Capítulo 60
Cuando Scott Daggart salió del ascensor en la planta baja, le recibieron una salva de luces rojas y el aullido de una sirena. La alarma de seguridad.
Miró de un extremo a otro de la sala, siguiendo el cañón de la pistola del calibre 35, y tardó sólo un momento en darse cuenta de que la puerta de la calle estaba entornada. Eso era lo que había disparado la alarma.
Se deslizó por la pared hasta llegar a la entrada. Empujó la puerta hacia fuera con la pierna buena. Al abrirse de par en par, la puerta dejó ver la noche clara y estrellada y a un hombre montando en una motocicleta al otro lado de la verja. El hombre se volvió, levantó su pistola y disparó tres veces, rápidamente, en dirección a Daggart. Revolucionó el motor y un momento después salió pitando calle abajo.
Daggart avanzó cojeando por la acera (cada paso una aguda punzada de dolor) y saltó la valla de hierro. Montó en la otra moto y hurgó en su bolsillo en busca del juego de llaves que acababa de quitarle al muerto. Insertó en el contacto la llave adecuada, pegajosa de sangre, y arrancó la moto. Una sinuosa hilera de coches policiales se aproximaba a la Biblioteca de Libros Raros; el estrepitoso chillido de sus sirenas tajaba el zumbido de la noche. Daggart no esperó a que llegaran. Irrumpió en la calle como un caballo de carreras cruza la línea de salida, con los ojos fijos en el lejano punto rojo que identificaba a la otra motocicleta.
La moto de delante viró hacia el este en Sharia el Tahrir y Daggart se preguntó adónde se dirigía el de la perilla. ¿A la Ciudadela? ¿Al barrio islámico? ¿Al aeropuerto? Daggart hacía lo que podía para no perderlo de vista zigzagueando entre el tráfico.
Un semáforo los paró a todos (a coches y ciclomotores, a motos y camionetas) y Daggart rodeó poco a poco un taxi por la derecha, utilizando el vehículo como escudo. Un camión pitó de pronto y el hombre de la perilla se giró. Sus ojos se agrandaron cuando reconoció a su perseguidor. Sin esperar a que cambiara el semáforo, enfiló el cruce a toda velocidad. Una docena de coches frenó de golpe, prorrumpiendo en un guirigay de cláxones y chirridos. Un momento después, Daggart cruzó también la intersección y arrancó a los coches otra tanda de bocinazos.
Las dos motocicletas avanzaron por el bulevar con el acelerador a tope. El aire cálido de la noche azotaba la cara de Daggart. Se colocó en paralelo a la otra moto. El de la perilla sacó su pistola y le disparó dos veces a la cabeza. Daggart frenó de golpe y la moto estuvo a punto de volcar. Agarrando al manillar, intentó mantenerla derecha. Del pavimento todavía caliente subía un olor acre a goma quemada. El Perilla giró en el cruce y desapareció calle abajo. Daggart logró arrancar de nuevo la moto y salió tras él.
Circulaban a más de ciento cuarenta kilómetros por hora, pasando por delante de renqueantes hormigoneras y volando en torno a lentos carros tirados por burros. Arqueaban el cuerpo. Los pedales hacían saltar chispas al rozar el cemento. Las motos se deslizaban de un carril a otro sin la más leve vacilación, con el vaivén de los esquiadores en un eslalon pendiente abajo.
Al pasar de una bocacalle a una avenida les salió al paso un mar de luces rojas. Un accidente había detenido el tráfico.
El de la perilla no vaciló. Se dirigió hacia el bordillo, subió a la acera y enfiló rugiendo el estrecho camino de cemento. Las parejas se separaban saltando a ambos lados para ponerse a salvo. Daggart le siguió. Oía los exabruptos indignados de los transeúntes al pasar por su lado.
Las motocicletas saltaban bordillos, sorteaban señales, atravesaban el gentío abriéndose paso entre él. Las hojas bajas de las palmeras golpeaban la cara de Daggart, casi cegado por ellas.
Levantó la vista y reconoció el minarete de la mezquita de Al-Azhar. Estaban entrando en Khan el-Khalili, el bazar más famoso de El Cairo. Tenía más de seiscientos años de antigüedad y albergaba literalmente miles de pequeñas tiendas y restaurantes dentro de un laberinto de viejos edificios tambaleantes, ennegrecidos por el humo de los tubos de escape. Daggart vio a una manzana de distancia que sus aceras enmarañadas estaban repletas de vendedores y clientes. De día o de noche, Khan el-Khalili era el lugar más populoso de El Cairo. Un auténtico tapón humano.
Un lugar magnífico para perderse.
Daggart supuso que el de la perilla dejaría su moto y huiría a pie. Supuso mal.
El pistolero irrumpió entre la multitud con la despreocupación de un loco, tirando transeúntes al suelo y volcando carros y carretas. Daggart, en cambio, aminoró la marcha y saltó de la motocicleta. Un dardo de dolor atravesó su tobillo. En un esfuerzo por ignorarlo, comenzó a mover rítmicamente brazos y piernas. La moto de delante apenas se veía, pero la vereda que iba abriendo entre la gente, tan clara como la estela de un barco, hacía fácil seguirla.
Khan el-Khalili era una inmensa panoplia de zocos ordenada por oficios y gremios. Por todas partes, a uno y otro lado de los callejones, se alineaban bares en los que, apiñados en torno a mesitas redondas, los hombres fumaban en narguile un tabaco de sabor afrutado, como llevaban haciendo cientos de años. El olor del humo, dulzón como sirope de manzana, de melocotón o mango, era casi mareante cuando Daggart pasó corriendo.
Le sorprendió que la motocicleta frenara y virara hacia una madriguera de callejones. Los ruinosos edificios de dos y tres plantas se combaban pesadamente hacia dentro, como si, tras varios siglos en pie, se acercara el día de su derrumbe. Los bocinazos de la motocicleta resonaban, insistentes, en sus paredes oscurecidas por el hollín.
Daggart se descubrió en el zoco de las especias, y al tiempo que una sofocante mezcla de aromas asaltaba sus sentidos (sándalo y azafrán, menta y mirra, clavo, cilantro y comino), una estampa de pellejos de pitón y hediondos despojos colgados de los techos le dio la bienvenida. Un mundo surrealista de imágenes y olores.
El callejón se estrechaba claustrofóbicamente. Apenas había espacio para una persona, mucho más para una motocicleta. Daggart dobló una esquina y vio la moto encajada entre dos paredes. La rueda trasera giraba aún. Del motorista no había ni rastro.
Daggart avanzó hacia la moto por el pasadizo en forma de embudo, gruñendo de dolor. Le ardía el pecho por la carrera y tenía la garganta seca y rasposa; aquella mezcla de contaminación y olores exóticos había agravado su deshidratación.
El gentío fue disminuyendo mientras corría por callejones cada vez más remotos, hacia el centro mismo del laberinto. Como piloto, siempre se había preciado de su fino sentido de la orientación, pero en ese momento no habría podido decir en qué dirección iba ni aunque le hubieran pagado por ello un millón de dólares. Sólo sabía que iba media manzana por detrás del hombre que había intentado matarle.
Al doblar una esquina, una bala pasó silbando junto a su cabeza y arrancó un trozo de cemento. Agachó la cabeza y se pegó a la pared. Respiraba agitadamente, intentando recuperar el aliento.
Se puso de rodillas, con el tobillo derecho agarrotado e inmóvil, y miró por la esquina. El de la perilla había llegado a un callejón sin salida. Daggart retiró la cabeza antes de que otra bala pasara zumbando por su lado.
—No quiero hacerte daño —gritó, y su voz retumbó en la maraña de callejones—. Sólo quiero que hablemos.
—¡Hablar! —dijo el otro con voz cargada de ansiedad—. ¿Como en la biblioteca? ¿Así?
—No fui yo quien mató a tu amigo. Fuiste tú.
—¡Pero usted me hizo creer que le había matado! ¡Fue un truco! ¡Me tendió una trampa!
Daggart comprendió que, para poder negociar, primero tendría que conseguir que se calmara.
—Te pido disculpas. Sólo intentaba salvar la vida.
—Pues le funcionó. Me hizo matar a Ben.
—Lo siento. Si hubiera podido escapar de otra manera, lo habría hecho. Estaba arrinconado.
—Como yo ahora, ¿eh?
—Hay una diferencia. Yo te estoy ofreciendo una salida.
—¿Cuál? —preguntó el otro, beligerante.
—No quiero matarte —dijo Daggart—. Sólo quiero respuestas.
El otro no respondió, y Daggart no pudo hacer otra cosa que esperar, confiando en salirse con la suya. Una breve eternidad llenó aquellos instantes de silencio. Desde los callejones cercanos llegaba el eco de las conversaciones, de los regateos, de los gritos de reclamo de los comerciantes.
Daggart pensó que había dado al de la perilla tiempo de sobra para sopesar su oferta. Era hora de cerrar el trato. Sacó la pistola del calibre 35 y se atrevió a mirar por la esquina.
El hombre seguía al fondo del callejón (eso no había cambiado), pero sujetaba delante de sí a una niña egipcia. Le apuntaba a la cabeza con la pistola.
Daggart calculó que la niña no tendría más de doce o trece años. Había abierto los ojos de par en par y le corrían lágrimas por las mejillas morenas.
—Mira —dijo Daggart al doblar la esquina. Arrojó la pistola delante de sí y el arma resbaló por los adoquines—, no voy armado. No quiero hacerte daño. Así que ¿por qué no dejas que la niña se vaya para que podamos hablar?
—¡No! —gritó el otro, histérico—. Es una trampa. Igual que la otra vez.
—No es una trampa. No puedo hacer nada —dijo Daggart. Intentaba ser persuasivo sin apabullarle—. Estoy solo. Y no soy yo el que tiene un arma. Eres tú. Tú ganas. Así que ¿por qué no dejas que se vaya?
Daggart extendió los brazos a ambos lados. Cuarenta metros le separaban del otro hombre. Podía darse por muerto, si al de la perilla se le antojaba y no era del todo malo disparando.
—¡No se acerque! —gritó el hombre. Apretó la pistola contra la sien de la muchacha, que sollozaba suavemente.
—Está bien —dijo Daggart—. Me quedo aquí.
—¿De qué quiere hablar? —preguntó el hombre de la perilla.
—¿Trabajas para Right América?
—Eso no puedo decírselo.
Daggart detectó una grieta en la armadura.
—Venga, hombre. Algo podrás decirme.
—Pero usted es el enemigo.
—Yo no soy el enemigo. Mírame. —Sonrió y extendió los brazos y las piernas, como el Hombre vitruviano de Da Vinci—. ¿Por qué no dejas que la chica se vaya y hablamos?
—¡No! —El hombre miraba frenético de un lado a otro.
—De acuerdo, está bien. Quédate con la chica. Pero no le hagas daño. Y recuerda que no quiero hacerte nada.
El de la perilla asintió en silencio.
—No soy ningún peligro. Sólo soy un profesor —dijo Daggart—. Lyman Tingley era amigo mío. —No era del todo cierto, pero casi.
—Lyman Tingley era un enemigo de Right América. Un traidor a nuestra causa.
—¿Por qué lo dices?
—Porque prometió entregar el manuscrito y luego se lo quedó.
Así que ésa era la patraña que habían contado a los militantes de a pie.
—Puede que nunca lo encontrara. ¿Se te había ocurrido?
—Sí que lo encontró. Salió en todas las revistas. Él mismo lo dijo.
Eso Daggart no podía negarlo.
—¿Y si era una falsificación? ¿Y si Right América le estaba pagando para que confeccionara el Quinto Códice como ellos querían que estuviera escrito?
—¿Qué está diciendo?
Daggart bajó los brazos despacio y sacó las páginas que se había metido en la cinturilla del pantalón. Las levantó como un vendedor de periódicos anunciando un extra.
—¿Qué es eso? —preguntó el de la perilla. Daggart detectó por primera vez auténtica curiosidad en su voz. Tal vez incluso miedo.
—Son las páginas en las que estaba trabajando Lyman Tingley antes de que le mataran —explicó—. Se supone que son el Quinto Códice, pero Tingley las estaba falsificando. Son de su invención.
El otro sacudió la cabeza violentamente.
—Eso es mentira. Lyman Tingley descubrió el Quinto Códice. Vio que anunciaba la llegada del mesías. No tenía por qué inventarse nada. —El miedo de su voz había dejado paso a una convicción sin fisuras—. Está escrito: «Y será cuando pueble la tierra una nación y sólo una».
Daggart no sabía si había oído bien.
—¿De dónde es esa cita?
—De las Escrituras.
—¿De qué escrituras?
—Del Quinto Códice.
Daggart estaba confuso.
—¿Cómo puedes citar un manuscrito que no se ha publicado aún?
—Se han publicado partes —contestó el otro con aire de satisfacción—. Y como todos los verdaderos creyentes, yo las he memorizado.
—¿Puedes citarme alguna más?
—Usted no es miembro de Right América.
—¿Y si te dijera que quería serlo?
—«Habrá infieles entre vosotros, como lobos disfrazados de corderos».
—Entiendo. —Daggart bajó las páginas falsificadas. El otro no parecía tener el menor interés en examinarlas. Ni en oír la verdad.
—Háblame de esa concentración en Tulum —dijo Daggart.
—Ese día se aclarará todo.
—¿Quién irá?
—Todo el mundo.
—¿Hablará Frank Boddick?
—El reverendo Boddick —puntualizó el de la perilla—. Por supuesto.
A Daggart le costaba imaginarse en el papel de clérigo a la estrella de Caza mortal II.
—¿Va a presentar el Quinto Códice?
—Sí.
—Y apuesto a que ya sabes lo que va a decir.
—En parte sí.
—Pero algo me dice que no vas a contármelo.
—Lo descubrirá muy pronto. —Una sonrisa sagaz iluminó su cara—. Falta menos de una semana para que lo sepa el mundo entero.
—Entonces, ¿qué puedo hacer para que sueltes a la chica? —preguntó Daggart.
—Nada —contestó el otro, desafiante.
—Vamos. Ella no ha hecho nada.
—Puede que no, pero si la suelto vendrá a por mí, igual que me ha seguido hasta aquí. Y mis órdenes están muy claras. No hay marcha atrás. A ésta sólo le queda la salvación eterna.
Daggart vio en la cara de la niña la vulnerabilidad de Susan. Se preguntó si ella había sentido el mismo terror que aquella muchacha de ojos enormes.
—Pero no ha hecho nada —dijo alzando la voz sin pretenderlo—. Es inocente.
El de la perilla no respondió. Apretó con más fuerza los frágiles hombros de la niña.
—Por favor —continuó Daggart—. Suéltala. Dámela y te dejo en paz. Volveré a Estados Unidos. Hasta podemos fingir que me has matado, si te sirve de algo.
—¿Lo dice en serio?
—Absolutamente.
El otro asintió en silencio. Pareció sopesar sus opciones, pareció a punto de decir algo. Pero se distrajo momentáneamente y agarró con menos fuerza a la muchacha. Ella aprovechó la ocasión para desasirse bruscamente de sus garras. Metió la cabeza bajo su brazo, apartó sus manos y echó a correr por el callejón con el terror de un animal perseguido, de un zorro que huyera a la desesperada de algún perro.
—¡No! —gritó Daggart, haciéndole señas de que se detuviera.
Pero era demasiado tarde. El hombre efectuó un solo disparo. Había vuelto la pistola hacia sí y la bala penetró en su cerebro matándole en el acto.