Capítulo 8
El inspector Rosales miraba fijamente a Scott Daggart, escudriñando su semblante para ver si le estaba tomando el pelo. Pero no: hablaba en serio.
—¿Ha oído hablar alguna vez del día del Juicio Final de los mayas? —preguntó Daggart.
Rosales negó con la cabeza.
—No es de extrañar —dijo Daggart—. Al gobierno mexicano no le interesa darle publicidad. Y hasta entre los estudiosos del período maya hay mucha controversia al respecto.
Daggart vio que los policías aguardaban una explicación. Comenzó despacio, ordenando los datos del mismo modo que un fiscal presenta un caso ante el jurado.
—Los mayas estaban obsesionados con el tiempo. No tenían ordenadores, ni calculadoras, pero descubrieron que el año solar dura en torno a 365,24 días, un cómputo mucho más preciso que el de nuestro calendario actual, lo crean o no.
Rosales se inclinó un poco hacia delante, visiblemente interesado. Hasta el chirrido de la grabadora pareció acelerarse.
—A medida que aumentaban sus conocimientos, fueron dándose cuenta de que los grandes hechos coincidían con ciertas alineaciones de los astros. Como resultado de ello, su astronomía adoptó elementos de lo que nosotros llamaríamos astrología. Podían predecir hechos futuros. Por eso hoy día a mucha gente le resulta fácil desdeñarlos. Pero conviene no olvidar una cosa: los mayas acertaron en todas sus predicciones.
—Está de broma, ¿no?
—No, no estoy de broma.
El inspector Careche no parecía muy convencido.
—Póngame un ejemplo.
—Le pondré uno famoso. En torno al año 1000, los mayas profetizaron que un día de la primavera de 1517 un importante ancestro suyo, Quetzalcoatl, volvería a casa. Y no sólo eso, sino que volvería «como una mariposa». Pues bien, ¿no les dice nada esa fecha?
—¿Cortés? —preguntó Rosales como un niño en clase.
—Exacto. Ese día, once galeones españoles aparecieron de repente en el horizonte, por el este. Y los indios, claro está, se habían agolpado en la costa desde el amanecer para esperar el regreso de Quetzalcoatl.
—¿Y qué pasa con la mariposa? —preguntó Careche, todavía combativo.
Daggart se volvió hacia él. De pronto parecía un profesor en un seminario, más que un sospechoso en una sala de interrogatorios.
—Piensen en esos barcos apareciendo ante su vista. Minúsculos navíos oscilando sobre la superficie del océano. ¿Qué sería lo primero que verían cuando los barcos surgieran en el horizonte?
—La torre del vigía —respondió Careche.
—¿Y? —insistió Daggart.
—Los mástiles.
—¿Y?
—Las velas.
Daggart asintió con la cabeza.
—Las velas hinchadas, moviéndose al viento, ondeando como las alas de enormes mariposas ante los ojos de los indios.
—Quizá.
—Quizá, no —dijo Daggart—. Exactamente tal como lo describo. Así que allí estaban, agolpados en las playas mientras los barcos aparecían como mariposas sobre el tranquilo mar Caribe, preparándose apaciblemente para dar la bienvenida a su antepasado, Quetzalcoatl, el gran dios.
—Sólo que no era Quetzalcoatl.
—No, era Hernán Cortés, el conquistador español. Cortés llegó a las playas vírgenes de México, intercambió galanterías con los indios y luego ¿qué?
—Conquistó el imperio azteca en menos de dos años —dijo Rosales obedientemente.
—Y todo la península de Yucatán en menos de veinte. No era eso lo que esperaban los mayas, desde luego, pero en una cosa acertaron: aquél fue un día de tremenda importancia.
—Eso es sólo un ejemplo —dijo Careche, todavía escéptico.
—Cierto. Pero hay más. Predijeron con absoluta precisión una serie de terremotos en el siglo XIII, tres huracanes y una hambruna en el XV, una rara nevada en la centuria siguiente, y batallas y victorias a lo largo de toda su historia, incluyendo el día exacto.
Se quedaron los tres callados un momento, rodeados por la queda sinfonía de los ruidos: el clic, clic, clic, el chirrido de la grabadora, el soplo del ventilador. Luego habló el inspector Rosales.
—¿Qué importancia tiene el 21 de diciembre de 2012?
—Ese día, por primera vez en veintiséis mil años, el Sol cruzará el ecuador galáctico, de modo que la Tierra quedará alineada con el centro de la Vía Láctea. Puede que eso no les diga nada, ni a mí tampoco, pero esa alineación en concreto es el equivalente a que alguien ganara el Mundial y el premio Nobel el mismo año, y además le tocara la lotería. Es uno de los sucesos más improbables de todos los tiempos. Supone la transición de lo que los mayas llamaban el Mundo del Cuarto Sol, del que actualmente estamos saliendo, al Mundo del Quinto Sol. Algunos llegan al extremo de afirmar que provocará la inversión del campo magnético de la Tierra.
El semblante de Careche parecía envuelto en dudas.
—No me diga que usted se cree eso.
—Bueno… Por un lado, es ridículo pensar que pueda predecirse con tanta antelación un cataclismo natural, que es como lo llamaban los mayas. Pero por otro…
—¿Sí? —insistió Rosales.
—No sabemos suficiente para descartarlo.
Rosales se abanicó con la libretita.
—¿Y el Quinto Códice explica ese «fin del mundo»?
—Eso es lo que creen los científicos.
Rosales se levantó de la silla y se quitó la chaqueta. Llevaba una pistolera de cuero alrededor del hombro y el arma sujeta al costado.
—Así que es posible que Lyman Tingley corriera peligro si tenía el códice en su poder.
—Es posible, sí.
—Pero ¿por qué iban a matarlo, si no lo tenía?
—No lo sé, francamente.
—No estará usted tan obsesionado, ¿verdad?
Daggart sintió que la cara se le encendía, y reprimió el impulso de levantarse de la mesa y volcar la silla.
—No, no estoy tan obsesionado.
—Entiendo. —Rosales dio una vuelta por la habitación, golpeando distraídamente la pared con el puño. Sus golpes producían un ruido sordo y hueco que resonaba en el techo antes de disiparse, impulsado por el lento movimiento del ventilador.
Llamaron a la puerta. Rosales la abrió, sustituyendo el aire caliente y fétido de la sala de interrogatorios por el aire igualmente fétido pero algo más fresco de la comisaría. Al otro lado esperaba el corpulento policía al que Daggart había visto poco antes iluminado por la pantalla del ordenador. Se inclinó hacia delante, entregó a Rosales una carpeta marrón y rápidamente le susurró al oído algo en español. Daggart pudo captar algunas frases clave.
«No hay sangre. Ni restos de la víctima. Nada».
Daggart vio pasar lo que parecía una expresión de fastidio por la cara del inspector jefe. El policía cerró la puerta y Rosales abrió la carpeta y echó un vistazo a los documentos.
—Es usted militar —dijo.
—Retirado.
—¿Irak?
—Somalia.
Los ojos de Rosales se movían adelante y atrás por la página. Silbó por lo bajo y emitió una serie de chasquidos con la lengua.
—Menudo currículum. Y vaya temperamento.
Daggart no dijo nada. No tenía sentido intentar defender sus actos. Su naturaleza impetuosa había hecho de él un buen soldado. No estaba orgulloso de su pasado, pero eso era: pasado.
—¿Siempre resolvía sus problemas recurriendo a la violencia? —preguntó Rosales.
—Sólo cuando me veía obligado.
—¿Y ahora?
—La universidad pone mala cara si le doy un cabezazo a un alumno. Así que imagínese.
Rosales apretó los dientes.
—¿Cuánto tiempo piensa quedarse? —preguntó bruscamente.
—Las clases empiezan la semana que viene. Me marcho pasado mañana.
—Ya no. Cambie su vuelo. Le haremos firmar una declaración.
—¿Y si no quiero quedarme? Tengo que volver al trabajo.
Rosales se inclinó hacia él.
—Si intenta salir del país, no tendremos más remedio que detenerle. Estoy seguro de que un hombre culto como usted lo entenderá. —Dijo esto último con aire de desprecio y entregó a Daggart su tarjeta—. Llámenos si se le ocurre algo. Algo que haya olvidado decirnos, quizá.
Le lanzó una mirada cargada de intención y salió. Daggart le siguió, con Careche a la espalda. Rosales se acercó al policía corpulento y le pidió que llevara a Daggart a su cabaña. Estaban casi en la puerta cuando Rosales los detuvo.
—Casi se me olvidaba —dijo con actitud de no haberlo olvidado ni por un segundo. Se metió la mano en el bolsillo lateral de la chaqueta y sacó un librillo de cerillas—. Encontramos esto en un bolsillo de los pantalones de Tingley. —Abrió el librillo y le enseñó la pestaña de dentro. Anotados a lápiz estaban el nombre completo de Daggart y su número de teléfono.
—Es usted, ¿no? —preguntó Rosales.
Daggart asintió con una inclinación de cabeza.
—¿Puede explicarlo?
Daggart se encogió de hombros.
—Hablábamos poco. Es lógico que Lyman anotara mi número de teléfono en lo primero que tuviera a mano.
Rosales se guardó el librillo de cerillas y abrió la puerta de la comisaría.
Pero había una cosa que inquietaba a Scott Daggart cuando salió al aire húmedo de la noche. Lyman Tingley no fumaba. Así que ¿por qué demonios llevaba encima un librillo de cerillas?