Capítulo 79

El número de tiendas aumentaba exponencialmente a medida que se acercaban a la entrada de Tulum. Todavía era temprano y las tiendas empezaban a abrir en su mayoría, a tiempo de ver llegar los primeros autobuses con su carga de turistas ávidos de gangas. Daggart y Ana circulaban rápidamente, con los ojos muy abiertos, mientras Daggart le contaba su conversación con la secretaria del departamento. Su voz se ensombrecía cuando hablaba de Uzair. Ana le puso una mano sobre el brazo.

Encontraron un cibercafé casi oculto detrás de una tienda de cerámica y escogieron una mesa apartada. Daggart se conectó y fue derecho a su correo electrónico. De fondo, el televisor mostraba imágenes del último huracán y su estela de destrucción. Daggart no prestaba atención. No por falta de interés, sino de tiempo.

Miró el remitente y el asunto de los cientos de mensajes que había recibido desde la última vez que se había conectado, la mayoría de ellos spam o, peor aún, quejas de compañeros amargados que aireaban su resentimiento con el mundo académico en general. Bajó hasta el final de la lista buscando frenéticamente el nombre de su alumno. Aunque sabía que era improbable, rezaba por que Uzair le hubiera enviado su traducción del falso códice antes del accidente. Si no, suponiendo que la gente que había provocado el accidente hubiera entrado en su casa y encontrado el paquete enviado por mensajería, le faltarían pruebas para demostrar que Tingley había inventado el falso códice.

Leyó los nombres.

El de Uzair no aparecía por ninguna parte.

—¿Nada? —preguntó Ana.

Daggart sacudió la cabeza y miró de nuevo, moviendo el cursor hacia lo alto de la página. Tal vez el mensaje estaba mal clasificado. Tal vez lo había pasado por alto la primera vez. Pero tampoco ahora lo encontró. Tecleó el nombre de Uzair en el recuadro de búsqueda. El resultado fue el mismo. No había ningún correo de Uzair Bilail. Ni mensajes, ni archivos adjuntos, ni traducción del falso códice.

—Maldita sea —masculló.

—Puede que te lo haya mandado por mensajero y que lo recibas dentro de un par de días.

—Es posible —dijo Daggart, aunque lo dudaba. En México era muy fácil que se perdiera si lo había enviado en papel. Daggart tamborileó con los dedos sobre la mesita de madera; empezaba a resignarse a la idea de que su única esperanza estaba en encontrar el auténtico Quinto Códice.

Miró su reloj. El día avanzaba; por el este, el sol empezaba a convertirse en una bola de fuego en el cielo. Los huracanes parecían muy lejanos. Estaba a punto de desconectarse cuando se detuvo de pronto. Sus dedos bailaron sobre las teclas. La página le pidió un nombre de usuario y una contraseña. Escribió ambas cosas rápidamente.

—¿Qué haces? —preguntó Ana.

—Hay un programa que uso con mis alumnos de doctorado; se llama web crossing. Es muy sencillo, pero nos permite colgar mensajes y entablar debates on-line. Los únicos que tienen acceso son mis alumnos.

—¿Y crees que quizás Uzair haya colgado ahí la traducción?

—Es poco probable, pero merece la pena probar.

—¿No sería más fácil mandártelo por correo electrónico?

—Claro. Y más seguro, también. Pero aparte de mis alumnos de doctorado, nadie sabe lo del web crossing. Es tan simple que no aparece en ningún radar.

El ordenador hipaba y chirriaba mientras Daggart esperaba con impaciencia. El programa se abrió y Daggart pinchó en la última conversación. Cuando por fin apareció la página, sus ojos se posaron en el nombre de Uzair. La fecha y la hora situaban el mensaje en la noche del día anterior. El tema llevaba por título «Johnny Depp».

Daggart se desanimó. No podía ser aquello. ¿Qué demonios tenía que ver Johnny Depp con el Quinto Códice? Seguramente era un envío de alguna página web de cotilleos sobre la próxima película del actor.

«Gracias, Uzair», pensó sarcásticamente.

Y entonces lo comprendió y sonrió. Uno de los papeles más memorables de Johnny Depp era el de Jack Sparrow. El pirata. Y «pirata» era otro término para designar una falsificación. «Johnny Depp» era un asunto mucho menos llamativo que «Traducción del Quinto Códice».

«Bien hecho, Uzair».

Daggart abrió el mensaje. En el encabezamiento de la página, Uzair había escrito: «Aquí lo tienes, Scott. Es tosco, pero está lo bastante pulido como para que se entienda el meollo. Espero que estés sentado. Hablamos mañana. Uzair».

Había una posdata que decía: «Más vale que me pongas un sobresaliente por esto».

—Eso está hecho —dijo Daggart en voz alta.

Bajo el escueto mensaje de Uzair había una larga traducción del falso códice que Lyman Tingley había compuesto en el sótano esterilizado de la Biblioteca de Libros Raros de El Cairo. Daggart empezó a hojearlo. No podía creer lo que estaba leyendo.

Tingley había elaborado el códice de modo que el estilo pareciera el de un manuscrito compuesto siglos antes y los no iniciados creyeran erróneamente que era auténtico. Saltaba a la vista que Right América pretendía hacerlo pasar por una especie de evangelio maya. Una biblia tan aleccionadora y poderosa como el Viejo y el Nuevo Testamentos juntos.

Y su mensaje era claro: predecía un levantamiento. Una gran batalla con mucha sangre. Un sinfín de muertos. Gobiernos derrocados. Un nuevo orden mundial.

Profetizaba, además, el advenimiento de un nuevo gobernante. Un mesías.

Un «hombre de máscaras» con la piel blanca, considerado superior por cuantos le rodeaban. Sus discípulos y él serían honrados, obedecidos, incluso idolatrados. Sólo él podía salvar el mundo. Si no, seguiría una matanza mayor aún. Las iniciales del mesías eran FB.

Las flechas indicadoras no podían estar más claras. ¿Un hombre de máscaras con la piel blanca y las iniciales FB? «Hmmm —pensó Daggart con ironía—, no sería Frank Boddick, el actor, ¿no?».

Aquel líder estaba tocado por los dioses, era el elegido, el único que podía salvar al mundo de un Apocalipsis inminente. Sólo él estaba capacitado para emprender la tarea de preservar la vida tal y como se conocía, y si para ello había que sacrificar a otros, que así fuera. Según el códice, sería FB quien acabaría con las guerras, con el hambre, con las epidemias. Escuchadle, proclamaba el códice, y él pondrá fin a los conflictos que sacudían el mundo. Tened fe en él y todo irá bien. Si no, las consecuencias estaban claras. En una última página tan tétrica como el Libro de la Revelación, el códice predecía que el mundo acabaría el 21 de diciembre de 2012. Confiad en FB, o si no…

Por repugnante que fuera todo aquello, Daggart tenía que admirar lo maquiavélico de la obra. Aunque lleno de mentiras y vitriolo, el manuscrito, tomado en su conjunto, estaba estructurado de tal modo que ofrecía un argumento convincente a los no informados. Quienes desearan creer en el advenimiento de un salvador, adoptarían entusiasmados a FB como tal mesías. Y aunque presuntamente estaba escrito por los mayas y para los mayas, era en realidad poco menos que una llamada a las armas, una invitación a la violencia y el caos con el fin de derrocar a los gobiernos. A medida que se avanzaba en su lectura, aquel nuevo Quinto Códice daba a Right América y a los cruzoob licencia para matar.

Naturalmente, para impedir genocidios masivos en todo el globo, Right América llevaría a cabo los suyos propios. «Para salvar el mundo, hay que segarse de cuando en cuando ciertos pueblos —afirmaba el códice—, como cuando se poda un árbol: para salvar el árbol, han de sacrificarse algunas ramas. Esta difícil decisión debe tomarla un único labrador. Si fueran muchos los labradores, ello daría como resultado la muerte de todo el árbol. Esto lo entenderán sin lugar a dudas los seguidores de la cruz».

Una referencia apenas velada al Cruzoob.

El códice proseguía diciendo que los verdaderos creyentes no cuestionarían sus mandamientos. Ningún verdadero patriota osaría poner en entredicho los actos de sus líderes. Y todos los seguidores debían confiar en las acciones que emprendiera FB, especialmente el día del fin del mundo: el 21 de diciembre de 2012.

Uzair no exageraba al sugerir que Daggart se sentara para leer la traducción. Aquel documento (que consentía la aniquilación de millones de personas inocentes) era quizás el más aterrador con el que se había cruzado Scott Daggart. A su lado, Mein Kampf parecía un cuento de hadas.

Y con aquel presunto Quinto Códice en la mano, Right América podía convencer a sus seguidores de que sobre ellos recaía el imperativo moral de salvar el mundo. No sólo tenían derecho a matar a «los otros», sino que era su deber. Era justamente lo que Del Weaver le había explicado, pero redoblado. Y si las cosas no salían como estaba previsto, Right América siempre podía culpar a los cruzoob y lavarse las manos.

Daggart dejó su asiento a Ana para que leyera lo que había traducido Uzair. Fue poniéndose pálida a medida que leía el texto y cuando acabó miró a Daggart con incertidumbre.

—¿Cómo vamos a detenerlos?

—Tenemos que encontrar el verdadero Quinto Códice. Si podemos demostrar que el suyo es falso, no podrán afirmar que se trata de una especie de mandato especial profetizado hace siglos.

—Pero si la concentración es hoy o mañana, tenemos que encontrarlo enseguida.

—Exacto.

—¿Y si no lo encontramos?

—Entonces tiemblo por nuestro mundo.

Imprimió el documento y sacó también copias de otras páginas.

Salieron del café y corrieron a la camioneta blanca de Alberto. Daggart le tiró las llaves a Ana.

—Conduce tú —dijo.

Cinco minutos después se dirigían hacia el interior de Yucatán. Hacia el corazón de la selva. Ana agarraba con fuerza el volante. Daggart sostenía un mapa de México sobre el regazo. Lo dobló de modo que mostrara el pulgar saliente de la península. Con la otra mano cogió las páginas que acababa de imprimir. En ellas figuraba la relación geométrica exacta de los distintos puntos de Casiopea entre sí, en ángulos y proporciones. Situando en Tulum la estrella más alejada, comenzó a trazar con el lápiz una serie de líneas en dirección oeste. Poco después había descubierto tres de los otros cuatro lugares sagrados.

—Cobá, Chichén Itzá y Ek Balam.

—¿Y el que falta?

—Eso es lo que intento averiguar. —Usando como borrador la parte de atrás del manual del coche, hizo una serie de sencillas operaciones aritméticas con el cabo de un lápiz. Calculaba, borraba y volvía a calcular. Volvía a consultar las coordenadas de Casiopea y regresaba luego al mapa. Sus ojos se movían adelante y atrás. Era como jugar a unir los puntos, pero a vida o muerte.

Acabó por fin: dibujó la última línea de la M y la midió con la regla. Extendió el brazo para mirar el mapa. Durante un rato no dijo nada. Se quedó mirando su obra con el ceño fruncido.

—¿Y bien? —preguntó Ana—. ¿Cuál es el yacimiento que falta? —Zigzagueaba entre el tráfico como si condujeran una motocicleta.

—No es un yacimiento, a no ser que me haya equivocado.

—¿Qué quieres decir?

—Allí no hay ruinas.

—No lo entiendo —dijo ella—. Creía que se suponía que cada una de las estrellas se correspondía con un grupo de ruinas.

—Eso pensaba yo también.

Daggart recostó la cabeza en el asiento, desanimado de pronto. Había cinco lugares en los que buscar el Quinto Códice: Tulum, Cobá, Chichén Itzá, Ek Balam y un punto que era una perfecta incógnita. Si había ruinas en aquel emplazamiento (y era mucho suponer), no habían sido descubiertas. Según sus cálculos, allí no había nada en muchos kilómetros a la redonda.

—Entonces ¿adónde vamos? —preguntó Ana.

—¿Adónde va a ser? Al yacimiento que no existe.

—Es una tormenta importante —declaró el meteorólogo James Bach al equipo de la CNN—. Tiene potencial para causar daños catastróficos, así que recomendamos encarecidamente a la gente que se lo tome en serio y procure no cruzarse en su camino.

La CNN emitió la entrevista en directo, acompañada por imágenes de la estela de destrucción dejada por el huracán Kevin a su paso por media docena de islas caribeñas. Naturalmente, en lo que respectaba a la mayoría de los estadounidenses, el Kevin era una nimiedad. En cuanto quedó claro que no golpearía Florida, dejaron de prestarle atención.

Los científicos, en cambio, sí se la prestaban. Igual que la gente de México. El Kevin había ido cobrando fuerza hasta convertirse en un huracán de categoría tres, con vientos sostenidos de doscientos kilómetros por hora. Los científicos sabían que no iba a disiparse. Nada de eso.

Después de que el equipo de la CNN apagara sus cámaras, mientras James Bach se quitaba el micrófono, un productor de la cadena le formuló una pregunta.

—En confianza —dijo el productor—, ¿qué probabilidades hay de que esa cosa se haga más grande?

—¿Le gusta apostar? —preguntó James Bach.

El productor sonrió ampliamente.

—Claro.

—Pues puede apostar la vida a que así será. El Kevin va a hacerse más grande.

—¿Alcanzará la categoría cuatro?

—No hay duda. Ya casi la tiene.

—¿Y la cinco?

James Bach titubeó.

—Sí —dijo. Casi estaba en la puerta cuando se detuvo y miró hacia atrás—. La verdadera cuestión es qué fuerza alcanzará cuando sea de categoría cinco.

El quinto códice maya
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