Capítulo 59

Los pasos del hombre del bigote resonaban en el techo bajo; sólo se detuvieron al llegar junto al cuerpo tendido de Scott Daggart. El pistolero se agachó estirando el brazo con el que sujetaba el arma, acercó la otra mano y buscó a tientas el cuello de Daggart. Si había pulso, no lo encontró.

Pero había algo. No era sangre exactamente, sino otra cosa. Algo fino y ligero. Demasiado grueso para ser piel. Demasiado firme. Y estaba hecho trizas. Levantó un trozo y se lo acercó a la nariz. Olía a moho, con ese mismo olor de los libros viejos.

Daggart aprovechó ese instante para levantar el brazo izquierdo, lanzando un golpe a la pistola del calibre 35 del pistolero. El del bigote logró hacer un disparo en un acto reflejo antes de que el arma cayera estrepitosamente al suelo. El destello del cañón bastó para que Daggart viera dónde estaba arrodillado su oponente. Cerró el puño derecho y le golpeó en la nuez con todas sus fuerzas. El del bigote gruñó y cayó hacia atrás. Daggart se levantó y se abalanzó sobre él mientras los libros acribillados y hechos jirones caían desde debajo de su camisa. Sentándose a horcajadas sobre su agresor, en el suelo de cemento, le echó las manos al cuello.

El otro le agarró de las muñecas y empezaron a forcejear en el suelo, en un chapucero tira y afloja. El corpulento pistolero era más fuerte de lo que esperaba Daggart, y los disparos que éste había recibido en el pecho (pese a su chaleco antibalas hecho de libros) le habían dejado falto de aliento. Aún tenía la impresión de que un gorila de ciento treinta kilos se había sentado sobre su esternón. Respiraba trabajosamente, le ardían los pulmones. Le costaba un gran esfuerzo mantener las manos sobre el cuello del pistolero.

El del bigote aflojó las suyas. Daggart se inclinó hacia él. El otro levantó las rodillas y Daggart salió despedido hacia delante. Aterrizó de espaldas, golpeándose contra el canto redondeado de una estantería metálica. El del bigote se alejó como pudo, a gatas.

Daggart le oyó palmotear el suelo de cemento en busca de la pistola. Sin apenas aliento y con un tobillo que no le permitía correr, Daggart sólo podía hacer una cosa. Echó mano de su cinturón y se lo quitó. Su extremo restalló en el aire como un látigo. Siguiendo el ruido que hacían las manos del pistolero sobre el cemento, saltó a ciegas hacia la oscuridad. Enrolló por completo el cinto alrededor del cuello del hombre y tiró con todas sus fuerzas.

El del bigote acercó las manos al cinturón y, metiendo los gruesos pulgares entre la correa y su cuello, consiguió apartarlo lo justo para poder respirar. Se inclinó bruscamente hacia delante, demostrando ser mucho más fuerte de lo que Daggart habría deseado, y lo lanzó por encima de sí. Se puso en pie, intentando desasirse. Pero Daggart aguantó.

Como un campeón de monta de novillos encaramado a su silla, Daggart arqueó la espalda y tiró de los dos extremos de la correa. El hombre boqueó, intentando respirar, se enderezó rápidamente y con la misma rapidez corrió hacia atrás con todas sus fuerzas, empotrando a Daggart contra una pared de cemento a toda velocidad.

Daggart oyó un chasquido en su espalda y sintió que el aire abandonaba su cuerpo de golpe. Un entumecimiento punzante recorrió su espina dorsal. El pistolero dio tres pasos adelante y retrocedió de nuevo velozmente, aplastando contra la pared a Daggart, cuyo cráneo rebotó contra el cemento. Dentro de su cabeza titilaron estrellas. Minúsculas luciérnagas encendidas bailoteaban por los márgenes de su visión. Tiró más fuerte del cinto.

Cuando iba a verse incrustado en la pared por tercera vez, se abrieron las puertas del ascensor y un deslumbrante haz de luz cayó sobre el suelo. Salió un hombre de espaldas anchas, perilla y pistola. Se hizo pantalla con la mano sobre los ojos, intentando distinguir el alboroto del fondo del sótano.

—Ben, ¿estás bien?

—Su amigo está muerto —gritó Daggart casi sin aliento. Ben, alias el Bigotes, intentó hablar. Daggart apretó el cinturón—. Lo he matado yo. Baje el arma y hablaremos.

Las puertas del ascensor se cerraron. La oscuridad los envolvió de nuevo. El hombre de la perilla vaciló antes de hablar.

—¿Es eso cierto, Ben? ¿Me oyes?

Ben boqueaba, intentando tomar el más mínimo aliento. Daggart se lio ambos extremos del cinturón alrededor de las manos para hacer fuerza con todo el peso del cuerpo, impidiendo que entrara aire en la tráquea del pistolero. Ben el bigotudo se echó hacia atrás en un último intento de aplastar a Daggart contra la pared. Daggart desvió el envite.

—Créame —dijo Daggart—, está muerto. Deje el arma y hablaremos.

—¿De qué hay que hablar?

—¿Quiere el códice? ¿Es eso?

El hombre respondió con una ráfaga de balazos. Daggart se acurrucó tras la espalda de Ben, y las balas que impactaron en el Bigotes hicieron el ruido de un cuchillo romo al cortar un melón. El cuerpo de Ben se aflojó y cayó al suelo con la ligereza de un saco de patatas arrojado desde la ventana de un segundo piso. Daggart cayó con él. Soltó el cinturón, rodó de lado y se deslizó detrás de una estantería alejada a tiempo de esquivar una nueva andanada de balazos.

Cuando cesaron los disparos, estiró una mano hacia el pasillo hasta encontrar la pistola. La tocó un momento para acostumbrarse de nuevo a aquel peso que tan bien conocía. La asomó por el recodo de la estantería y apretó el gatillo. Oyó que el pistolero de anchas espaldas se lanzaba torpemente de cabeza buscando refugio. Cuando el eco se fue disipando poco a poco, el hombre dijo:

—¿Qué le ha hecho a mi amigo?

—Yo no le he hecho nada. Estaba vivo hasta que tú le has acribillado.

—Eso es mentira.

—Ven a verlo tú mismo.

El otro no respondió, ni parecía interesado en aceptar la oferta de Daggart.

—Si lo que queréis es el códice —dijo Daggart—, no lo tengo.

—¿Y qué hace aquí, si no ha encontrado el códice?

—He descubierto que el códice no existe, eso es lo que he descubierto. O por lo menos no está aquí.

—Está mintiendo.

—Ojalá. —Y luego—: ¿Quién os ha mandado a por mí? ¿Fue el Cocodrilo? ¿Los cruzoob? ¿Right América?

—No sé de qué me habla. —Pero se demoró lo suficiente para que Daggart sospechara que sabía perfectamente de qué le estaba hablando.

—¿Eres miembro de RA? —preguntó—. ¿Es eso? Lo sé todo sobre ellos, si eso es lo que te preocupa. Sé lo de Frank Boddick. Sé que mataron al hermano de Ana Gabriela y también a Lyman Tingley porque sabían demasiado. Y que Tingley estaba escribiendo el Quinto Códice de su puño y letra porque aún no había encontrado el original. Sé lo de la concentración. Sé…

—¿Sabe lo de la concentración en Tulum?

Bingo.

—Pues sí. Imagino que vas a ir.

Daggart le oía respirar. Prácticamente oía girar los engranajes de su cabeza. El de la perilla carecía del arrojo del Bigotes. Daggart supuso que, si pulsaba las teclas adecuadas, tal vez consiguiera hacerle hablar.

—Mira —prosiguió—, no tengo nada contra Right América, si eso es lo que crees. De hecho, estoy dolido porque nadie me haya pedido que me apunte. Pero sólo quiero saber por qué me perseguís. —No hubo respuesta—. Porque, en fin, yo no le he hecho daño a nadie. No soy más que un antropólogo que intenta hacer su trabajo. Y si creéis que conozco algún oscuro secreto sobre los mayas o el Quinto Códice, puedes ir enterándote: no es verdad. —Seguía sin haber respuesta—. Así que ¿qué me dices? Échame un cable. ¿Quién está detrás de todo esto y por qué quieren matarme?

Las puertas del ascensor se abrieron de pronto y Daggart vio entrar precipitadamente al hombre de la perilla. Se levantó de un salto y corrió por el pasillo a oscuras, pasando la mano izquierda por las estanterías para no desviarse mientras empuñaba el arma con la derecha. No podía dejarle escapar. Tenía que saber qué estaba tramando Right América, cuándo era la concentración y qué iba a pasar en ella.

La pistola asomó por la esquina de las puertas del ascensor y disparó una ráfaga en su dirección. Daggart se lanzó hacia un lado, sintiendo el zumbido de una bala junto a su oído. Cuando levantó la cabeza, el rectángulo de luz había desaparecido. Las puertas del ascensor se habían cerrado. El suave zumbido de los cables indicaba que el ascensor estaba llevando a su ocupante a la planta baja.

—¡Maldita sea! —gritó Daggart, dando una palmada en el suelo.

Corrió al ascensor y apretó el botón. La flecha se iluminó, pero sólo podría tomarlo después de que depositara a su pasajero en la planta baja y volviera al sótano.

Disponía de un minuto. Tal vez menos. Sacó la linterna, corrió por el pasillo y se acercó gateando al cuerpo sin vida del Bigotes. Le dio la vuelta. El suelo estaba pegajoso de sangre. Rebuscó en sus bolsillos en busca de una cartera, un pasaporte, un carné. No encontró nada parecido, pero se guardó un juego de llaves.

Las puertas del ascensor se abrieron con un tintineo. Daggart se levantó y volvió corriendo por el pasillo.

El quinto códice maya
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