Capítulo 39

Frank Boddick no recordaba si se llamaba Heather, Amy o Michelle. Y no porque los nombres se parecieran gran cosa, sino porque sencillamente no había prestado atención cuando ella se lo dijo. Tampoco la había escuchado mientras ella parloteaba sin parar sobre lo mucho que le admiraba o sobre cómo había visto sus películas tres veces como mínimo. Era lo que decían siempre aquellas púberes al ofrecerse como vírgenes al sacrificio.

Tras pasar todo el día rodando había buscado un bar cerca del hotel para relajarse tomando unas copas. Mientras tanto, como era de esperar, había tenido que quitarse de encima a las embobadas admiradoras firmando más autógrafos de la cuenta en servilletas y brazos, e incluso (lo cual era memorable) en la parte alta del muslo de una mujer. Era el precio que había que pagar por ser una estrella. En realidad, no le importaba. Y cuando se presentaban casos como el de Heather/Amy/Michelle (apoyada en la barra con su escotada camisa de tirantes, a la distancia justa para que él vislumbrara el rosa de sus pezones desnudos), Frank era consciente de que valía la pena pagarlo.

Así que había fingido escuchar su cháchara sobre la admiración «bestial» que le tenía mientras la miraba de arriba abajo, fijándose en su pelo rubio rojizo, en sus brazos finos pero musculosos y en sus grandes pechos (auténticos o falsos, a él le traía sin cuidado). Por fin, justo cuando sabía que había llegado el momento apropiado, la obsequió con una sonrisa ganadora y sugirió que siguieran charlando en su habitación.

Heather/Amy/Michelle, como todas las Heather/Amy/Michelles que la habían precedido, sonrió con incredulidad. Casi no podía contener la euforia, y Frank pensó que iba a mearse en el taburete de pura emoción. Frank Boddick acababa de invitarla a su habitación. Frank Boddick, la estrella de cine. Frank Boddick, el vigésimo séptimo personaje más poderoso de Hollywood.

En momentos así, Frank sabía que estaba cumpliendo un servicio. Era Robin Hood ayudando a los infortunados. Era un mesías dando esperanzas. Era Santa Claus repartiendo regalos. Se consideraba un moderno Johnny Appleseed[4] cuyo deber (y responsabilidad) era esparcir su simiente allí donde podía.

Si había llevado a Heather/Amy/Michelle a su suite del hotel, si había ido al bar, había sido para olvidarse del Quinto Códice. Hacía veinticuatro horas que no tenía noticias de su contacto en París. Que él supiera, nadie había localizado el Quinto Códice. Y eso era inaceptable por diversos motivos.

Desgraciadamente, no había conseguido distraerse de los asuntos urgentes que tenía en México sirviéndose de aquella simplona deslumbrada por su estrellato. Ni remotamente. Cuando miraba los ojos embelesados de aquella fan, no veía las gozosas curvas de su asombrosa desnudez extendida sobre la enorme cama. Sólo pensaba en lo que había que hacer aún para encontrar el manuscrito.

Se levantó y se puso un grueso albornoz. Dejó a Amy/Michelle/Heather tras él, se fue descalzo a la otra habitación de la suite y cerró la puerta.

—¿Adónde vas? —La oyó preguntar al otro lado de la puerta. No se molestó en contestar. Volvería enseguida. Sólo iba a tardar un minuto. Y sabía que ella esperaría. Siempre esperaban.

Cogió su móvil y marcó. La voz del otro lado le contó los últimos acontecimientos, incluida la muerte de los tres hombres que debían atrapar a Scott Daggart.

—¿Los mató él mismo? Creía que era una especie de profesor de universidad o algo así —dijo Frank.

—Y lo es. Pero tuvo ayuda.

—Entonces cambien de planes —dijo Frank. Su voz sonaba firme y directa: hablaba como en Mátame dulcemente, en la que hacía el papel de un policía curtido en las calles de Manhattan, un bala perdida que andaba tras el rastro del peor asesino en serie que conocía la ciudad desde hacía años. Como todas sus películas, había recaudado más de doscientos millones sólo en Estados Unidos.

—Le escucho —respondió la voz.

—Maten a Daggart —dijo Frank.

—Ya he dado esa orden.

—Sí, pero quiero que lo haga usted.

La voz del otro lado expresó asombro.

—¿Yo?

—Exacto —dijo Frank en el mismo tono condescendiente con el que se dirigía a los ayudantes de dirección en el plató—. Y cuanto antes mejor.

—No creo que sea buena idea que nos mezclemos en esto personalmente.

—Muy bien, si quiere que ese tal Daggart eche por tierra todo nuestro trabajo, si quiere que haga descarrilar este tren antes de que salga de la estación, es asunto suyo. Yo, por mi parte, creía que tenía más agallas. —Aquella última frase era, en realidad, una cita directa de Mátame suavemente.

—De acuerdo —transigió su interlocutor—. Veré lo que puedo hacer.

Frank Boddick sonrió.

—Bien.

Colgó y se disponía a volver al dormitorio cuando decidió hacer una llamada más. Se encontró con el buzón de voz y dejó un mensaje pidiendo a la persona a la que llamaba que se pusiera en contacto con él lo antes posible.

—Frank —gimió Heather/Amy/Michelle en la otra habitación—, ven, corre.

Él sonrió de medio lado.

—Espera unos minutos —dijo—. Ya verás si me corro.

Cuando abrió la puerta del dormitorio, Amy/Michelle/Heather soltó una risilla encantada y Frank tuvo que reconocer que la réplica no había estado nada mal. Tal vez, además de producir y actuar, debería dedicarse a escribir. ¿Por qué no? Cuanto más pudiera controlar el mensaje, mejor. A fin de cuentas, de eso se trataba. Del mensaje. De su mensaje.

El mundo entero estaba a punto de descubrirlo.

El Kevin, la tormenta tropical, amainó a novecientos y pico kilómetros al oeste del archipiélago de Cabo Verde. Hasta ese momento se había movido tenazmente en dirección oeste-sudoeste a unos cuarenta kilómetros por hora, con vientos constantes cuya velocidad rondaba los sesenta y cinco kilómetros por hora. Nadie sabía por qué había aflojado, pero los expertos del Centro Nacional de Huracanes no estaban dispuestos a darla por terminada. Todavía no.

—Según nuestros pronósticos, es muy probable que se convierta en huracán en los próximos tres o cuatro días —declaró el meteorólogo James Bach a Asocciated Press—. La gran pregunta es hacia dónde irá. Confiamos en que vire en dirección oeste-noroeste y se disipe sobre el Atlántico, pero aún es demasiado pronto para hacer previsiones.

Mientras tanto, el Kevin permanecía suspendido mar adentro, absorbiendo el calor de las aguas del litoral africano mientras se aprestaba para ponerse de nuevo en marcha.

El quinto códice maya
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