Capítulo 80

Dejaron la autopista justo antes de mediodía y las carreteras se estrecharon considerablemente. Daggart encontró el GPS de Alberto en la guantera y, siguiendo sus toscos cálculos, movía el aparato delante de sí como un zahorí buscando agua. Avanzaban serpeando por una serie de carreteras angostas y cubiertas de baches, y a menudo tuvieron que dar la vuelta al convertirse la carretera en poco más que un sendero de tierra roja del ancho de la espalda de una persona. Entonces Ana daba media vuelta y regresaba a la carretera anterior mientras Daggart seguía con los ojos fijos en la pantallita del GPS. Sabía que su única esperanza era encontrar aquel posible quinto yacimiento.

Como ratas que intentaran alcanzar el queso del centro de un laberinto, describían círculos, avanzaban, retrocedían, volvían sobre sus pasos, probaban con otra entrada, avanzaban de nuevo, volvían a retirarse. Mientras tanto, Daggart mantenía los ojos clavados en el GPS. La una dio paso a las dos. Las dos, a las tres. El tiempo corría. Sabían que aquélla era su única oportunidad. Encontrar el Quinto Códice, encontrarlo inmediatamente, o contemplar impotentes cómo daba comienzo un nuevo genocidio mundial.

A Daggart le preocupaba que nadie se hubiera topado ya con aquel misterioso quinto yacimiento. Los otros cuatro eran importantes centros ceremoniales, famosas ruinas que diariamente recibían la visita de miles de turistas. Así que, si aquel quinto yacimiento existía de veras, ¿por qué estaba tan escondido? ¿Por qué nadie lo había descubierto?

Ana frenó de golpe. Había un árbol cruzado en mitad de la carretera, con las ramas desplegadas. Otro callejón sin salida. Era tan grande que ni siquiera cabía la posibilidad de apartarlo. Ana puso marcha atrás.

—No, espera —dijo Daggart. Ella le miró extrañada.

Daggart observó un momento el GPS. Luego miró el árbol. Y después de nuevo el GPS.

—¿Qué pasa?

—Esas hojas —dijo él en voz alta, más para sí mismo que para Ana—. Todavía están verdes en algunas partes.

—Puede que lo tumbara la tormenta de la otra noche.

—Puede.

Cogió un machete del asiento de atrás y se bajó de la camioneta. Corrió hacia el interior del bosque. Dio machetazos a las enredaderas como si le estuvieran asfixiando, como si su vida dependiera de ello. Se abrió paso entre la densa maleza hasta alcanzar el enorme tronco del árbol. Se arrodilló jadeando y examinó la base del árbol. Ana tenía razón en una cosa: el árbol había caído hacía poco. Pero no por causas naturales; lo habían talado. Una serie de toscos hachazos tatuaban el tocón como un grafito. Daggart reconoció allí la mano de Lyman Tingley.

Se levantó y volvió a toda prisa a la camioneta para sacar el GPS.

—Vamos —dijo—, a partir de aquí tendremos que ir a pie. Lo bueno es que estamos cerca.

No había camino que seguir, ni el más leve indicio de una senda, y Daggart avanzó con el GPS en una mano y el machete en la otra, dando tajos. Zigzagueando y pasando agachados entre la espesura, fueron abriendo un túnel en la vegetación, un túnel que la selva (Daggart lo sabía muy bien) se habría tragado un día o dos después.

—¿Crees que Tingley estuvo aquí? —preguntó Ana.

—Sí.

—¿Y por qué no se llevó el códice?

—Puede que se le acabara el tiempo. Quizá pensó que le estaban siguiendo.

Las ramas arañaban sus caras y una V de sudor se dibujaba en sus camisetas. Mientras avanzaba por el bosque a machetazos, Daggart esperaba que de pronto apareciera ante ellos una ciudad antigua. Confiaba en que, con un último golpe del machete, con un último tajo entre las ramas, se materializaran ante ellos, como por arte de magia, las ruinas de una ciudad desconocida. Los templos de caliza desmoronada, cubiertos de enredaderas, de una antigua urbe maya.

Pero a medida que Ana y él excavaban un túnel a través del bosque, algo le corroía con la misma insistencia que los mosquitos que volaban en enjambre alrededor de su cara. Si había allí una ciudad, y si de veras Lyman Tingley la había descubierto, ¿por qué se lo había callado? Una cosa era mantener en secreto una excavación y otra bien distinta intentar ocultar el descubrimiento de una ciudad perdida.

Las sombras que proyectaba el atardecer eran cada vez más intensas. Cuando apartó los ojos del GPS para echar un vistazo a su reloj, Daggart vio que eran ya más de las cuatro. «Maldita sea». Acometió con más ímpetu las enredaderas; la hoja curva del machete tajaba con un ruido sordo las lianas de un dedo de grosor.

Bajo sus pies, el suelo parecía curiosamente distinto. Más firme. Incluso más suave, si ello era posible. Daggart se detuvo, miró hacia abajo y golpeó con los pies los matorrales bajos hasta levantar con la puntera de los zapatos sus frágiles raíces. Se agachó y apartó la tierra y la arenilla que quedaban aún.

Era una sacbé: uno de los caminos blancos de los que les había hablado Héctor Muchado.

«Seguid el camino».

Se levantó y siguió cortando las enredaderas con renovado entusiasmo.

Cuando al fin los dígitos del GPS coincidieron con sus cálculos, asestó unos últimos golpes al follaje y al apartar las ramas apareció un claro bañado de sol. De pronto comprendió el significado de los últimos símbolos de la estela y por qué Lyman Tingley creía saber dónde estaba el Quinto Códice.

El quinto códice maya
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