Capítulo 2

Tingley se inclinó hacia delante, apoyando los carnosos antebrazos sobre la mesa.

—Van a matarme, Scott —susurró con vehemencia—. Me sorprende que no lo hayan hecho ya.

Daggart no sabía si enfadarse o echarse a reír. Tingley le estaba tomando el pelo, o se hacía el tonto a propósito.

—¿Quién intenta matarte?

Tingley se recostó bruscamente en la silla y la madera crujió bajo su peso. Despachó la pregunta de Daggart sacudiendo la mano rolliza.

—Lo siento. Ya he dicho demasiado.

—Espera un momento. Me haces venir hasta aquí y me dices que alguien va a matarte, ¿y luego no me dices de qué va todo esto? —Seguía pensando que tal vez Tingley estaba de broma. Una inocentada en abril, con cinco meses de retraso.

Pero una mirada a la cara pálida y sudorosa de Tingley bastó para convencerle de que hablaba muy en serio.

Tingley llamó a la camarera y le indicó que les llevara la cuenta. Ella se alejó brincando.

—¿Qué te hace pensar que la Cruz Parlante sigue en activo? —preguntó Daggart, intentando sonsacar a su antiguo mentor. Siempre habían formado una extraña pareja. Daggart alto, moreno, atlético; Tingley, bajo, pálido y obeso. Polos opuestos.

Tingley miró en varias direcciones al mismo tiempo.

—Lo siento. No puedo. Aquí no.

—¿Qué quieres decir con que no puedes? ¿No puedes hablar?

Tingley asintió con una inclinación de cabeza. La música cambió. Una canción de Jimmy Buffet reemplazó a otra. Hablaba del edén y de las hamburguesas con queso, aunque no necesariamente en ese orden. Una camarera pasó junto a la mesa con un plato de fajitas crepitantes. Una vaharada con olor a cebolla caramelizada quedó flotando tras ella.

Daggart insistió.

—¿Quieres que vayamos a otro sitio? ¿A un restaurante con menos gente?

Tingley sacudió la cabeza, dividiendo aún su atención entre Daggart y el resto del local.

—Escúchame. Tú has investigado el Quinto Códice.

—Un poco. Menos que tú, evidentemente.

Lyman Tingley era el descubridor del antiguo manuscrito maya, su billete hacia el estrellato. Aquel descubrimiento le había valido reportajes no sólo en publicaciones académicas, sino también en todos los grandes diarios de Estados Unidos. Los entendidos lo consideraban ya uno de los más grandes hallazgos de la cultura maya.

—¿Qué pasa con el códice? —insistió Daggart.

Tingley agitó las manos antes de contestar. Luego susurró:

—Eso es lo que quieren.

—¿Quiénes? ¿Quiénes lo quieren?

La camarera se acercó deslizándose y dejó la cuenta sobre la mesa de un manotazo.

—Páguenme cuando puedan. —Lanzó una sonrisa a Daggart y se inclinó para descubrir un poco más su canalillo entre los volantes de la blusa. Una última oportunidad de conseguir más propina. Los dos hombres la ignoraron y ella se marchó refunfuñando en voz baja.

—Ellos —dijo Tingley.

Daggart se volvió y miró hacia donde señalaba Tingley. Sus ojos se posaron sobre una mesa ocupada por tres hombres. Desde el punto de vista de Daggart parecían inofensivos. Eran sólo tres estadounidenses de unos veinticinco años que en ese momento compartían unas risas y una botella de tequila. Llevaban sandalias, pantalones cortos anchos, camisetas, gorras de béisbol: el uniforme del joven turista estadounidense. Señalaron a una camarera e hicieron comentarios lascivos para su mutuo regocijo.

Daggart volvió al tema del Quinto Códice.

—Pero ¿cómo van a conseguirlo? Está en Ciudad de México, encerrado bajo siete llaves. Lo están autentificando, ¿no?

Tingley no respondió a su pregunta.

—¿Los ves? —dijo.

—Claro que los veo, Lyman, pero la verdad es que no me parecen tan peligrosos.

—Sé que hemos tenido nuestras diferencias en el pasado…

—Eso es decirlo con mucha delicadeza.

—… pero si me ocurriera algo —continuó Tingley—, nuestra única esperanza es que tú lo consigas primero.

Daggart empezaba a perder la paciencia.

—¿Que consiga qué?

Tingley se levantó de repente y hurgó en sus bolsillos en busca de un fajo de billetes arrugados y un puñado de monedas. Dejó el dinero sobre la mesa. Daggart le agarró de la muñeca. Para su sorpresa, Tingley tenía la piel fresca al tacto. Casi fría.

—¿Qué está pasando, Lyman? No puedo ayudarte si no sé de qué me estás hablando. Y tampoco puedo conseguir lo que sea, si no sé qué es.

Tingley se desasió de un tirón.

—El códice —murmuró—. Consigue el códice.

Scott Daggart no le entendió.

—Pero tú ya lo tienes. Fuiste tú quien lo encontró, ¿recuerdas? ¿O me estoy perdiendo algo?

Tingley contó el dinero distraídamente: billetes por un lado, monedas por otra.

—Ojalá pudiera contarte algo más —dijo por fin. Miró un instante a los ojos de Daggart con expresión suplicante.

Luego bajó apresuradamente la escalera que llevaba a la calle.

Scott Daggart se encontró solo de pronto. Miró a los tres hombres del rincón más alejado del restaurante. Si repararon en la súbita marcha de Lyman Tingley, no dieron muestra de ello. Otra broma les hizo prorrumpir en estruendosas risotadas de borracho.

Daggart apuró su cerveza. Estaba a punto de añadir su contribución a la cuenta cuando algo en el desordenado montoncillo de monedas que Lyman Tingley había dejado sobre la mesa atrajo su atención. Estaban casi todas ellas apiladas al azar, sin orden ni concierto, a excepción de cinco pesos separados del resto. Podían ser imaginaciones de Daggart, pero al verlos se le ocurrió de pronto que estaban colocados siguiendo algún orden. Se hallaban separados por espacios casi iguales y parecían formar un pequeño diagrama: dos monedas arriba y tres abajo. Como una cordillera montañosa con dos picos y tres valles. O (pensó Daggart cuanto más las miraba) como la letra «M».

¿Las había ordenado así Lyman Tingley con un propósito concreto? Y si así era, ¿lo había hecho para que lo viera Daggart?

Le parecía que, si tal era el caso, sabía muy poco más que antes de su encuentro con Tingley. Si aquella «M» (o aquella cordillera montañosa, o aquel diagrama, o lo que fuera) era, en efecto, una pista, a Scott Daggart no le decía nada.

Absolutamente nada.

El quinto códice maya
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