Capítulo 52

Hacía rato que habían dado las nueve cuando la señora de la limpieza llegó por fin al despacho de Tingley. Daggart se levantó del banco y se acercó rápidamente al encalado edificio de dos plantas. El rocío del anochecer había mojado la hierba. Un grupo de gatos se dispersó cuando avanzó hacia ellos, como esos vecinos del pueblo que en las viejas películas del oeste huyen de un tiroteo. Llegó al extremo del edificio y subió por la escalera más cercana al despacho de Tingley. Al llegar, tocó a la puerta abierta y asomó la cabeza.

As-salamu alaykum —le dijo a la mujer.

Ella se sobresaltó.

—Qué susto me ha dado —dijo—. Wa alaykum as-salam. —La mujer, que tenía fácilmente más de setenta años, estaba tan encorvada que casi se erguía en paralelo al suelo. Le costaba un inmenso esfuerzo levantar la cabeza. Cuando lo hizo, Daggart vio una cara oscura y enjuta y un cabello blanco y escaso.

—Disculpe. No era mi intención. Soy alumno del profesor Tingley y vengo a recoger el programa de la asignatura. —Ella le miró inexpresivamente—. Ya sabe, con lo que ha pasado, voy a sustituirle en sus clases. —Intentó ponerse lo más serio posible.

Ella arrugó el ceño antes de dejar caer la cara y volver a su faena. Daba la impresión de haberse pasado la vida entera mirando hacia abajo.

—Yo de eso no sé nada —dijo—. Tendrá que pedirle permiso para entrar en el despacho.

Daggart comprendió de pronto que la mujer no tenía ni idea de que Tingley estaba muerto. ¿Era posible que la noticia no hubiera cruzado aún el Atlántico?

—Sí, pero se supone que tengo que dar sus clases de la semana que viene, y necesito esa información —dijo Daggart.

Ella siguió limpiando el polvo; pasaba el trapo por la mesa de Lyman Tingley con gesto nervioso e impaciente.

—Debería haberlo pensado antes. Ahora es muy tarde.

—Sí, pero…

—Nada de peros. No puedo dejarle entrar aquí.

Daggart estaba a punto de protestar cuando detectó un movimiento con el rabillo del ojo. Se volvió y de pronto se halló mirando a los ojos a un hombre (un hombre muy corpulento) situado justo detrás de él. No le había oído subir las escaleras.

—¿Hay algún problema? —preguntó el desconocido.

Alto y fuerte, se erguía muy por encima de Daggart. Era blanco, calvo y de facciones arriscadas, y en las tres palabras que había dicho, Daggart reconoció un acento americano. El antropólogo le tomó por un profesor, no por un guardia, a juzgar por su ropa (lo cual era buena noticia), pero su actitud hosca y su cara de granito no le tranquilizaban lo más mínimo. Su voz, parecía al traqueteo de la grava dentro de una hormigonera, tenía una nota suspicaz y levemente amenazadora.

—Sólo intentaba entrar en el despacho del profesor Tingley —dijo Daggart.

—¿Para qué? —Ladró el otro.

—Acabo de empezar el doctorado con él. Voy a sustituirle en sus clases de la semana que viene.

—¿Hasta que vuelva de México, quiere decir?

Daggart se preguntó si era una trampa.

—Sí, eso es —contestó. Confiaba en que aquel hombre con cara de granito supiera tan poco como la señora de la limpieza.

Él pareció pensárselo. Su cuerpo grande, su torso fornido, llenaban el vano de la puerta. Daggart no pudo deducir si había respondido bien o no.

—¿Cómo se llama? —preguntó el de la voz de grava.

Daggart intentó imaginar la tarjeta azul y blanca metida en su bolsillo.

—Peter —dijo por fin, recordando el nombre por el que se había dirigido a él el guardia de la entrada.

El hombre con la cara del monte Rushmore profirió un gruñido.

—Yo soy el profesor Utley. Del departamento de filosofía. Es usted nuevo, ¿eh? —preguntó, calibrando todavía a Daggart. La mujer jorobada seguía sacudiendo haces de motas de polvo al aire cálido y estancado.

—Acabo de bajar del avión. —Eso al menos no era mentira.

—¿Es su primer trimestre?

—Exacto.

—Con razón no le conozco. Es un poco mayor para ser un alumno, ¿no?

—Dígamelo a mí. He tardado mucho en decidir qué quería ser de mayor. —Se rio. Solo. Estaba convencido de que tanto el profesor Utley como la señora de la limpieza oían el latido de su corazón al chocar contra su pecho.

—¿En qué asignatura va a sustituir a Tingley?

Daggart no tenía ni idea de qué enseñaba Tingley. Imaginaba que dividía la mayor parte de su tiempo entre la investigación y los seminarios de doctorado, como hacía él. Pero en cuanto a materias específicas, no tenía ni idea.

El profesor Utley le miraba esperando una respuesta. Hasta la señora de la limpieza levantó la cabeza y le lanzó una ojeada.

—La clase de introducción —dijo Daggart por fin con la mayor naturalidad que pudo, confiando (rezando, más bien) en que Tingley impartiera alguna asignatura parecida.

El altísimo Utley parpadeó dos veces y dio dos pasos hacia él. Levantó su carnosa manaza y, antes de que Daggart pudiera reaccionar, le dio una fuerte palmada en la espalda.

—Pobrecillo. No me extraña que esté asustado. Yo también sudaría, si tuviera que enfrentarme otra vez a una clase de Introducción con un centenar de alumnos de primer año.

Daggart le siguió la corriente.

—Ni que lo diga.

—Ésa es la única ventaja de envejecer en la universidad. Que ya no tienes que dar esas malditas clases introductorias. —Abrió la boca y soltó una pedregosa carcajada.

—Creo que lo estaré deseando.

—Suponiendo que sobreviva usted al empeño, claro. —Utley se rio de su propia broma. La hormigonera se puso en marcha otra vez.

—Gracias por el voto de confianza —dijo Daggart con una sonrisa. De pronto eran grandes amigos.

—No, no, le irá bien, Peter. Es Peter, ¿verdad?

—Sí.

—Pues permítame contarle un pequeño secreto, Peter. —Se inclinó hacia Daggart como si fuera a comunicarle algo de la mayor importancia. Algo que no debía oír nadie más—. No deje que le vean sonreír, ésa es la regla número uno. Y la regla número dos: que no le vean sudar. Ésas son las claves de la enseñanza.

—Lo recordaré.

—A mí me han servido durante casi treinta años. Que no te vean sonreír y que no te vean sudar. Recuerde esas dos cosas y le irá bien. —Le guiñó cordialmente un ojo y se dirigió a la mujer encorvada, que acababa de terminar de limpiar el polvo—. Deje que busque lo que necesita —ordenó—. Bastante tiene ya de que preocuparse.

—¿No se molestará el profesor Tingley? —preguntó la mujer.

—¿Bromea? Estará tan contento de que alguien vaya a dar su clase de Introducción que seguramente dejaría que Peter se mudara aquí, si quisiera. —Utley lanzó otra rocosa carcajada al techo.

—Bueno —contestó ella, aunque saltaba a la vista que no le hacía ninguna gracia que alguien entrara en el despacho que acababa de limpiar.

—Buena suerte —dijo Utley—, y no lo olvide.

—Que no te vean sonreír. Ni sudar.

—Eso es.

Utley inclinó el mentón de granito y salió del despacho. La mujer cruzó la puerta un momento después.

—No voy a revolver nada —le aseguró Daggart.

—Procúrelo, por favor. El profesor lo dejó todo patas arriba cuando estuvo aquí hace dos días.

Empezó a empujar su carrito por el largo corredor de la terraza. Daggart la detuvo.

—¿Qué quiere decir con que estuvo aquí hace dos días? —preguntó—. Será la semana pasada, ¿no?

—No, hace dos días. —Hablaba con firmeza, la cara apuntando hacia abajo.

—¿Estuvo aquí? ¿En la universidad?

—Claro que en la universidad. ¿De dónde cree que estoy hablando, si no?

—¿Le vio usted? —preguntó él.

—No —reconoció ella—. Pero ¿quién iba a ser?

—Puede que otro alumno como yo. Pero un poco menos ordenado.

—No, fue el profesor. Estoy segura. Desde que encontró ese manuscrito, no es el mismo.

—¿Sabe lo del manuscrito?

—Claro. Ha estado muy raro desde entonces. Y va a consultarlo todos los días a la BLR. Yo no tendría por qué recoger todo esto, ¿sabe? Ése no es mi trabajo.

—Espere un momento. ¿La qué?

Ella le miró extrañada.

—¿Dónde va a consultarlo todos los días? —preguntó Daggart.

—A la BLR. La Biblioteca de Libros Raros. No pensará que iba a guardar algo tan valioso en su despacho, ¿no?

—No, claro que no —masculló Daggart—. ¿Dónde está la BLR? ¿En el campus?

La mujer encorvada suspiró, dirigiendo su larga exhalación a los pies.

—No, fuera. A tres manzanas de aquí. —Señaló hacia el este con un dedo largo y huesudo. Un dedo de bruja—. Pero cierra a las diez.

—¿A las diez en punto?

Ella asintió con la cabeza.

—Dé un tirón a la puerta cuando acabe. Se cierra automáticamente. —Se volvió y siguió empujando el chirriante carrito por la terraza.

Así pues, el Quinto Códice no estaba en el despacho. Estaba en la Biblioteca de Libros Raros. Daggart pensó en ir allí enseguida, pero se lo pensó mejor. A fin de cuentas, había hecho el esfuerzo de entrar en el despacho. Tal vez hubiera algo de valor. Algo que le ayudara de pasada.

Giró lentamente sobre sí mismo y paseó la mirada por el despacho de Tingley, preguntándose quién había estado allí dos días antes. ¿Qué andaba buscando? Y, lo que era quizá más importante, ¿lo había encontrado?

Parado en medio del caluroso y agobiante despacho con olor a libros viejos y moqueta mohosa mientras se preparaba para registrar las pertenencias de Tingley, Scott Daggart no oyó los disparos silenciados de una semiautomática en la puerta este del campus.

El quinto códice maya
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