos eran puntuales no dejaba de ser un tanto incisiva: ¿qué tenía eso de malo?

Cualquier intento de volver a poner en pie las democracias —o de llevar la democracia y la libertad política a países en los que nunca habían existido— debería tener muy presente lo conseguido por los Estados autoritarios; de lo contrario se corría el riesgo de que las masas empezasen a sentir nostalgia por sus logros —reales o imaginarios—. Keynes sabía muy bien que la política económica fascista nunca podría haber triunfado a largo plazo sin guerra, ocupación y explotación. No obstante, se daba cuenta no sólo de la necesidad de políticas económicas contracíclicas que evitasen futuras depresiones, sino también de las prudentes virtudes del «Estado de seguridad social».

El sentido de tal Estado no era revolucionar las relaciones sociales, y mucho menos inaugurar una era socialista. Como la mayoría de los responsables de la legislación innovadora de aquellos años —desde Clernent Attlee hasta Charles de Gaulle y el propio Franklin Delano Roosevelt—, Keynes era instintivamente conservador. Todos los líderes occidentales de la época —caballeros de mediana edad— habían nacido en el mundo estable que tan bien conocía Keynes. Y todos ellos habían vivido alguna convulsión traumática. Como el héroe de la novela de Lampedusa Elgatopardo, sabían muy bien que para conservar hay que cambiar.

Keynes murió en 1946, agotado por su trabajo d rante la guerra, Pero ya había demostrado hacía mucho que ni el capitalismo ni el liberalismo sobrevivirían durante largo tiempo el uno sin el otro. Y como la experiencia de los años de entreguerras había revelado con toda claridad la incapacidad de los capitalistas para proteger sus propios intereses, el Estado liberal tendría que hacerlo por ellos, tanto si querían como si no.

Es por tanto una intrigante paradoja que el capitalismo fuera salvado —de hecho, que prosperara durante las décadas siguientes— gracias a transformaciones que en su momento (y desde entonces) se identificaron con el socialismo. A su vez, esto nos recuerda lo desesperadas que eran las circunstancias. Los conservadores inteligetes —como muchos democratacristianos que se hallaron por primera vez en el poder después de 1945— presentaron pocas objeciones al control de los «puestos de mando» de la economía por parte del Estado; de hecho, lorecibieron con entusiasmo, lo mismo que ocurrió con la tributación fuertemente progresiva.

En aquellos años de la posguerra los debates políticos adquirieron un tinte moral. El desempleo (el problema más grave en el Reino Unido, Estados Unidos o Bélgica), la inflación (el mayor temor en Europa central, donde había hecho estragos en los ahorros personales durante décadas) y unos precios agrícolas tan bajos (en Italia y Francia) que los campesinos se veían obligados a abandonar la tierra, al tiempo que la desesperación les empujaba hacia los partidos extremistas, no eran sólo cuestiones económicas; desde los sacerdotes hasta los intelectuales seculares, todo el mundo consideraba que ponían a prueba la coherencia ética de la comunidad.

El consenso fue extraordinariamente amplio. Desde los defensores del New Deal hasta los teóricos del «sistema social de mercado» alemán, desde el Partido laborista británico en el gobierno hasta la planificación económica «indicativa» que conformó la política pública en Francia (y en Checoslovaquia, hasta el golpe comunista de 1948): todos creían en el Estado. En parte esto era así porque casi todo el mundo temía las implicaciones de una vuelta al terror del pasado reciente y estaba dispuesto a limitar la libertad del mercado en nombre del interés público. Lo mismo que el mundo iba a ser regulado y protegido por un conjunto de instituciones y acuerdos internacionales, desde las Naciones Unidas hasta el Banco Mundial, una democracia bien gestionada también mantendría un consenso en torno a acuerdos internos comparables.

Ya en 1940 Evan Durbin (un propagandista británico del Partido Laborista) había escrito que no podía imaginar «la menor alteración» en la tendencia contemporánea hacia la negociación colectiva, la planificación económica, la tributación progresiva y la provisión de servicios sociales a cargo del Estado. Dieciséis años después, el político laborista Anthony Qrosland escribía, aún con mayor confianza, que se había producido una transición permanente desde «la convicción inexorable de que cada uno debía valerse por sí mismo y la fe en el individualismo a la creencia en la acción colectiva y la participación». Incluso llegó a sostener que «en cuanto al dogma de la "mano invisible" y a la idea de que el beneficio privado siempre conduce al bien público, fueron completamente incapaces de sobrevivir a la Gran Depresión, e incluso los conservadores y los empresarios ahora suscriben la doctrina del gobierno colectivo responsable del estado de la economía».[6]

Durbin y Crosland eran socialdemócratas y, por tanto, partes interesadas. Pero no se equivocaban. A mediados de los años cincuenta se había alcanzado en Inglaterra tal grado de consenso implícito en tomo a las políticas públicas que el argumento político mayoritario se denominó «butskelismo»; una mezcla de las ideas de U. A. Butler, ministro conservador moderado, y Hugh Gaitskell, el líder centrista de la oposición laborista por aquellos años. Y el «butskelismo» era universal. Cualesquiera que fueran sus diferencias, los gaullistas, los democratacristianos y los socialistas franceses tenían una fe similar en el Estado activista, la planificación económica y la inversión pública a gran escala. Lo mismo se puede decir del consenso que dominó la política en Escandinavia, los países del Benelux, Austria e incluso Italia, pese a su profunda división ideológica.

En Alemania, donde los socialdemócratas mantuvieron su retórica marxista (aunque no la política marxista) hasta 1959, había comparativamente poco que los separara de los democratacristíanos del canciller Konrad Adenauer. De hecho, fue el asfixiante (para ellos) consenso sobre todos los asuntos, desde la educación hasta la política exterior y la provisión pública de servicios de ocio —y la interpretación del agitado pasado de su país— lo que condujo a una generación posterior de radicales alemanes a la actividad «extraparlamentaria».

Incluso en Estados Unidos, donde los republicanos se mantuvieron en el poder durante toda la década de 1950 y los partidarios del New Deal se encontraron aislados por primera vez en una generación, la transición a los gobiernos conservadores —aunque tuvo consecuencias significativas para los asuntos exteriores e incluso para la libertad de expresión— apenas se dejó sentir en la política interior. La tributación no era un tema contencioso y fue un presidente republicano, Dwight Eisenhower, quien autorizó el vasto proyecto, controlado a nivel federal, del sistema de autopistas interestatales. A pesar del consabido elogio de la competencia y los mercados libres, la economía estadounidense de aquellos años dependía en gran medida de la protección de la competencia exterior, así como de la estandarización, la regulación, los subsidios, el apoyo a los precios y las garantías gubernamentales.

La seguridad del bienestar que se vivía y la futura prosperidad suavizaron las injusticias naturales del capitalismo. A mediados de los años sesenta, Lyndon Johnson sacó adelante una serie de innovadores cambios sociales y culturales; en parte pudo hacerlo por el consenso residual en torno a las inversiones al estilo del New Deal, los programas universales y las iniciativas gubernamentales. Es significativo que fueran los derechos civiles y la legislación sobre relaciones raciales lo que dividió el país, no la política social.

El periodo de 1945-1975 se consideró en general como una suerte de milagro que dio lugar al «modo de vida americano». Dos generaciones de estadounidenses —los hombres y mujeres que vivieron la II Guerra Mundial y sus hijos, que protagonizarían la década de 1960— experimentaron seguridad en el empleo y movilidad social ascendente a una escala sin precedentes (y que no volvería a repetirse). En Alemania, el Wirischaftswunder («milagro alemán») levantó el país en una sola generación desde los escombros de la humillante derrota y lo convirtió en el más rico de Europa. En Francia, esos años se conocerían (no sin cierta ironía) como les Trente Glorieuses. Por su parte, en Inglaterra, en plena «era de la abundancia», el primer ministro conservador Harold Macmillan aseguró a sus compatriotas: «Nunca habéis vivido tan bien». Tenía razón.

En algunos países (los escandinavos constituyen el caso más conocido), los Estados del bienestar de la posguerra fueron obra de socialdemócratas; en otros —en Gran Bretaña, por ejemplo— el «Estado de seguridad social» representaba en la práctica poco más que una serie de políticas pragmáticas destinadas a aliviar la condición de los desfavorecidos y a reducir los extremos de riqueza e indigencia. En cualquier caso, tuvieron un éxito destacable en poner coto a la desigualdad. Si comparamos la brecha que separa a los ricos de los pobres, tanto si se mide por el patrimonio como por la renta anual, vemos que en cada país de Europa continental, así como en Gran Bretaña y Estados Unidos, se redujo espectacularmente después de 1945.

La mayor igualdad fue acompañada de otros beneficios. Con el tiempo se calmó el temor a una vuelta de la política extremista. «Occidente» entró en una apacible era de próspera seguridad: una burbuja, quizá, pero una burbuja reconfortante en la que la mayoría de las personas vivían mucho mejor de lo que habrían podido esperar en el pasado, y tenían buenas razones para mirar al futuro con confianza.

Además, la socialdemocracia y el Estado del bienestar fueron los que vincularon a las clases medias profesionales y comerciales a las instituciones liberales tras la II Guerra Mundial. Esta cuestión era de gran trascendencia: fue el temor y la desafección de la clase media lo que había dado lugar al fascismo. Volver a atraerla a las democracias fue, con mucho, la tarea más importante de los políticos de la posguerra, y en absoluto fácil.

En la mayoría de los casos se logró gracias a la magia del «universalismo». En vez de hacer depender los beneficios de la renta —en cuyo caso los profesionales bien retribuidos o los comerciantes prósperos podrían haberse quejado de que con sus impuestos estaban pagando unos servicios de los que ellos no se beneficiaban—, a la «clase media» educada se le ofreció la misma asistencia social y servicios públicos que a la población trabajadora y a los pobres: educación gratuita, atención médica barata o gratuita, pensiones públicas y seguro de desempleo. Por consiguiente, con tantas necesidades cubiertas por sus impuestos, al llegar la década de 1960 la clase media europea tenía mucha más renta disponible que en ningún otro momento desde 1914.

Es interesante que aquellas décadas se caracterizaran por una mezcla de innovación social y conservadurismo cultural que tuvo un éxito extraordinario. El propió Keynes es un ejemplo de ello. Hombre de gustos y educación elitistas, aunque excepcionalmente abierto a las nuevas creaciones artísticas, comprendía la importancia de llevar un arte, una interpretación y unos textos de la máxima calidad a un público lo más amplio posible, a fin de que la sociedad británica superase sus divisiones paralizantes. Fueron sus iniciativas las que condujeron a la creación del Royal Ballet, el Arts Council y muchas otras instituciones: innovadoras provisiones públicas de alta cultura sin concesiones, en la misma línea que la BBC de lord Reith, con su autoimpuesto compromiso de elevar el nivel de los gustos populares en vez de limitarse a satisfacerlos.

Para Reith o Keynes, o para el ministro de Cultura francés André Malraux, en este nuevo enfoque no había ningún paternalismo, como tampoco lo había para los jóvenes estadounidenses que trabajaron con Lyndon B. Johnson en la fundación de la Corporation for Public Broadcasting o del National Endowment for the Humanities. En esto consistía la «meritocracia»: en que, gracias a la aportación del erario público, pudieran abrirse las instituciones de la élite a una masa de aspirantes. Comenzó el proceso de sustituirla selección basada en la herencia o la riqueza por la movilidad ascendente mediante la educación. Y unos años después produjo una generación para la que todo esto parecía evidente y lo daba por sentado.

Pero no había nada inevitable en estos desarrollos. Las guerras solían ir seguidas de depresiones económicas, y cuanto más destructiva era la guerra, más honda era la crisis. Los que no temían un resurgimiento del fascismo miraban con ansiedad hacia el Este, a los centenares de divisiones del Ejército Rojo, y hacia los poderosos partidos y sindicatos comunistas que se habían hecho tan populares en Italia, Francia y Bélgica. Cuando el secretario de Estado estadounidense George Marshall visitó Europa en la primavera de 1947 le consternó lo que vio: el Plan Marshall nació de la preocupación de que la posguerra de la II Guerra Mundial acabara incluso peor que la de su predecesora.

En cuanto a Estados Unidos, durante aquellos primeros años de la posguerra estaba profundamente dividido por una desconfianza renovada hacia los extranjeros, los radicales y, sobre todo, los comunistas. El macarthismo quizá no representara una amenaza para la república, pero era un recordatorio de lo fácilmente que un demagogo mediocre podía explotar el temor y exagerar las amenazas. ¿Hasta dónde habría llegado si la economía hubiera vuelto a su momento peor de veinte años atrás? En suma, y a pesar del consenso que iba a surgir, todo era bastante inesperado. ¿Por qué funcionó tan bien?