Capítulo 51

Parado en el vestíbulo del edificio de administración, Daggart miró un plano plastificado de la universidad sujeto a la pared de ladrillo rojo. El despacho de Lyman Tingley era el 248 de Hill House. Daggart salió del edificio y cruzó la plazoleta abierta que formaba el centro del campus. El pequeño parque estaba salpicado de bancos marrones y verdes mesas de picnic. En un rincón se veía un campo de baloncesto, vacío y descuidado. Bordeaban las aceras palmeras y jacarandás, y el olor untuoso del jazmín endulzaba el aire.

Mientras cruzaba tranquilamente el cuadrángulo de la plaza, Daggart se dio cuenta de que había llegado en buen momento. La universidad estaba abierta y las clases nocturnas habían empezado, pero saltaba a la vista que la mayoría del profesorado y el personal se había ido ya a casa.

Llegó frente a Hill House y miró hacia arriba. Era un edificio blanco, de dos plantas, con tejado de tejas naranjas y finas columnas que soportaban la larga terraza del piso alto. El edificio miraba hacia el interior del campus y las puertas de todos los despachos, incluidos los de la planta de arriba, daban al patio. Daggart comprendió que cualquiera podría verle si intentaba entrar en un despacho del que no tenía llave. Sólo hacía falta tener ojos en la cara para fijarse en alguien que anduviera toqueteando la cerradura de la puerta del despacho de un profesor, y supuso que en menos que canta un gallo aparecería una docena de guardias de seguridad armados. Si era posible, prefería evitar tal situación.

Hombres y mujeres deambulaban por el patio, aquí y allá, enfrascados en sus conversaciones. Daggart se acercó a Hill House con paso decidido. Al llegar, subió la escuálida escalera de madera que llevaba a la planta de arriba. Recorrió con aplomo la terraza, fijándose en los números de los despachos al pasar. El 248 estaba al fondo. Al llegar al final de la terraza, bajó por otro tramo de escalera tan escuálido como el primero.

Regresó a la plaza y se sentó en un banco del parque. Una docena de flacos gatos callejeros, meros esqueletos con pelo, merodeaban por sus lindes en busca de comida. Daggart fingió estar esperando a alguien, mirando ostensiblemente su reloj de cuando en cuando. Pero no quitaba ojo al despacho de Tingley.

El cielo se oscureció y un pedacito de luna se alzó sobre el tejado. Empezaba a refrescar. Las luces de las farolas colgantes parpadearon, atrayendo de inmediato pequeños ejércitos de polillas que entraban y salían velozmente de sus halos amarillentos. Cuando Daggart volvió a mirar su reloj, faltaban diez minutos para las nueve.

Se le estaba agotando el tiempo.

Durante la media hora anterior, había visto a dos parejas de guardias paseándose por los terrenos de la universidad. No le habían prestado mucha atención, aunque lo harían, no había duda, si se quedaba allí mucho más tiempo.

A las nueve pasadas, una mujer flaca y encorvada, de piel olivácea, apareció en la planta de arriba de Hill House. Abrió una puerta estrecha en un extremo del edificio y salió un momento después empujando un carrito de limpieza por la terraza. Inició el lento proceso de aparcar su carrito delante de cada despacho, buscar la llave adecuada en su gran llavero circular, insertarla en la puerta del despacho, empujar ésta, desaparecer en el interior en penumbra del despacho con un trapo y una bolsa de basura vacía y reaparecer a los pocos minutos con una bolsa de basura que depositaba en el carrito. Luego cerraba la puerta con llave y empezaba de nuevo con el siguiente despacho.

Daggart vio por fin su oportunidad.

Sentado en la terraza de un café, frente a la entrada principal de la Universidad Americana, en Sheikh Rehan, el hombre del bigote empezaba a impacientarse. Hacía horas que Scott Daggart había entrado en el campus. El del bigote sacó su teléfono móvil y llamó a su joven compañero, que esperaba al otro lado del recinto de la universidad.

—Bueno, ¿qué hacemos? —preguntó el otro cuando el Bigotes acabó de exponerle sus preocupaciones.

—Voy a entrar. Tú quédate donde estás. Si sale, ya sabes lo que tienes que hacer.

El Bigotes cerró su teléfono. Llevó la mano a la pistola de calibre 35 que tenía escondida bajo la camisa sin remeter y quitó el seguro. Pagó la cuenta y cruzó la calle.

Ana Gabriela y Peter Dorfman se habían sentado con las piernas cruzadas a la exigua sombra de un álamo; a su alrededor, el sol de mediodía caía a plomo sobre la hierba quebradiza y amarronada. La temperatura superaba con mucho los cuarenta grados. Estaban muy apartados del equipo de arqueólogos de Dorfman.

—¿Y por qué cree Scott que puedo ayudarle? —preguntó Dorfman cuando Ana acabó de exponerle la situación.

—Sigue dándole vueltas a los símbolos que Lyman Tingley cambió en la estela.

—¿Y cree que quizá yo pueda ayudarle a entender lo que significan?

Ana asintió con la cabeza.

—¿Por qué iba a ayudarle a encontrar el códice? —preguntó Dorfman.

—¿Y por qué no? Es el documento maya más buscado.

—Sí, pero permítame hablar más claro. ¿Qué saco yo de todo esto?

—Entiendo. Scott me avisó de que posiblemente me haría usted esa pregunta.

—¿Y cuál es su respuesta?

—Conseguiría parte de la atribución del mayor descubrimiento arqueológico del siglo XXI.

—Sólo parte.

—Sí.

—Y Scott se llevará la mayor parte del pastel.

—Es él quien ha hecho casi todo el pastel.

Peter Dorfman observó el rostro de Ana.

—¿Se acuesta con él?

Ana Gabriela se sonrojó, pero le sostuvo la mirada.

—Mi relación con Scott no es asunto suyo.

—Entonces, sí.

—No, no me acuesto con él.

—Pero quiere.

Ana se puso aún más colorada.

—Hemos venido a hablar del Quinto Códice. ¿Está dispuesto a ayudarnos o no?

—Vaya, ahora habla en plural. Eso me gusta.

—¿Sabe qué? Olvídelo.

Se levantó y se sacudió la hierba seca de la ropa. Dorfman alargó la mano y le tocó el brazo.

—De acuerdo, está bien. Me comportaré. —Ana le miró fijamente—. Lo digo en serio. Palabra de boy scout. —Hizo una seña levantando dos dedos.

Ana volvió a sentarse.

—¿De qué clase de contrato estaríamos hablando? —preguntó Dorfman.

—No hay tiempo para contratos.

—Entonces, ¿con qué garantías cuento?

—Con la palabra de Scott.

Ahora fue Peter Dorfman quien reaccionó.

—Lo siento, señorita. De eso nada. Scott es un tipo de palabra y todo esto, pero estamos hablando de negocios. Yo esto no lo hago por diversión. Esos de ahí no trabajan gratis. —Señaló con el pulgar hacia la excavación.

—¿Ni siquiera por el bien de la comprensión de la cultura maya?

—No es que quiera ponerme cínico, pero los mayas me la traen floja. La arqueología es un trabajo. Así me gano la vida. Me da un poco el sol. Estoy al aire libre. Y trabajo con estudiantes en lugares exóticos. —Sin darse cuenta miró a las gemelas rubias—. Así que conmigo no vale ese rollo de la comprensión de los mayas. Es así de sencillo. —Era tal y como Scott le había dicho que sería.

—¿Ni siquiera aunque signifique encontrar el Quinto Códice?

La actitud bravucona de Peter Dorfman se esfumó al oír mencionar el manuscrito.

—¿Me está diciendo que Tingley no lo encontró?

—No hay constancia de ello. Scott está en Egipto, en la facultad de Tingley, pero ¿no le parece un poco raro que el documento maya más importante de nuestro tiempo sólo lo haya visto un hombre, y que ahora ese hombre esté muerto?

Dorfman asintió con la cabeza distraídamente. Se rascó la barba como si pensara dónde se estaba metiendo.

—Entonces no hay contrato, ni reconocimiento a lo grande, sólo el gozo del descubrimiento —dijo en tono burlón.

—Algo parecido, sí.

—¿Y qué tendría que hacer?

—Mirar un par de fotografías y ayudarnos a interpretarlas.

Dorfman pareció pensárselo.

—¿De veras piensa Scott Daggart que puedo ser de ayuda?

—Eso parece.

Él sacudió la cabeza y mostró una sonrisa sardónica.

—Está bien —dijo por fin—. Miraré esas fotos. Pero nada más. Y dígale a Scott que me debe una. Y de las gordas.

—Se lo diré.

—Bueno… —Se frotó las manos con impaciencia—. Enséñeme lo que tiene.

Ana Gabriela desplegó dos fotografías. Una era la que había aparecido en el National Geographic. La otra, la que Daggart había hecho de la estela.

Mientras Peter Dorfman estudiaba los jeroglíficos, Ana le estudiaba a él, poco convencida de que fuera conveniente que se mezclara en aquel asunto. Tal y como Scott había dado a entender, no parecía de fiar.

El quinto códice maya
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