Capítulo 23

Cosales. Su voz estaba impregnada de… algo. ¿Sospecha? ¿Certidumbre? Daggart no habría sabido decirlo.

—Como de costumbre —dijo Daggart. Sentía los ojos de Careche clavados en él, y se preguntaba qué sabían los inspectores y desde cuándo.

—¿Qué ha hecho?

—Ir a mi excavación y trabajar. Lo de siempre.

—¿Y estaba todo normal?

Daggart asintió con la cabeza. De pronto le había asaltado la duda de si serían ellos quienes habían destrozado el yacimiento. La indiferencia con la que había hablado Rosales parecía sugerir que sabían cómo estaban las cosas.

—¿Y ha estado allí todo el día? —prosiguió Rosales.

—Hasta el chaparrón de por la tarde. Entonces volví a casa.

—Entiendo. —Rosales sacó la consabida libreta de su chaqueta de deporte y de nuevo hizo aquel gesto teatral al pulsar el botón del bolígrafo. Luego comenzó a escribir.

—Ah, y en la biblioteca —añadió Daggart—. También estuve allí.

—¿Leyendo?

—Investigando.

—¿Algo en concreto?

—La Cruz Parlante. Quería ver si podía averiguar algo más que contarles.

—Qué amable —dijo Rosales sin molestarse en disimular su sarcasmo—. ¿Y lo encontró?

Daggart se encogió de hombros con naturalidad.

—Sólo que la secta lleva cien años inactiva.

—Sí, eso descubrimos nosotros también. —El inspector Rosales metió la mano en el bolsillo de su chaqueta y sacó un paquete de Delicados. Golpeó un extremo contra la palma de la mano antes de ofrecérselo a Daggart—. ¿Fuma?

—No, gracias.

Rosales sacó un cigarrillo y lo encendió. El humo giró en volutas alrededor de su cara como la niebla ascendiendo por un barranco.

—¿No fue a ningún otro sitio? ¿A ninguna otra excavación? ¿A la de Lyman Tingley?

Daggart sintió que la sangre le afluía de golpe a la cara. Rosales lo sabía desde el principio.

—Ya le dije que no sé dónde se halla —respondió.

—¿Nunca ha estado allí?

—Hace tanto tiempo que no recuerdo cómo se llega.

—Entonces admite que ha estado allí.

—Claro. Antes era mi excavación.

—Resulta interesante que no nos lo dijera anoche —comentó Rosales.

—Supongo que se me olvidó.

—¿Y no ha vuelto desde entonces? —Rosales escupía las preguntas sin vacilar.

—No, para qué. Era el yacimiento de Tingley, no el mío.

—Tal vez, si encontrara esa excavación, nos ayudaría a dar con su asesino.

—No recuerdo el camino. Si lo recordara, me presentaría allí en un abrir y cerrar de ojos.

—Yo pensaba que, dedicándose a lo que se dedica, se acordaría de esas cosas.

Daggart se encogió de hombros.

—Imagino que me estoy haciendo viejo.

—Eso nos pasa a todos —repuso Rosales con cara de palo. Se recostó en su silla, dio una larga chupada al Delicados y se alisó el negro bigote con el pulgar y el índice, como si acariciara a un gato. El humo le salía por las fosas nasales—. ¿Y esta tarde?

Daggart sacudió la cabeza.

—Estuve trabajando en casa. Y luego vine aquí a tomar una cerveza. —Cogiendo la botella casi vacía de Dos Equis como si fuera la prueba A, se la llevó a la boca y la apuró.

—Y para hacer unas llamadas. —Rosales señaló el teléfono móvil que había sobre la mesa.

—Sí, exacto.

—¿Locales?

—A Chicago.

—¿Personales o de trabajo?

—Ambas cosas.

—Entiendo. —Rosales aspiró como si chupara vida del cigarrillo—. ¿Y esos guantes?

Sus ojos se posaron en los guantes de látex que descansaban junto al teléfono, los mismos que Daggart había usado para registrar la habitación de Tingley.

—¿Ha estado operando?

Careche se rio por lo bajo.

Daggart respiró hondo. En una vida anterior, habría alargado el brazo y le habría partido los dedos a Rosales como si fueran ramitas.

—Cuando me encuentro con pinturas murales en las ruinas, procuro no mancharlas con mis aceites corporales. —Recogió los guantes y se los guardó en un bolsillo.

—Ya. —Fue como si sonara una campana y los boxeadores se retiraran a su rincón. Pero la campana pareció sonar de nuevo con la misma rapidez, llamándolos de nuevo al combate—. ¿Y qué va a hacer mañana? —preguntó Rosales.

—Ir a mi yacimiento. Intentar acabar todo lo que pueda antes de volver.

—¿Con sus guantes?

—Con mis guantes.

—Qué vida tan interesante lleva usted.

—Eso mismo opino yo.

Rosales inhaló profundamente, hizo una pausa, exhaló el humo.

—¿Hay algo más que quiera contarnos? ¿Sus planes? ¿Algún dato? ¿Algún hallazgo?

Era, más que una pregunta, un desafío. Daggart escudriñó los ojos de Rosales y miró luego a Careche. No vio mucha confianza. Ni ningún calor.

—No, no se me ocurre nada.

—Muy bien. Sentimos haberle molestado.

Rosales se levantó y con una mirada indicó a Careche que también se pusiera en pie. El más joven de los dos obedeció a regañadientes.

—Estoy seguro de que volveremos a hablar pronto —le dijo Rosales a Daggart—. Y puede que para entonces su memoria haya mejorado.

—Todo es posible.

Hicieron ademán de marcharse. Movido por un impulso, Daggart preguntó:

—¿Cuál es su nombre de pila?

Rosales se volvió hacia él.

—¿Mi nombre de pila?

—Sí. Anoche, cuando se presentó, solamente me dijo su apellido. ¿Cómo se llama?

—¿Por qué le interesa?

—Sólo quiero saber con quién estoy tratando, nada más.

Rosales sopesó la pregunta y dio una profunda calada a su cigarrillo, como si el alquitrán y la nicotina pudieran decirle si debía responder o no.

—Alejandro.

Daggart se volvió hacia el inspector Careche.

—¿Y usted?

—Miguel —masculló Careche.

—Gracias —dijo Daggart—. Es lo único que quería saber.

El quinto códice maya
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