Capítulo 34

Parado en el callejón trasero de una tiendecita para turistas, Scott Daggart arrancó la etiqueta de la camiseta que acababa de comprar. Arrojó a un contenedor su camisa rota y ensangrentada y se puso su nueva adquisición. Era azul y llevaba el nombre de Cozumel blasonado en el pecho. De no ser por la sangre seca, las pocas heridas de la cara y el hecho de que parecía haber librado diez asaltos con un peso pesado, Daggart era ya como cualquier otro turista de la isla.

Recorrió a pie las manzanas que le separaban del centro de San Miguel, lleno de compradores, bebedores y músicos ambulantes. Era asombroso cómo la oscuridad (y quince grados menos de temperatura) había transformado la plaza. Había un ambiente colorido y pachanguero, y Daggart pudo perderse entre el gentío cada vez más numeroso. Compró un billete para el ferry y buscó refugio en un rincón apartado del Palmera’s, un bullicioso restaurante al borde del mar.

Alivió sus heridas con una Dos Equis sin quitar ojo a las luces parpadeantes del ferry que se acercaba. Mientras lo veía entrar en el puerto (la quilla partiendo el negro océano en blancas diagonales), se preguntó por los tres matones. Alguien les estaba pasando información. Alguien relacionado con Ana Gabriela. Dio un largo trago a su cerveza, rumiando la pregunta más desconcertante de todas: ¿qué tenían que ver tres jóvenes blancos con una desaparecida secta maya como la Cruz Parlante?

Pensó en los papeles que se había llevado de la habitación de Tingley la noche anterior. Llevaban veinticuatro horas doblados y guardados en su bolsillo trasero, como deberes de clase olvidados. Ya ni siquiera recordaba que estaban allí.

Los sacó y los alisó sobre la escuálida mesita. Había recibos y facturas de todo tipo: de restaurantes, de farmacias, de licorerías. Lo único que sacó en claro fue que Lyman Tingley tenía debilidad por el marisco, el José Cuervo y el ibuprofeno. Nada que no supiera ya. Estaba a punto de volver a guardarse el fajo en el bolsillo, decepcionado, cuando se fijó en un papelito. Era el recibo de una agencia de viajes de Cancún por un viaje de ida y vuelta de Cancún a El Cairo con escala en el aeropuerto JFK de Nueva York. Cosa nada sorprendente. Tingley vivía y enseñaba en Egipto. Así pues, seguía cada año aquella ruta para llegar a Yucatán. Menuda novedad.

Pero lo que le llamó la atención fue la fecha. Tingley había hecho aquel trayecto la semana anterior. A pesar de que tenía planeado marcharse de México la semana siguiente para empezar el curso en la Universidad Americana, había hecho el largo trayecto de ida y vuelta a El Cairo apenas siete días antes.

Daggart se preguntó el porqué de aquel viaje. ¿Era allí donde había llevado el Quinto Códice? ¿Estaría el códice enterrado en lo más profundo de algún museo de antigüedades egipcias? ¿O había ido Tingley a recogerlo tras su autenticación en El Cairo?

Al levantar la vista vio atracar el ferry. Dobló de nuevo los papeles, se los guardó en el bolsillo y apuró su Dos Equis. No sabía qué significaba aquel recibo, pero tenía la extraña sensación de que su vida dependía de la respuesta a ese interrogante.

El Cocodrilo no se había molestado en hacer el viaje a Cozumel: creía que los chicos del Jefe podrían arreglárselas solos. Y cuando le llevaran al profesor americano (atado, amordazado y asustado hasta el punto de orinarse encima), sólo sería cuestión de tiempo que él lograra quebrantar el ánimo de su prisionero y descubrir lo que necesitaba saber. Y luego, todos contentos.

Bueno, todos salvo el americano muerto.

El Cocodrilo apuró su bebida y estaba a punto de pedir otra cuando sonó su teléfono móvil. Miró el número. Era el estadounidense al que llamaban Nick. El Cocodrilo no sabía su apellido. No necesitaba saberlo. Sabía solamente que era el perro guardián del Jefe, un hombre de proporciones gigantescas que prefería trabajar solo. Y al Cocodrilo eso no le suponía ningún problema.

—¿Lo tenéis? —preguntó el Cocodrilo sin molestarse en formalidades.

—Se escapó —respondió agriamente el gigante llamado Nick.

El Cocodrilo dio una palmada sobre la oscura madera de la barra. Su vaso saltó.

—No he sido yo —continuó Nick—. Fueron los otros tres. Hicieron una chapuza.

—¿Cómo?

—Tendrás que preguntárselo a ellos. Lo único que sé es que Daggart está de vuelta en San Miguel.

—¿Se sabe algo de los otros?

—No, nada. Se suponía que teníamos que encontrarnos hace media hora. Pero no han aparecido.

El Cocodrilo lamentó de pronto haberle seguido la corriente al Jefe. Aunque ellos eran sus chicos, sabía que debería haber insistido en ocuparse él mismo. No conocía al Jefe, pero tenía la firme sospecha de que era un aficionado. Un aficionado con dinero: de los de la peor especie.

De pronto le dolía la cabeza.

—¿Dónde está Daggart? —preguntó, masajeándose la frente.

—En un restaurante. Imagino que va a coger el próximo ferry.

—Síguelo. Cógelo. Y tráemelo.

—Entendido.

El Cocodrilo colgó y acarició el teléfono. Le sorprendía la astucia de Scott Daggart. Para ser un profesor, estaba resultando extremadamente esquivo. El Jefe le había dicho que Daggart había sido militar, pero él no le había dado mucha importancia. Se las había visto con «militares» otras veces. Y no le habían dado problemas.

Daba igual. Era el Cocodrilo. Todo cambiaría en cuanto le pusiera las manos encima al profesor Daggart. O, más que encima, dentro. La sola idea le hizo sonreír.

El quinto códice maya
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