Capítulo 31
Casi había llegado al mar cuando se detuvo; a menos de tres metros de él, las olas lamían la orilla. Algo le inquietaba, algo insidioso, tan presente como el sol que besaba su nuca. Buscó en el bolsillo la hojita de papel que le había escrito Ana. El viento intentó quitársela de las manos. Sí, estaba donde debía. Y a la hora acordada. Pero ¿dónde estaba Víctor Camprero?
Echó mano del teléfono para llamar a Ana y en ese momento reparó en que había otro coche en el aparcamiento. Así pues, Camprero había llegado al fin. Daggart se guardó el móvil.
Volvió caminando por la arena mullida y casi había llegado al vehículo cuando se abrió la puerta del conductor. Pero en lugar de la figura encorvada de Víctor Camprero, profesor jubilado, Daggart vio a un hombre bajo y musculoso con una gorra de los Yanquis. Boca de Riego. Una equis de cinta adhesiva blanca le cubría la nariz. Otras dos puertas se abrieron y por ellas salieron sus dos compañeros. Los tres se dirigieron lentamente hacia él.
—¿Va a alguna parte, profesor? —gritó Boca de Riego.
Daggart se detuvo y comenzó a retroceder despacio por la playa. No se molestó en responder. Boca de Riego y sus amigos apretaron el paso.
Scott Daggart pudo ver claramente a los otros dos por primera vez. Tenían entre veinte y veinticinco años. Cabello corto. Uno llevaba gafas de sol envolventes, con cristales anaranjados que ocultaban sus ojos. El otro vestía una camiseta sin mangas que dejaba ver sus bíceps carnosos, adornados con tatuajes de alambre de espino. Caminaban con la arrogancia propia de quienes se saben en mayoría.
—Queremos presentarle a un amigo nuestro.
—Muy bien —dijo Daggart—. Adelante.
—Me temo que no está con nosotros en este momento.
Daggart retrocedía, hundiendo los pies en el denso polvo de talco de la arena. Sus perseguidores avanzaban. Un tango ejecutado con torpeza. Un dúo de baile para cuatro.
Pero hostil.
Y sin delicadeza.
Menos de cinco metros los separaban, y Daggart estaba de espaldas al mar. Quiso echar a correr, pero el de las gafas envolventes y el de la camiseta sin mangas se habían apartado de Boca de Riego, acorralándole contra el océano.
—¿Quién os dio mi nombre? ¿Lyman Tingley?
—Primer strike —dijo Boca de Riego, tocándose la cinta blanca de la nariz.
—¿La policía?
—Segundo strike.
—¿Quién, entonces?
—Yo no me preocuparía por eso, si fuera usted. El caso es que lo sabemos. ¿Vale? —Se sacó de la cinturilla una pistola semiautomática y le apuntó al pecho—. Ahora, ¿por qué no viene con nosotros y se deja de preguntas?
Daggart levantó las manos con desgana. El de las gafas envolventes le cacheó y asintió luego con la cabeza, mirando a sus compañeros. Los cuatro volvieron la espalda al mar y avanzaron trabajosamente por la arena, camino del aparcamiento cubierto de malas hierbas.
Conducía Boca de Riego. El de las gafas envolventes iba en el asiento del acompañante y el de la camiseta sin mangas atrás, con el prisionero, al que apuntaba con una pistola que parecía una Glock. Pusieron rumbo al sur por el camino de grava plagado de baches. Nadie habló durante un rato.
—Si vuestro amigo piensa que tengo información —dijo Daggart por fin—, me temo que se va a llevar un buen chasco.
—Sabe más de lo que cree —dijo el de la camiseta con una sonrisa bobalicona—. Y hablará, en cuanto el Cocodrilo acabe con usted.
—Hablará, se lo aseguro —repitió el de las gafas. Se echaron los dos a reír.
Era la primera vez que Daggart les oía hablar, y se dio cuenta de que eran unos críos. Unos gamberros. Un par de hienas. Dos acólitos sedientos de sangre y nada más. No muy listos, pero capaces de hacer cualquier cosa que les mandara el macho dominante.
—Lamento decíroslo —dijo Daggart—, pero se suponía que tenía que encontrarme con alguien. Cuando vea que no estoy, imagino que avisará a la policía.
Las dos hienas contuvieron la risa. Hasta Boca de Riego sonrió.
—¿Se refiere a Víctor Camprero?
—Sí —dijo Daggart, notando un vuelco en la boca del estómago.
—No creo que su amigo vaya a llamar a la policía. A no ser que la policía pueda hablar con los muertos.
Las hienas volvieron a reír.
Boca de Riego miró por el retrovisor para ofrecerle la pieza del rompecabezas que faltaba.
—Víctor Camprero murió hace dos años. Así que no creo que vaya a hablar con nadie.
Aunque trató de disimular, una nube de confusión cruzó la cara de Daggart. Había oído a Ana hacer la llamada. Había escuchado lo que decía. Ella había hablado con Víctor Camprero esa misma mañana.
—A no ser que sea una conversación a una sola banda —dijo el de la camiseta sin mangas, y antes casi de acabar la frase rompió a reír entre bufidos.
—Una conversación a una sola banda —repitió el de las gafas. Los tres estallaron en carcajadas.
—Si Camprero está muerto —dijo Daggart, desafiante—, ¿por qué me dijo mi amiga que me encontrara con él aquí?
—Vaya, no cree que Ana Gabriela le haya mentido, ¿eh? —dijo Boca de Riego.
Sonrisas sagaces por parte de las hienas.
Daggart sintió que se sonrojaba y comprendió que eso era lo que le reconcomía en la playa. La letra de la nota de Ana se parecía sospechosamente a la del librillo de cerillas de Lyman Tingley.
—Créame —dijo Boca de Riego—, Víctor Camprero está muerto.
—Sí —terció el de la camiseta sin mangas—. Si lo sabremos nosotros.
—Si lo sabremos… —repitió el de las gafas. Todavía no había tenido una sola idea propia.
Puede que fuera el sonido de sus risas. Quizá la conciencia repentina del apuro en el que se hallaba. Posiblemente, el hecho de que Ana Gabriela le hubiera mentido. Fuera lo que fuese, hizo aflorar instintos que tenía olvidados hacía mucho tiempo. Impulsos enterrados desde sus tiempos en el ejército. Lecciones que había aprendido en el campamento de reclutas. De manos de los chicos de la Fuerza Delta. De manos de Maceo Abbott.
Sin pensarlo dos veces, se abalanzó contra el de la camiseta y echó mano de la Glock; la agarraron ambos, haciendo oscilar el cañón frenéticamente. El matón apretó el gatillo y un estruendo ensordecedor retumbó en el pequeño coche. Los de delante agacharon la cabeza. El coche se sacudió con violencia. Un redondelito de luz se abrió en el techo, allí por donde había pasado la bala.
Daggart, más corpulento que el de la camiseta, se echó sobre él hasta que estuvieron ambos casi en posición horizontal. Ninguno soltaba la semiautomática. Les separaban unos pocos centímetros y el cañón del arma estaba metido entre ellos, en alguna parte. Daggart tiraba como un loco de los dedos del otro, intentando arrancarle la Glock.
Casi se había apoderado de la pistola cuando sintió que un brazo largo y musculoso le rodeaba el cuello. Era el de las gafas envolventes, que, sentado en el asiento del acompañante, le estrangulaba y le cortaba la respiración. Daggart asió la pistola con una mano y con la otra se agarró a su brazo y tiró de él, intentando que le soltara. Pero el de las gafas no le soltó. El coche corría cada vez más por el camino lleno de baches.
Daggart sintió que le daba vueltas la cabeza. Blancas estrellas comenzaron a bailotear ante sus ojos. Intentaba respirar, pero tenía aquel brazo encajado contra la tráquea. Su respiración se hizo somera. Estaba atrapado. Si soltaba el arma, el matón le pegaría un tiro. Si soltaba el brazo, sólo tardaría unos segundos en desmayarse. No había solución buena.
«Relájate. Respira».
Sí que había una solución.
Soltó al de las gafas. Al hacerlo, sintió que aquel brazo ceñía su cuello como una enredadera. El poco aire que pasaba aún se interrumpió por completo. Tenía que darse prisa. Agarró con la mano libre la Glock y, sorprendiendo al de la camiseta, volvió el arma hacia sí mismo, hasta que apuntó directamente al hueco entre sus ojos. Vio el pasmo del matón y un momento después su sonrisa triunfal al aprestarse para apretar el gatillo. Disparó y en ese mismo instante Daggart agachó la cabeza y sintió que la bala pasaba zumbando por su lado y se incrustaba en otra cosa.
Esa otra cosa soltó un chorro de sangre y Daggart comprendió que el del asiento de atrás acababa de disparar a su amigo de delante. Se giró el tiempo justo para ver que buena parte de la cara del hombre de las gafas había desaparecido, y que la ventanilla y el techo del coche estaban salpicados de sangre y rosados pegotes de cerebro. Un Jackson Pollock improvisado.
Daggart se volvió hacia el de la camiseta. Con una mano aún en la pistola, abrió con la otra la puerta del coche y una ráfaga de viento atravesó el asiento trasero. La carretera de grava pasaba velozmente. El conductor aceleró, desafiándole a saltar.
Daggart, los músculos tensos y en alerta, levantó del asiento al de la camiseta y se lanzó con él por la puerta. Cayeron con un golpe seco sobre la caliza vertiginosa, y rodaron y giraron como peonzas por el paisaje pedregoso, agarrados a la pistola que los unía como si estuvieran cosidos quirúrgicamente. Aunque el de la camiseta sin mangas había amortiguado la caída llevándose la peor parte, Daggart sintió que la grava mordía inclemente su carne. Un dolor abrasador le atravesaba el hombro izquierdo.
Cuando se detuvieron, el otro aflojó por fin la mano. Daggart vio por qué. Un aserrado trozo de caliza sobresalía de la parte de atrás de su cabeza y un manchón de sangre se esparcía por el suelo, como si alguien hubiera volcado una lata de pintura. Mientras le arrebataba la pistola al muerto, oyó que el coche se paraba entre crujidos. Habían caído dos. Quedaba uno.
Acababa de arrancar la pistola de los dedos tiesos al de la camiseta sin mangas cuando de pronto se quedó sin aire. Boca de Riego había salido corriendo del coche y le había agarrado por detrás. La pistola cayó a un lado con un ruido metálico. Se desplomaron ambos sobre las piedras del suelo. Los dedos carnosos de Boca de Riego buscaban los ojos de Daggart, mientras éste luchaba por agarrar las muñecas de su asaltante.
Le incrustó un codo en la cara. Un borbotón de sangre brotó de los labios de Boca de Riego, pintando de rojo rosáceo los dientes que enseñaban su mueca. Se revolcaron por el suelo erizado de pinchos. Luchaban desenfrenadamente, golpeándose con los puños, dándose manotazos, estrangulándose, arañándose, sin perder de vista la pistola que yacía tranquilamente fuera de su alcance.
Daggart empujó la barbilla de Boca de Riego, obligándole a desviar la cara manchada de sangre. El otro se echó hacia atrás y acto seguido sorprendió a Daggart inclinándose en sentido inverso con el mismo ímpetu. Giraron ambos, rodando por completo. Cuando se detuvieron, Boca de Riego estaba arriba y, con las rodillas apoyadas sobre los bíceps de Daggart, le apretaba los brazos contra el suelo.
Se inclinó y cogió la pistola.
Daggart la agarró por un extremo. Intentó apartar el cañón, pero no tenía dónde apoyarse para hacer fuerza. A base de fuerza bruta, aquel hombre compacto como un hidrante viró la punta del arma hacia la cara de Daggart. Como una güija que buscara su norte, el cañón fue acercándose poco a poco a su mejilla.
Daggart tenía los brazos pegados al suelo. Agitaba los antebrazos, intentando desviar la pistola. Olía el aliento caliente del hombre que se inclinaba y exhibía su satisfacción con una sonrisa dentuda y sanguinolenta. La cinta adhesiva blanca que le cruzaba la cara estaba salpicada de sangre.
La pistola apuntaba a la cara de Daggart, y él no podía estirar los brazos para apartarla, ni tomar impulso para tumbar a su oponente. Miró fijamente el túnel negro y profundo del cañón y comprendió que la muerte andaba cerca. No había nada más que hacer. Y en esa fracción de segundo, antes de oír la detonación, volvió a pensar en aquel día gris y espantoso en Chicago, y lo recordó como si fuera ayer.