Capítulo 98
—No fue a propósito —dijo Jonathan mientras los truenos retumbaban a su alrededor—. Bien lo sabe Dios. De hecho, siempre le tuve mucho cariño a Susan. Mucho más que a ti, si te soy sincero. ¿Por qué crees que siempre íbamos los cuatro a todas partes? Me encantaba estar con tu mujer. Era tan enérgica y tan guapa, estaba tan llena de vida… Podía iluminar una habitación, literalmente. Pero apareció allí. Y cuando me vio registrando tu despacho, no se me ocurrió ninguna excusa para salir del paso. Así que… —Jonathan hizo un ruido que simulaba el del corte de un cuchillo—. Y si no recuerdo mal, cuando cayó al suelo dijo tu nombre. Por lo menos, eso me pareció. Claro que con tanta sangre y tantas burbujas de aire, costaba entenderla. Y, francamente, no me apetecía tomar el recado.
—¿Fuiste tú? —preguntó Daggart, pero le pareció que era otro el que hacía la pregunta. Una voz ajena que salía de él. No era Scott Daggart quien hablaba. Era una réplica suya, con sus características físicas y vocales.
Jonathan asintió con la cabeza.
—No es que me enorgullezca de ello, pero sabía perfectamente que Susan te habría contado que estaba hurgando en tus papeles. Y entonces me habrías hecho preguntas y no habría habido forma de echar tierra sobre el asunto. Pero te alegrará saber que Susan se lo tomó muy bien. No es que estuviera dispuesta a morir. Nada de eso. De hecho, se resistió hasta el último momento. Recuerdo que pensé, «Caramba, tiene que ser una tigresa en la cama. No para». Pero en cuanto le corté el cuello y se dio cuenta de que no había nada que hacer, se tranquilizó.
Un enorme nudo taponaba la garganta de Daggart. No soportaba la idea de que los últimos instantes de Susan hubieran sido así.
—¿Qué hacías en mi despacho? —Logró preguntar.
—Eso es lo más curioso de todo. ¿Recuerdas que un día, después del partido de squash, fuimos a comer a Panera? Yo, como siempre, te pregunté por tu trabajo, no porque en realidad me importara, claro, sino porque confiaba en que encontraras el códice, y me dijiste que por fin creías saber dónde estaba. Nunca lo olvidaré. Pensé, «¡Ajá! ¡Por fin lo ha descubierto!». Verás, llevaba algún tiempo pensando en usar el Quinto Códice en beneficio de nuestra misión, así que estaba esperando que o Tingley o tú dierais con él.
—Pero yo hablaba de forma general. Sólo creía saber dónde podía estar. Era evidente que no lo sabía con exactitud. Ni mucho menos. Entonces, no.
—De eso me di cuenta después. Y ése fue mi error. Qué mala pata. —Jonathan hablaba con tanta despreocupación como si hubiera dado un mal pase en la cancha de baloncesto y se estuviera disculpando con sus compañeros de equipo—. Pero en aquel momento pensé que podía haber alguna pista en el despacho de tu casa; algo que no me hubieras contado. Ya sabes lo reservados que podéis ser los antropólogos.
—¿Por qué no registraste mi despacho de la facultad?
—Lo registré. —Jonathan hablaba de nuevo con ligereza—. Pero no encontré nada. Hasta copié tu disco duro y revisé casi todo lo que había en tu ordenador. Y tampoco encontré nada. Así que pensé que tenía que estar en tu casa. —Hizo una breve pausa y levantó los ojos, como si acabara de reparar en la lluvia—. No quería matar a Susan. Pero tuve que hacerlo. Supongo que puedes entenderlo.
Daggart se sentía mareado. No sólo por la pérdida de sangre, el cansancio y las heridas, sino por lo que estaba oyendo. El mundo se había vuelto bruscamente del revés. Por su mente desfilaban diversas imágenes (Susan en un charco de sangre, la compasión de Jonathan durante los días posteriores al funeral, Lyman Tingley hablándole con nerviosismo de la Cruz Parlante en el bar, su primer encuentro con Ana, el cadáver de Héctor Muchado y el río de sangre sobre el linóleo blanco), hasta que el paso vertiginoso y feroz de todos aquellos recuerdos le dejó aturdido. Ana le sostuvo para que no cayera al suelo.
—Scott —susurró, frotándole los dedos—, no pasa nada.
Daggart asintió con la cabeza, sin saber por qué asentía.
—¿Qué más quieres de mí? —le preguntó a Jonathan. Su voz sonaba plana y desprovista de emoción.
—Tengo todo lo que quiero, muchas gracias. —Señaló el códice resguardado en el templo—. Y mañana encontraremos el Quinto Códice y lo destruiremos.
—¿Eso es todo? Después de tantos años de amistad, vas a matarme a sangre fría.
—Por favor, no nos pongamos sentimentales. Tú sabes que no tengo elección. —Se limpió la lluvia de la cara—. Bueno, no sé cómo lo hacían en tiempos de los mayas, pero imagino que podemos improvisar nuestras propias normas. En fin… ¿Podéis lanzaros solos o necesitáis que os empuje? A mí lo mismo me da.
—Si quieres matarnos, Jonathan, vas a tener que hacerlo tú mismo. Después de cortarnos un tendón o dos.
—Tienes mucha razón. Casi lo olvidaba. —Levantó el cuchillo. El agua corría por su hoja.
Daggart agarró las manos de Ana y pegó su frente a la de ella.
Jonathan se acercó despacio con el cuchillo tendido. Se detuvo cuando los tuvo a su alcance.
—Adiós, Scott. Siento mucho que las cosas hayan terminado así —dijo con un asomo de pesar.
—Yo también —respondió Daggart, y de pronto levantó el codo como un ala de pollo, formando un pequeño hueco entre el tríceps y el torso. Se abalanzó hacia la mano con la que Jonathan empuñaba el cuchillo, atrapó la muñeca con la axila y apretó la mano y el cuchillo. Jonathan luchó por desasirse y le clavó la hoja en el costado, pero Daggart se negó a soltarle. A pesar del dolor abrasador, siguió apretando la mano y el cuchillo contra su pecho.
—¿Qué crees que estás haciendo? —preguntó Jonathan.
Daggart no respondió. Se volvió hacia Ana y ella pareció comprender qué se proponía exactamente. Giraron ambos, arrastrando consigo a su prisionero, y describieron un semicírculo hasta que el templo quedó detrás de ellos y Jonathan se encontró de espaldas a los escalones. Abrió los ojos de par en par al darse cuenta. Antes de que pudiera abrir la boca para protestar, Daggart y Ana se inclinaron hacia delante.
Cayeron encima de Jonathan como si éste fuera un tobogán (Jonathan el trineo y Daggart y Ana los pasajeros), y por un instante el contrapeso hizo que parecieran caer y no caer, moverse y al mismo tiempo permanecer inmóviles. Durante una fracción de segundo parecieron colgar en el aire, suspendidos y atrapados allí como una hoja que acabara de desprenderse de un árbol, lista para caer, pero falta aún del impulso necesario. Luego, como un trineo que por fin supera un repecho y comienza su descenso en vertical bamboleándose violentamente por una pendiente cubierta de nieve, cayeron con un golpe sordo sobre los escalones y empezaron a deslizarse rápidamente hacia abajo sobre el cuerpo de Jonathan, ganando velocidad a medida que descendían (diez escalones, veinte, treinta) por la abrupta y escarpada ladera de la pirámide. Recorrieron entre sacudidas cuarenta escalones y luego cincuenta, más y más deprisa, hasta que todo pareció darles vueltas. Con la cabeza de uno apoyada en el pecho del otro y las manos juntas, Daggart y Ana sujetaban firmemente a Jonathan bajo ellos mientras se precipitaban por la pirámide resbaladiza. La cabeza de Jonathan absorbía lo peor del impacto y, al rebasar los sesenta escalones y luego los setenta, empezó a dejar una estela de salpicaduras de cerebro.
Daggart miró el pasamanos de cuerda del centro de la escalera. Mientras volaban por los escalones, la cuerda parecía una serpiente que avanzaba retorciéndose. Kukulkán, que regresaba para rescatar a su gente. Y Daggart, Ana y Jonathan unidos y cayendo a tierra de cabeza como Ah Muken Cab. Ochenta escalones, luego noventa.
Tras noventa y un peldaños, se detuvieron de golpe, clavándose como una jabalina en el suelo empapado de lluvia de la base de la pirámide, a poca distancia del helicóptero humeante. Bajo Daggart y Ana, el cuerpo quebrantado y deshecho de Jonathan Yost yacía inmóvil, la cabeza hecha pedazos, el cuello roto y la columna doblada y retorcida como las páginas plegadas en acordeón del Quinto Códice.
Daggart miró a Ana. Ella seguía teniendo en la frente el mismo hilillo de sangre del choque del helicóptero, que la fuerte lluvia lavaba rápidamente.
—¿Estás bien? —Logró preguntar él.
Ella asintió en silencio, aturdida.
Se volvieron ambos hacia el Cobra. Esperaban ver salir al piloto en cualquier momento, con un arma automática en la mano. Pero no salió nadie. Las aspas de la aeronave empezaron a girar lentamente, cortando el viento y la lluvia. Un minuto después alcanzaron la velocidad necesaria y, entre el denso torbellino que creaba el motor, el helicóptero militar se elevó velozmente y se alejó por donde había llegado.
Daggart comprendió por qué. Una serie de luces rojas brillaban y parpadeaban entre los árboles cercanos, acompañadas del agudo chillido de las sirenas. Un pequeño convoy de vehículos policiales dobló un recodo del camino con las luces encendidas y se detuvo bruscamente no lejos del Castillo, levantando a su paso la grava y el agua de los charcos.
Del primer coche salió el inspector Rosales. Junto a él iba Alberto Dijero. Un momento después, Daggart y Ana se desmayaron.