Capítulo 32
Fue un martes.
Esa tarde, cuando Daggart regresaba al despacho llevando consigo una pequeña pirámide de libros sacados de la biblioteca, comprendió enseguida que pasaba algo malo. La cara de la secretaria del departamento lo decía a las claras.
Margaret O’Hearn no era mujer que disimulara bien sus emociones. Irlandesa, alta, ancha de osamenta y provista de una mata de pelo rojo, se decía en broma de ella que llevaba más tiempo en el Departamento de Antropología que la antropología misma. Ella se hacía la ofendida. Era extrovertida, tenía una risa estentórea y retumbante, y en las fiestas de la facultad era capaz de beber más que nadie. Cuando Daggart entró en la oficina aquel aciago día de primavera y vio su semblante, se dio cuenta de que nunca había visto su cara tan pálida, sus ojos tan inexpresivos. Cosa extraña: incluso parecía incapaz de hablar.
—¿Qué ocurre? —preguntó Daggart.
Margaret abrió la boca, pero no dijo nada. Daggart dejó los libros sobre el mostrador y se acercó a ella. Le puso las manos sobre los hombros.
—¿Qué pasa, Margaret? —Lo primero que pensó fue que le había sucedido algo a alguno de sus gatos; tenía una docena y Daggart sabía que lo eran todo para ella.
Margaret pareció leerle el pensamiento y sacudió la cabeza, tapándose la boca con la mano. Tenía los ojos anegados de lágrimas.
Samantha Klingsrud salió de su despacho. Era el polo opuesto de Margaret: siempre formal, parecía a punto de hacer implosión en cualquier momento. Pero ese día hasta ella parecía extrañamente abatida. Casi humana, incluso.
—Hemos intentado localizarte —dijo.
—Estaba en la biblioteca —contestó Daggart, señalando vagamente el montón de libros—. ¿Qué pasa? —Sintió que un cosquilleo eléctrico le recorría el cuero cabelludo.
Samantha titubeó solamente un segundo.
—Es Susan —dijo sin inflexión, en un tono que Scott Daggart recordaría el resto de su vida.
Daggart sintió que el corazón se le paraba. El estómago se le alojó en la garganta. Media docena de compañeros salieron de pronto de sus despachos con el semblante demudado.
—¿Qué ha pasado? —preguntó él, pero al mirarlos de uno en uno, fueron bajando los ojos al suelo.
—Ha habido un accidente —dijo Samantha—. Acaban de llamar.
—¡¿Qué ha pasado?!
—Ha muerto, Scott.
La oficina se dio la vuelta. El suelo se convirtió en el techo y el techo en el suelo, y Daggart se mareó de pronto. Margaret se inclinó para abrazarle, pero él se desplomó sobre las baldosas; sólo en el último momento intentó agarrarse a algo. Su esposa, su alma gemela, la mujer que hacía que la vida mereciera la pena, estaba muerta.
A través de una gasa espesa, como si estuviera bajo el agua o soñando, oyó que Samantha decía:
—Van a llevarte con ella.
Daggart no preguntó a quién se refería. No necesitaba saberlo. Asintió flojamente con la cabeza y se sentó. Cuando se volvió, sintió una mano reconfortante en el hombro. Pero al darse la vuelta vio a un policía uniformado.
—¿Se encuentra bien? —preguntó el hombre suavemente.
Daggart asintió de nuevo y siguió al policía hasta el coche patrulla que esperaba.
Recordaba poco del largo trayecto a casa, salvo que ni el policía ni él dijeron nada. Daggart miraba vagamente por la ventanilla. Era marzo, un día típicamente melancólico, de cielo nublado y aire gélido. Si la primavera estaba llegando, lo disimulaba muy bien.
Había ya un contingente de coches celulares cuando pararon en el caminito de entrada a su casa en Evanston. Le escoltaron dentro, y aunque le presentaron a una serie de detectives, de lo que más se acordaba (lo que estaba destinado a recordar para siempre) era del cuerpo inerte de su esposa tendido en el suelo, despatarrado y boca abajo. Había sangre por todas partes: salpicaduras en la mesa y las paredes, grandes y quietos charcos en el suelo de madera. Su cabello rubio se hundía en uno de aquellos charcos, tiñéndose sus puntas de un rojo oscuro y purpúreo. A un lado había un abrecartas de bronce con el extremo bañado en sangre, como la varilla del aceite de un coche.
Después de su asesinato no hubo detenciones y, si la policía sospechaba de alguien, no lo decía. Lo único que sabía Daggart era la hipótesis de los detectives: que Susan había interrumpido un robo y que el ladrón (o ladrones) había reaccionado matándola. Se largaron con dinero y algunas joyas. En total, no pasaría mucho de los mil dólares. A cambio, habían segado una vida.
Un año y medio después, no había ni un solo día (ni una sola hora) en que Scott Daggart no pensara en ella, en que no recordara su último beso, su último «te quiero», en que no viera su cuerpo sin vida abrazado al suelo, su cara arrullada por un charco de sangre.
Daggart sintió la detonación de una pistola. Esperaba notar una inmediata efusión de dolor, o que la vida se le escapaba, y se sorprendió al no sentir ni una cosa ni otra. Sabía por su experiencia en combate que quienes sufrían un disparo hablaban de una sensación de embotamiento antes de que se manifestara el dolor, pero aquello parecía excesivo. No sentía nada. Y debería sentir algo, si acababan de dispararle a bocajarro.
Se quedó mirando al hombre semejante a una boca de riego que se hallaba sentado a horcajadas sobre él. De pronto se había quedado quieto. Su cara, inexpresiva. Tenía una mirada de sorpresa, como si él tampoco, como Daggart, pudiera creer lo que había sucedido.
Daggart posó los ojos en su pecho, donde una mancha circular de sangre florecía en todas direcciones. Los bordes de la mancha se hicieron puntiagudos a medida que la tela de la camisa absorbía la sangre roja como el vino, y el hombre intentaba aún comprender a qué obedecía aquella mancha cuando se desplomó hacia un lado con un golpe seco. Se quedó inmóvil en el suelo. Una tira de la cinta blanca de su nariz se agitaba al viento. Entre tanto, curiosamente, su gorra de los Yanquis no se había movido.
Daggart le apartó de un empujón y se sentó. Vio el vehículo en el que le habían secuestrado. Dentro, tendido sobre el asiento delantero, estaba el hombre al que ahora le faltaba parte de la cara. La ventanilla del acompañante estaba manchada de sangre.
Al mirar hacia el otro lado de la carretera vio otro coche: un Toyota pequeño, de color oscuro. A su lado había un hombre que, vestido con camisa hawaiana, empuñaba un arma con el brazo extendido. El hombre, que lucía greñas rubias e iba sin afeitar, dejó caer el brazo y bajó la pistola.
—Bueno —dijo con urgencia—. ¿Viene o no? —Señaló su coche.
Daggart se levantó con recelo, intentando todavía asimilar el hecho de que estaba vivo.
—¡Vamos! —le suplicó el de la camisa hawaiana—. Tenemos que darnos prisa si queremos salir de aquí.
—¿Quién es usted? —preguntó Daggart.
—Luego se lo diré. Ahora tenemos que marcharnos. —El hombre volvió la cabeza y miró carretera abajo, como si esperara que por la loma apareciera un coche en cualquier momento.
—Dígamelo ahora —exigió Daggart.
El de la camisa hawaiana le miró con ojos salvajes y danzarines.
—No hay tiempo. Llegarán en cualquier momento.
—¿Quién? ¿La policía?
—No sólo la policía. Los otros. Así que, ¿viene o no?
—Dígame quién es o no me muevo.
El hombre consideró su propuesta. Echó un último vistazo a su espalda, como si la carretera maltratada por la intemperie pudiera darle alguna respuesta. Luego se volvió hacia Daggart.
—Lo siento —dijo, y subió al coche y arrancó a toda velocidad por la carretera polvorienta, escupiendo grava a su paso.
Daggart se quedó junto a la cuneta. Tenía una serie de marcas rojas en los brazos y las piernas, por haber rodado por el suelo pedregoso. La brecha de la mejilla, cortesía del inspector Careche, se le había abierto y un riachuelillo de sangre le corría hasta la barbilla. Ráfagas de aire húmedo y salado mordían los cortes más hondos, y finos trozos de grava se habían incrustado en la sangre.
Pero estaba vivo.
Al mirar a su alrededor, vio los dos cadáveres en el suelo y el tercero en el coche. Aunque podía esperar a la policía y explicárselo todo a Careche y Rosales, se daba cuenta de que aquella nueva anécdota les parecería difícil de creer. Y con toda razón. Incluso a él le costaba creérsela.
Mientras echaba a andar cojeando por la carretera desierta, hacia El Loro Azul, se preguntó quién era el hombre de la camisa hawaiana y por qué se había molestado en salvar la vida a Scott Daggart.