Capítulo 4
En sus sueños, ella todavía estaba viva.
Hacían la cena (ensalada, pasta, una baguette calentándose en el horno) y mientras Susan servía el Pinot Noir y ponía la mesa, Daggart picaba la verdura: calabacines, tomates, champiñones, pimientos, cebollas. Ella iba de un lado a otro mientras él seguía plantado ante la tabla, cortando las verduras con la facilidad que daba la práctica. Las echaba luego en una ensaladera o una sartén, donde se sofreían en aceite de oliva. De fondo sonaba alguno de sus discos favoritos: Dylan, Clapton, lo último de Norah Jones. Era una rutina que habían refinado en el curso de su matrimonio.
Al llegar a casa se cambiaban de ropa y se ponían unos vaqueros y una camisa de manga larga, sin remeter. Susan se recogía el pelo rubio en una coleta. Andaban por la cocina en calcetines, hablando de cómo les había ido el trabajo, atropellándose el uno al otro para contárselo todo en un alegre torrente de palabras. Se reían. Se compadecían mutuamente. Imitaban a sus compañeros de trabajo más pesados. Susan se movía suavemente de la encimera a la mesa y de ésta a aquélla, y deslizaba la mano por la camisa de Daggart al pasar a su lado. El calor de sus dedos sobre los riñones de Daggart hacía que un agradable escalofrío le corriera por la espalda. No había día en que Daggart no se considerara afortunado. Después de diez años de matrimonio seguían estando locos el uno por el otro.
Y entre tanto él, de pie frente a la encimera, cortaba y picaba, troceaba y golpeaba y golpeaba y golpeaba…
Y seguía golpeando.
Daggart se despertó sobresaltado y miró el reloj. Eran las dos y veinte. Los números rojos del despertador brillaban en la oscuridad. Los golpes seguían sonando, y Daggart comprendió con fastidio que había alguien llamando a la puerta. Apartó la fina colcha y al levantarse con un ligero tambaleo miró la cama. Estaba vacía.
Susan no estaba. Había sido otro sueño.
Maldita sea.
Los golpes seguían, más insistentes que antes.
—Un momento —gruñó. Los porrazos continuaron—. ¡Un momento!
Se preguntaba quién iría a verle a aquella hora. Su pequeña cabaña no estaba precisamente en una calle concurrida. Al tomar la decisión de volver a Yucatán para pasar el verano, había alquilado la casita por su ubicación: a apenas cincuenta metros de la playa, sin ninguna casa ni hotel alguno a la vista. En términos de turismo tradicional, no tenía nada de particular: era pequeña, con el suelo de baldosas marrones desgastadas y carecía de las comodidades de los hoteles con todo incluido que salpicaban la Riviera Maya. Tenía, en cambio, una cosa que Daggart no habría cambiado por nada del mundo: aislamiento. Estaba a cuarenta minutos largos al sur de Cancún y a un cuarto de hora al norte del pueblo más cercano, y en vista de lo sucedido el año anterior, estar solo era lo que ansiaba Daggart. Lo que necesitaba.
Acordándose de su conversación de esa noche con Lyman Tingley, se acercó a la puerta con cautela. Hacía tiempo que había renunciado a las armas de fuego, pero respiró hondo y se preparó para el ataque. Le sorprendió lo rápidamente que sus músculos recuperaban la memoria. Su cuerpo se relajó y al mismo tiempo se puso tenso. La paradoja del guerrero.
Al atisbar por la mirilla vio a dos hombres cuya recia figura silueteaba la luna. Llevaban chaquetas informales y se removían, inquietos. Daggart encendió la luz de fuera. Una bombilla amarilla cobró vida, proyectando densas sombras sobre las caras de los dos desconocidos.
—¿Scott Daggart? —preguntó el de delante, dirigiéndose a la puerta. Era el más robusto de los dos y llevaba pantalones marrones, chaqueta marrón y camisa blanca con el cuello abierto.
—Sí.
El hombre se llevó la mano a la chaqueta y sacó una insignia que sostuvo delante de la mirilla. La insignia le identificaba como agente del cuerpo de policía de Quintana Roo.
—¿Habla usted español?
—Sí.
Si oyó la respuesta de Daggart, prefirió ignorarla.
—Soy el teniente Rosales —dijo en inglés—. Éste es mi compañero, el inspector Careche. ¿Podemos pasar?
Daggart quitó la cadena y abrió la puerta, indicándoles con un gesto que entraran. Ninguno de ellos se movió.
—Si me hace el favor —dijo el teniente Rosales.
Daggart lo entendió por fin. Querían que se apartara. De ese modo, no podría salir corriendo. Daggart encendió la luz obedientemente y retrocedió hasta el centro de la habitación. Los dos inspectores le siguieron, cerrando la puerta tras ellos.
Estaba claro que Rosales era el que llevaba la voz cantante. Rondaba los cincuenta y cinco años, calculó Daggart; tenía poco pelo y cara de no andarse con tonterías. El bigote espeso y negro le tapaba el labio superior. Su compañero era mucho más alto, y su cara enjuta y sus ojos azules e inexpresivos le recordaron a Daggart los de un tiburón: insondables y amenazadores. Las comisuras de su boca se inclinaban hacia abajo en algo parecido a una mueca de perpetua desaprobación.
Todavía en calzoncillos, Daggart recogió unos vaqueros. Al hacerlo, Careche, el que tenía cara de tiburón, se metió la mano en la chaqueta y con una velocidad que sorprendió a Daggart sacó una semiautomática y le apuntó al pecho. No era la primera vez que le apuntaban con un arma, pero no por ello dejaba de ser una experiencia desagradable.
—¿Puedo? —preguntó con sarcasmo, sosteniendo los pantalones con el brazo estirado.
Rosales inclinó dos veces la cabeza, primero para indicarle que podía ponerse los pantalones y luego para que su compañero apartara el arma. El inspector Careche volvió a enfundársela.
—¿Qué pasa? —preguntó Daggart mientras se ponía los vaqueros. Estaban los tres equidistantes, formando un perfecto triángulo isósceles—. Imagino que es importante y que no puede esperar. Puede que les sorprenda, pero a estas horas suelo estar durmiendo.
—¿Conoce a un tal Lyman Tingley? —preguntó Rosales. Su inglés era bueno. Su acento, denso.
Daggart entornó los ojos.
—Claro. Es arqueólogo. Un arqueólogo muy respetado. Enseña en la Universidad Americana de El Cairo. En Egipto.
—Sé dónde está El Cairo. —El tono de Rosales era cortante. Daggart tuvo la impresión de que no le gustaba especialmente tratar con estadounidenses. O tal vez fuera que no le gustaba trabajar a aquellas horas de la noche. O ambas cosas.
—¿Qué pasa con él? —preguntó Daggart.
Rosales se acarició el bigote como si se pensara qué decir a continuación.
—Esta noche lo han encontrado muerto.
Sus palabras quedaron suspendidas como humo en el aire.
Daggart sintió que se le aceleraba el corazón. Había servido en la guerra y entrado en combate, pero dio igual: el hecho de que los temores de Lyman Tingley no fueran simple paranoia casi le dejó sin aliento.
—¿Cómo?
Rosales no pareció oír la pregunta.
—¿Cuándo fue la última vez que le vio?
—¿Cómo ha muerto? —dijo Daggart otra vez.
Rosales le miró fijamente y repitió su pregunta.
—¿Cuándo fue la última vez que le vio?
Estaban jugando al gato y al ratón. Daggart respiró hondo y decidió dejar ganar a Rosales. Esta vez, al menos. El valor incluía cautela en buena parte, y todo eso.
—Esta noche. Estuvimos tomando algo.
Rosales lanzó una mirada a Careche.
—¿Dónde?
—En el Captain Bob. En Playa del Carmen.
Con la elegancia de un mago de segunda fila, Rosales se metió la mano en la chaqueta y sacó una libretita y un bolígrafo. Pulsó teatralmente el botón que daba vida al utensilio de escritura y comenzó a tomar nota.
—¿De qué conocía al señor Tingley?
—Trabajamos en el mismo campo. Yo conozco su trabajo. Y él el mío.
—¿Se ven con frecuencia?
—Un par de veces al año.
—¿Son amigos? —preguntó Rosales, levantando los ojos de la libreta para calibrar su respuesta.
—Yo no diría tanto.
—¿Y qué diría?
—Que somos colegas. Conocidos. Algo así. —Decidió no entrar en detalles acerca de cómo Lyman Tingley le había apuñalado por la espalda—. Bueno, aún no me lo ha dicho: ¿cómo…?
Rosales continuó como si Daggart no hubiera hablado.
—¿De qué hablaron anoche el señor Tingley y usted?
Daggart empezaba a cansarse de dar respuestas sin obtener nada a cambio. Apretó los dientes, dio un pasito adelante y repitió la pregunta.
—¿Cómo ha muerto?
Rosales suspiró. Miró a su compañero. Y luego a Daggart.
—Puede que no me haya expresado con claridad, señor Daggart. No se ha muerto. Ha sido asesinado.
Daggart comenzó a revisar su encuentro con Tingley en el Captain Bob como si adelantara un DVD. Las imágenes se entrecortaban, borrosas. ¿Tenía razón Tingley al sospechar de aquellos tres hombres? ¿Y de veras intentaba decirle algo con la colocación de aquellas monedas?
—¿Cómo? —De pronto sentía una necesidad imperiosa de datos, como si su irrefutabilidad fuera, en cierto modo, un bálsamo sedante.
—Alguien le abrió un agujero en el pecho y le sacó el corazón. A su lado había colocada una crucecita.
Daggart no reaccionó.
Rosales cambió con Careche una mirada que supuestamente Daggart no debía advertir.
—¿No le sorprende?
—Reconozco el método.
Rosales esperó a que continuara.
Daggart habló sin darse cuenta, las palabras escapaban de su boca maquinalmente.
—Es el sacrificio tradicional de los mayas —dijo—. Se extrae el corazón palpitante mientras la víctima vive aún. La forma más pura de sacrificio. —Titubeó, pensando de nuevo en los tres hombres del restaurante—. ¿Quién ha sido?
—Si lo supiéramos, no habríamos venido.
—¿Dónde encontraron el cuerpo?
—Pues, a decir verdad, no muy lejos de aquí —contestó Rosales mientras volvía a guardarse la libreta en el bolsillo de la chaqueta y se acercaba al ventanal que daba a la playa—. Una pareja que iba paseando por la playa se tropezó con él.
—¿Por qué playa?
El inspector Rosales abrió las cortinas de un tirón, y una explosión de luces rojas y azules inundó la noche. Por todas partes había policías provistos con linternas cuyos haces amarillos barrían el suelo.
—La playa de su patio trasero, de hecho.
Scott Daggart comprendió de pronto que no era un simple testigo que podía ayudar a resolver el asesinato de Lyman Tingley. Era el principal sospechoso.