Capítulo 83

Daggart entornó los ojos como si intentara escudriñar la mente de Jonathan Yost. Sin embargo, la máscara implacable de su amigo impedía detectar el más leve indicio de lo que bullía dentro de ella.

—Mira —dijo Jonathan, desgranando pacientemente su plan, como si estuviera hablando con un niño—, ¿qué es lo que más enciende a los estadounidenses? Que alguien nos ataque, ¿no? Pearl Harbour. El 11 de Septiembre. Grupos que se cobran la vida de ciudadanos estadounidenses inocentes. Nada nos hacer hervir la sangre como eso.

—¿Estáis planeando un ataque simulado?

—De simulado, nada. Los cruzoob van a atacar diversos objetivos en Estados Unidos y a crear un estado de caos nunca visto en nuestro país. Piensa en el atentado de Oklahoma, pero multiplicado por veinte. O por cincuenta. A partir de ahí, sólo será cuestión de tiempo que el gobierno acceda a nuestras demandas y reconozca el advenimiento del mesías.

—Olvidas que nuestro gobierno no negocia con terroristas.

—Puede que no lo hiciera antes. Pero nuestro país nunca ha sufrido ataques nucleares dentro de sus fronteras. El día del Juicio Final, ¿no?

Scott Daggart sintió de pronto que la cabeza le daba vueltas.

—¿Dónde vais a atacar?

—Me encantaría decírtelo, de veras, pero creo que será mejor que lo guarde en secreto hasta que llegue el momento oportuno. Por el factor sorpresa, ya sabes. —Miró su reloj como si de pronto recordara que tenía una cita urgente. Se volvió hacia los buceadores—. ¿Cuánto les falta?

—Cinco minutos —respondió uno de ellos.

Jonathan asintió, se quitó la chaqueta del traje y se la echó sobre el brazo como si quemara al tacto.

—¿Queréis hacer una América mejor y estáis dispuestos a matar a la misma gente a la que pretendéis salvar? —preguntó Daggart.

—Oye, «en tiempos de revolución, de vez en cuando hay que derramar algo de sangre». Lo dijo Jefferson.

—Matar gente es asesinato. Lo dice la ley.

Jonathan esbozó una delgada sonrisa.

—Buen intento, Scott. Pero yo no soy un estudiante crédulo al que puedas embaucar con argumentos cargados de moralina. Lo que vamos a hacer es, a largo plazo, lo mejor para el país. Seguro que lo entiendes. ¿Que habrá víctimas por el camino? Desde luego que sí. Pero ¿estaremos mucho mejor después? Indudablemente.

Daggart clavó la mirada en su antiguo amigo. Le parecía estar mirando a alguien que no había visto nunca. Un perfecto extraño.

—¿Qué ganas tú con todo esto?

—Te doy tres opciones y las dos primeras no cuentan.

—No me digas que lo haces por poder.

—Claro que lo hago por poder, Scott. —Al ver la mirada de desconcierto de Daggart, Jonathan explicó—: Vamos, ¿qué creías? ¿Que iba a contentarme con ser un gerente de tres al cuarto toda mi vida? ¿Crees que quiero quedarme estancado en la absurda burocracia académica? ¿Sobre todo habiendo una oportunidad de darle por fin la vuelta al país? ¿De mejorar verdaderamente la nación? Puedo llegar a ser una de las personas más poderosas sobre la faz de la tierra. No está mal para un exprofesor de inglés convertido en gerente universitario.

—Pero ¿cómo pensáis convencer al país de vuestros planes?

—Muy sencillo: creando una marea de apoyo popular. Después de los ataques y de la publicación del Quinto Códice, será pan comido. Nosotros los americanos somos muy supersticiosos. Puede que no nos guste admitirlo, pero nos tomamos muy a pecho las predicciones. ¿Recuerdas esos años en los que Nostradamus fue el no va más? La gente no se cansaba de oír hablar de él. Y luego estuvo el efecto 2000, el error del milenio. Afrontémoslo: puede que seamos el país más poderoso del mundo, pero somos también el más crédulo. Todo eso no será nada comparado con la reacción que levantará el Quinto Códice. Cuando la gente se entere de que los antiguos mayas predijeron un fin del mundo en potencia y lo vean suceder ante sus ojos, te garantizo que toda América reconocerá al nuevo mesías. Y este país por fin podrá cambiar para mejor. Podremos recuperar nuestro pasado glorioso.

—No os saldréis con la vuestra.

La comisura de la boca de Jonathan se alzó en una mueca burlona.

—¿Ah, no? ¿Y si te dijera que ya lo hemos hecho?

—¿De qué estás hablando?

—¿Recuerdas el pequeño desplome bursátil de 2008? Cundió el pánico por los mercados de todo el mundo. Se batieron récords de pérdidas. ¿Crees que esas cosas pasan por accidente?

Daggart sintió un pequeño vacío en el estómago.

—Vamos, no estarás insinuando que Right América tuvo algo que ver con eso.

Jonathan sacudió la cabeza y sonrió con suficiencia.

—No. Algo no. Right América fue quien lo provocó. Lo hicimos nosotros.

—¿Estás diciendo que tu organización fue la responsable del desplome de todos esos bancos? —preguntó Daggart sarcásticamente.

—Pues sí. Algunos de nuestros miembros más destacados estaban en las juntas directivas de Merrill Lynch, de Shearson Lehman, de todas las que se te ocurran. Fueron ellos quienes aconsejaron sabiamente que se confiara en las hipotecas de alto riesgo, a pesar de que sabían de buena tinta que ello sólo conduciría al desastre. Y tenían razón. Fue todo un montaje.

Daggart sintió que la sangre abandonaba su cara.

—¿Con qué fin?

—Considéralo un ensayo general. Un avance de futuras atracciones.

—No creo que fuerais vosotros —dijo Daggart, sacudiendo la cabeza con desafío.

—Que tú lo creas o no no cambia nada. Verás, Scott, Right América es una de las organizaciones que más rápidamente está creciendo en Estados Unidos. Tenemos un presupuesto que podría borrar de un plumazo el déficit nacional, y una nómina de socios que incluye a gente de todas clases, desde premios Nobel a personas que viven en caravanas. Probablemente ahora mismo somos el grupo más heterogéneo de todo el país. Somos el sueño húmedo de cualquier partido político. Y lo mejor de todo es que lo único que queremos es hacer del mundo un sitio mejor.

—Eso decía Hitler.

—¿Y quién puede afirmar que no tenía razón? Si los aliados no le hubieran parado los pies cuando lo hicieron, tal vez ahora viviríamos en un mundo utópico.

La cólera oprimía el pecho de Daggart.

—Lamento romper tu burbuja, pero Hitler llevó a cabo sus planes. En Alemania, en los años treinta. La Solución Final. Murieron veinte millones de personas.

—¿Sabes cómo llamo yo a eso? Un buen comienzo. Mira, nuestro país fue en otro tiempo la mayor potencia mundial. La superpotencia por antonomasia. Pero ya no lo es. Puedes echarle la culpa a la deuda, o a la inmigración, o a los defectos de nuestros líderes, pero ahora no somos más que un país de segunda. ¡Los Estados Unidos de América! ¡Tener que luchar a brazo partido para ponernos a la altura de los chinos! —Sacudió la cabeza, incrédulo—. Así que, si hay que sacrificar vidas por el bien común, que así sea.

—No hablarás en serio.

Jonathan se encogió de hombros tranquilamente.

—Somos patriotas, Scott. Qué le voy a hacer si no crees que lo primero es tu país.

Daggart apretó los dientes. Tuvo que hacer un esfuerzo para no agredir a su antiguo amigo.

—Ya sabes lo que se dice, Jonathan. El patriotismo es el huevo en el que se empollan todas las guerras.

Jonathan sonrió, satisfecho.

—Vuelves a las andadas, Scott. Citando a escritores antiguos que no tienen nada que ver con este gran país nuestro, que probablemente pensaban que podría hacerse una revolución sin derramamiento de sangre.

Daggart se quedó sin habla. Abrió la boca, pero no pronunció palabra alguna. Ni siquiera un sonido. Era como hablar con una pared. No, peor aún: las paredes no respondían. Las paredes no eran terroristas. No eran peligrosas. Daggart no se habría quedado más estupefacto si Jonathan se hubiera transformado en ese mismo instante en un animal rabioso, colérico y medio loco. En el mismísimo chupacabras.

El súbito estruendo de una aeronave le dio un destello de esperanza. Reconoció el ruido del rotor de un helicóptero. Tal vez fuera el teniente Rosales, que acudía en su rescate como la caballería en una película de vaqueros de serie B. Pero al amplificarse el sonido, le sorprendió comprobar que Jonathan no intentaba escapar. Por el contrario, se cubrió los ojos para protegerlos del sol poniente y hasta saludó con la mano al aproximarse el aparato.

El helicóptero pasó rozando el dosel de los árboles, se inclinó al virar, dio una rápida vuelta sobre sí mismo y desapareció a continuación con idéntica velocidad. A Daggart le sorprendió ver que no era un helicóptero cualquiera, sino un AH-1 Cobra. El helicóptero de ataque preferido por el ejército hasta los años noventa.

—¡Actores! —dijo Jonathan, levantando los ojos al cielo—. Siempre tan teatrales. En fin, me temo que ésa es la señal para que haga mutis por el foro, si quiero llegar a tiempo a la concentración. —Miró su helicóptero y le dirigió una seña al piloto describiendo un círculo con la mano. Daggart se fijó en que el piloto cogía un portafolios y empezaba a repasar el protocolo de despegue.

El tiempo se agotaba.

—No quiero hacer esto, Scott. Créeme. Pero verás, no tengo elección. Así son los negocios, ¿no? Eso hasta tú lo entiendes.

—Entonces ¿vas a matarnos?

—¿Yo? No. Pero aquí mi amigo, sí. Le prometí hace tiempo que podría hacer contigo lo que quisiera, y, como tú y yo sabemos, soy un hombre de palabra.

El Cocodrilo acercó la mano libre al cuchillo que llevaba sujeto al cinto con una funda. Sus dedos se posaron sobre el mango labrado. Tras él, los buzos se habían acercado al borde del cenote. Uno de ellos clavó en el suelo una escalerilla de cuerda. Cuando acabó, el otro la arrojó hacia el estanque, donde cayó con un chapoteo hueco. Los buzos se sentaron al borde del cenote y empezaron a ponerse las aletas.

—Me ha gustado ser tu amigo —dijo Jonathan—. Lo digo en serio. Y estoy en deuda contigo. A fin de cuentas, fuiste tú quien primero me habló de los cruzoob. Los seguidores de la cruz. Aquello me gustó. Tanto que decidí resucitarlo. Pero naturalmente a ti no podía contártelo. Sabía que no nos seguirías la corriente.

—¿Y qué son dos muertos más? —preguntó Daggart con sarcasmo.

Jonathan se encogió de hombros.

—Pues sí, en efecto. Además, Scott, no esperarás en serio que os deje marchar, con todo lo que sabéis. Porque, ¿qué harías tú si estuvieras en mi lugar?

Daggart conocía a Jonathan lo suficiente como para reconocer ese tono de voz. Era la voz del gerente, del que había tomado una decisión y seguiría adelante con su plan de acción costara lo que costase, sin importarle las consecuencias ni lo que pensaran los demás. Preguntándose si aquéllos serían sus últimos instantes, Daggart sintió un súbito deseo de fijarse en los detalles sensoriales de su entorno: los últimos y cálidos rayos del sol poniente, el sonido del viento sacudiendo las hojas, el trino de los pájaros persiguiéndose unos a otros, el olor fecundo de la tierra mojada, el contacto de la palma húmeda de Ana.

Esto último, en particular, suscitó en él un ímpetu repentino de vivir. La pureza del gesto le dio una serena determinación. De pie junto al borde del cenote, nueve metros por encima del pequeño estanque de superficie oscura e impenetrable, Daggart cobró conciencia de lo mucho que ansiaba vivir. Y comprendió también que sólo podía hacer una cosa.

—¿Y bien? —preguntó Jonathan—. ¿Tienes algo más que decir?

—Sólo una cosa.

—¿Sí?

Daggart le sostuvo la mirada, escudriñando sus ojos como si buscara algo lejano, algo que había conocido una vez y que ahora no encontraba.

—¿Cómo soportas mirarte al espejo? —preguntó. Las palabras salieron de su boca con sencilla y clara franqueza: no pretendían ser un reproche, sino indagar en busca de la verdad.

Jonathan abrió la boca para hablar, pero Daggart no esperó su respuesta. Saltó hacia Ana, asustándola, y se abalanzó sobre ella para agarrarla por la cintura. Antes de que el Cocodrilo tuviera la menor oportunidad de apretar el gatillo, la inercia del salto los lanzó a ambos por encima del borde del cenote, y sus cuerpos cayeron a plomo, volando como paracaidistas en caída libre. Al caer en el estanque, el espejo del agua se hizo añicos con el estruendo ensordecedor de un cañonazo.

Un instante después el cenote se los tragó como sacrificios a los dioses mayas.

El quinto códice maya
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