Capítulo 17
Ignacio Botemas se defendía del calor sofocante de su casa de cemento hundido en una tumbona. Era un hombre de más de cincuenta años, con el cabello antes negro y ya casi blanco y una cara como un mapa de arrugas. Siempre había sido menudo, pero en aquella postura, plegado sobre sí mismo, parecía aún más pequeño. Con la cabeza apoyada en la pared desconchada del fondo de la casa, dejaba vagar los ojos mientras hablaba, sin mirar a Scott Daggart ni a Alberto Dijero, a pesar de que a Alberto lo conocía desde siempre. Precisamente por esa amistad había accedido a hablar con ellos.
En aquel arrabal de Playa del Carmen, las casas sin suministro eléctrico se caían a pedazos y las calles estaban sin asfaltar. Los árboles brotaban entre montones de escombros y toscos cobertizos salpicaban los patios traseros. A pesar de que Playa del Carmen tenía fama de ser la ciudad de México que crecía con mayor rapidez, aquel barrio parecía tan abandonado como un Bagdad deshecho por la guerra.
—El señor Tingley estaba muy raro desde hacía un tiempo —dijo Ignacio en su español suave y parsimonioso.
—¿Cómo de raro? —preguntó Daggart.
Ignacio se encogió de hombros.
—Parecía muy ensimismado. No hablaba mucho con nosotros.
—¿Y eso era extraño?
—Mmmm, sí y no.
Daggart esperó a que Ignacio continuara.
—¿Cómo que sí y no? —insistió.
—Nunca nos hablaba mucho. Pero llegó un momento en que él trabajaba en una parte del yacimiento y los demás en otra.
—Pero trabajaban todos en la excavación principal, ¿verdad? No en otra parte.
—El señor Tingley sólo tenía esa excavación.
Daggart miró a Alberto.
—¿Cuándo empezó a comportarse así, Ignacio? ¿Hace semanas? ¿Meses?
—Casi un año. Desde septiembre pasado.
Daggart intentó disimular su sorpresa, aunque no alcanzaba a entender cómo era posible que el jefe de una excavación se mantuviera tan apartado de sus trabajadores. Y más aún tratándose de una persona tan deseosa de atenciones como Lyman Tingley.
—¿Cuánto tiempo hace que conoce al señor Tingley? —preguntó.
—Casi nueve años.
—¿Y antes nunca se había comportado de manera extraña?
—No, así no. Fue aquel día. Desde entonces, empezó a comportarse como si no quisiera cuentas con nosotros.
—¿Qué día? —insistió Daggart—. ¿El día que descubrió el Quinto Códice? —A menudo había intentando imaginarse cómo se comportaría él de haber hecho un descubrimiento semejante. Y siempre se le venían a la cabeza esas celebraciones que uno veía al final del campeonato mundial de béisbol: compañeros de equipo saltando los unos sobre los otros, gritando hasta quedarse roncos, regándose con botellas de espumoso champán. Así habría reaccionado él. Con una festiva melé de arqueólogos sudorosos en medio de Yucatán.
—No, el Quinto Códice no. Fue antes de eso.
Ignacio se recostó en la tumbona; evitaba aún encontrarse con los ojos de Daggart y miraba de vez en cuando las otras casas, como si temiera que alguien le oyera. Sombras profundas separaban unos edificios de otros, formando negras simas en los patios minúsculos.
—¿Qué ocurrió? —preguntó Daggart.
—Nada de particular. Sólo que empezó a estar muy raro.
Ignacio pareció contentarse con dejarlo así y bajó la mirada hacia el suelo, hacia el césped que, más que hierba, era tierra y gravilla.
—¿Raro en qué sentido, Ignacio? —terció Alberto—. ¿Podrías concretar un poco más?
Ignacio pareció sopesar la pregunta un momento; después, espantó con la mano una mariposilla atraída por la luz amarillenta que asomaba por las ventanas.
—Bueno…
—Por favor —le rogó Alberto—. Hay vidas en juego.
—¿Crees que no lo sé? —dijo Ignacio, levantando de pronto la voz. Un perro comenzó a ladrar a lo lejos—. Tengo mujer y cinco hijos. Mi jefe ha sido asesinado. La gente que le hizo eso al señor Tingley podría venir también a por mí.
Alberto tocó con la mano la rodilla de Ignacio. Su voz sonó suave y serena.
—Lo siento, mi amigo. Está claro que lo sabes. Es sólo que intentamos descubrir quién mató a Tingley. Por el bien de todos. Dices que estaba raro. ¿Cómo de raro?
—Sólo raro. El verano anterior ya habíamos descubierto unas tumbas pequeñas, nada del otro mundo, y luego un día, en otoño, poco después del huracán…
—¿Del Gregory?
Ignacio asintió con un gesto.
—Poco después del huracán, el señor Tingley estaba en una de las tumbas y encontró algo. O eso pensamos, al menos. Se puso muy alterado. Ya saben ustedes que era muy grueso, y cuando se ponía nervioso se le notaba enseguida en la respiración. Así que nos acercamos corriendo para preguntarle qué era y nos dijo que había sido una falsa alarma. Que al final no era nada.
—¿Eso es todo? —preguntó Alberto.
—Eso es todo.
—¿Parecía desilusionado?
Ignacio se encogió de hombros.
—Entonces, ¿usted qué cree? —preguntó Daggart—. ¿Que de verdad encontró algo?
—No lo sé. Creo que sí, pero no lo sé. Nunca lo vi.
—¿Podría haber sido la estela?
—¿La qué?
—La estela. —Al ver la mirada de desconcierto de Ignacio, Daggart añadió—: El bloque de caliza.
—Sí, ya sé lo que es una estela, pero no vi ninguna.
—¿No había una junto a la ceiba caída?
—Yo no vi ninguna estela —repitió él.
—Pero si está justo allí —dijo Daggart—. Y es enorme.
Ignacio sacudió la cabeza con aire desafiante.
—Yo no la vi.
Daggart no podía creer lo que estaba oyendo.
—¿En serio no vio la estela del yacimiento de Lyman Tingley?
—No la vi porque no estaba allí.
Daggart ni siquiera se molestó en disimular su asombro. ¿Cómo podía uno mantener oculto un monolito de caliza de metro y medio de alto del resto de los miembros del equipo? ¿Y para qué? No tenía sentido.
—Entonces ¿no tiene ni idea de qué fue lo que descubrió el señor Tingley ese día en la tumba? —preguntó.
Ignacio negó con la cabeza.
—¿Y eso fue hace un año, mucho antes de que descubriera el Quinto Códice?
Ignacio entornó los ojos para mirar el cielo estrellado.
—Más o menos.
La humedad era densa. Aunque hacía ya una hora que se había puesto el sol, el aire estaba cargado de vapor de agua. El sudor brillaba en la frente de Daggart.
—¿Y Tingley nunca les dijo que tuviera miedo de alguien? —preguntó—. ¿Acreedores, terroristas, policías, narcotraficantes…?
Ignacio fue sacudiendo la cabeza al oír cada uno de aquellos nombres.
—No, nada de eso. Sólo parecía asustado. Como si siempre anduviera guardándose las espaldas.
—¿Y después de descubrir el códice? ¿Cambió algo?
—Fue aún peor.
Daggart dejó que sus ojos se posaran en el suelo desigual. Había algo en aquel cuadro que no encajaba. Era como un complejo rompecabezas, y las imágenes que describía Ignacio tenían muy poco en común con las que Daggart conocía mejor. De haber sido una pintura, sería en parte un Van Gogh, en parte un Monet y en parte un Degas. Tres artistas que habían pintado en torno a la misma época pero con resultados drásticamente distintos.
Aquello le hizo pensar en Susan.
Susan…
La tristeza se abatió sobre Scott Daggart, densa como una nube. Se esforzó por salir de ella.
—Un par de días después de descubrir el Quinto Códice —dijo Ignacio—, el señor Tingley llevó unas botellas de tequila a la excavación y al acabar la jornada nos sentamos en corro y estuvimos bebiendo y contando historias. Nunca lo había visto tan relajado. Nunca.
—¿Después de eso parecía también más relajado en el trabajo? —preguntó Daggart.
—No lo sé.
—¿No estaba usted cerca de él?
—Ni yo ni ninguno. Después de aquel día, ya no nos dejó acercarnos al yacimiento.
Daggart no estaba seguro de haber oído bien.
—¿Acababa de hacer el mayor descubrimiento de la época maya de todos los tiempos y los despidió?
—Dijo que prefería trabajar solo.
Daggart no podía creerlo. Se disponía a hacer otra pregunta cuando apareció en la puerta una mujer baja y recia, con un vestido de algodón deshilachado.
—Ignacio, ¿vienes o no?
Daggart se preguntó cuánto tiempo llevaba allí, fuera del alcance de su vista pero oyéndolo todo. ¿Qué opinión le merecía que Ignacio hablara de todo aquello? Daggart dedujo que estaba en contra.
Ignacio se levantó de la tumbona.
—Eso es todo lo que sé.
Daggart quería preguntarle algo más, pero le bastó ver su cara para comprender que no le daría más respuestas. Al menos aquella noche. Daggart le estrechó la mano.
—Gracias por hablar con nosotros.
Alberto y él habían dado media vuelta para rodear la casa y volver al coche cuando Daggart se detuvo de pronto.
—Una cosa más —dijo, parando a Ignacio en la puerta. El trapecio de luz que envolvía su silueta se derramaba sobre el patio de atrás—. El día que Tingley descubrió el Quinto Códice, ¿cómo fue?
Ignacio se encogió de hombros.
—No lo sé.
—¿Cómo que no lo sabe? ¿No se acuerda?
—No he dicho que no me acuerde. No lo sé. El señor Tingley encontró el Quinto Códice el día que nosotros librábamos. Nos lo contó al día siguiente, cuando llegamos.
Ignacio desapareció dentro de la casa.
Daggart y Alberto guardaron silencio mientras volvían al todoterreno, impresionados aún por la última revelación de Ignacio. Qué oportuno, y qué improbable, pensó Daggart, que Tingley hubiera hecho aquel hallazgo estando solo, sin un alma a su alrededor. Por lo que a él respectaba, aquello rayaba en lo increíble.
Iban tan absortos intentando asimilar la noticia que no repararon en el coche que había en medio de la calle, aparcado junto al bordillo. Dentro, arrellanados en los asientos delanteros, estaban los inspectores Careche y Rosales.
Pero no eran ellos los únicos que vigilaban a Alberto y a Daggart cuando su todoterreno se alejó pesadamente calle abajo.