Capítulo 54

Aterrizó en el tejado de la primera planta, que sobresalía detrás del edificio.

Había caído unos tres metros, sobre las tejas redondeadas que descendían bruscamente desde la pared. Un trozo de barro naranja se le clavó en la mejilla. Rodó por la empinada pendiente y sólo en el último momento se volvió boca abajo y metió los dedos en el filo de una teja. Sus pies quedaron colgando por el borde del tejado. Se volvió hacia el ventanuco por el que acababa de salir. Asomó una pistola, seguida un momento después por la cara rabiosa de un hombre.

Mientras el hombre escudriñaba el tejado, bajo él, Daggart se impulsó hacia arriba y se levantó de un salto. Corrió hacia la pared de debajo del ventanuco entre una lluvia de balas. Se movió rápidamente pegado al costado del edificio, haciendo equilibrios por el tejado inclinado, resbalando y cayéndose sobre las tejas. Trozos rotos rodaban por el tejado y se estrellaban contra la acera.

Al fornido pistolero no le costó seguirle, pero el ángulo le estorbaba. Se esforzaba por meter los hombros por el ventanuco de sesenta centímetros cuadrados y sus disparos, aunque próximos, erraban con mucho el blanco. Cráteres en miniatura estallaban en el tejado mientras Daggart corría hacia un extremo del edificio. Las tejas salían despedidas y chocaban contra el cemento.

Daggart llegó al final del tejado. Se agarró al lado del edificio para parar el impulso y no caerse. Se encontró frente a la calle que bordeaba el campus. Era de noche. No había tráfico. Una única farola brillaba en una esquina distante. Una vez en la calle, sería bastante fácil perderse en el laberinto de callejones de la ciudad.

Se extrajo la esquirla de terracota de la cara y sintió que un hilillo de sangre corría por su barbilla. Poca cosa. La menor de sus preocupaciones. Se estaba preparando para saltar los tres metros que había hasta la acera cuando vio algo. Un vago movimiento al otro lado de la calle desierta. Sólo poco a poco pudo distinguir lo que estaba viendo. Era un hombre con perilla. Apuntaba hacia él. El cañón de la pistola centelleó y una bala pasó silbando junto a su oreja.

—¡Mierda!

Dio media vuelta, volvió sobre sus pasos y se abrazó a la pared, luchando por mantener el equilibrio sobre el empinado tejado. Sentía en el pómulo y la barbilla una mezcla cálida y pegajosa de tierra y sangre. A su alrededor, los disparos acribillaban la pared.

Corrió cerca de cincuenta metros, hasta el otro extremo del tejado, y de pronto se le plantearon dos opciones, ninguna de ellas apetecible: podía saltar al patio del campus y vérselas con el hombre del bigote, o arrojarse a la calle y enfrentarse con el de la perilla. Los dos iban armados. Él, no.

Una bala procedente de la calle estuvo a punto de hacerle la raya en medio. Eligió el patio interior.

Saltó hacia un rincón de la explanada. Al tocar tierra, su pie derecho chocó con el filo del bordillo. Su tobillo se torció hacia un lado, su planta hacia el otro. Oyó un fuerte chasquido y una aguda punzada de dolor atravesó su pierna. Cayó al suelo.

Un momento después se oyó el eco de unos pasos cruzando el patio. Daggart se arrojó detrás de una ringlera de arbustos, metiéndose entre su fronda baja y espinosa y la pared. Se quedó allí, pegado a la tierra negra, intentando silenciar su respiración. Sentía la hinchazón creciente del tobillo presionándole el zapato.

«Relájate. Respira».

Apareció el hombre de la pistola; se movía cauto e indeciso. Saltaba a la vista que no tenía ni idea de dónde estaba Daggart. Describió un pequeño círculo en el patio, y blandía la pistola delante de él como un ciego tentando una pared. Se detuvo de cara a los arbustos. Entornó los ojos, escudriñando los opacos matorrales.

Mirando fijamente a Daggart sin saber que le miraba, levantó la pistola del 35 y fue acercándose poco a poco a su cuerpo agazapado. Se defendió del resplandor amarillo de una farola tapándose a medias los ojos y se esforzó por ver la figura de Daggart entre el camuflaje de las hojas. Ladeó ligeramente la cabeza, aguzando el oído por si sentía a su presa.

Daggart pensaba a toda prisa. El del bigote estaba a seis metros de allí y se acercaba poco a poco, apuntándole directamente con la pistola. De no ser por el tobillo, habría podido arriesgarse a correr hasta el edificio más próximo y meterse por alguna puerta abierta mientras el pistolero disparaba como en la caseta de una feria. Pero en el estado en que se hallaba ni siquiera podía soñar con ganar corriendo al del bigote.

A cuatro metros y medio de él, el pistolero escudriñaba los arbustos. Aunque aún no estaba seguro del paradero de Daggart, no se molestaba en mirar hacia otro lado.

«Relájate. Respira».

El hombre se detuvo a tres metros. Más allá de los muros del campus chillaron las sirenas. El del bigote frunció el ceño, miró apresuradamente hacia atrás y rápidamente disparó tres ráfagas hacia el centro de los arbustos.

Por la mandíbula de Peter Dorfman corría el sudor. El sol cambiante le daba a un lado de la cara. Estaba tan absorto en lo que tenía ante los ojos que no lo notaba.

—¿Y bien? —preguntó Ana por fin—. ¿Qué opina?

—Es curioso —dijo Dorfman con la vista fija en las dos fotografías—. Y aún más curioso que Tingley se tomara la molestia de trucarlas.

—¿Alguna idea de qué significa?

Dorfman sacudió la cabeza.

—Sólo conjeturas.

Ana esperó.

—¿Como cuáles?

—La figura que introdujo Tingley es Cinteotl, el dios del maíz, un dios bastante corriente en el mundo maya. No tiene nada de polémico, nada de sorprendente. A fin de cuentas, el maíz era el cultivo fundamental de los mayas.

—Entonces, ¿por qué lo añadió?

—Es inofensivo. No llama la atención de nadie. No ofrece respuestas. Es lo que uno espera ver.

—Por eso nadie sospechó que Tingley había alterado la foto.

—Exacto.

—Pero esas figuras nuevas… —insistió ella.

Dorfman se acercó la fotografía de Daggart a la cara hasta que la tuvo a escasos centímetros de los ojos.

—La de abajo del todo es el dios descendente. Ah Muken Cab. Nada sorprendente tampoco, aunque no estoy del todo seguro de qué tiene que ver con el resto de los símbolos.

Ana señaló la última figura, la que Lyman Tingley había sustituido con tanto esmero: el símbolo del hombre y la raya. Le contó la explicación de Uzair, según la cual representaba un camino.

—¿Scott tiene alguna idea de a qué camino se refiere? —preguntó Dorfman.

Ana negó con la cabeza.

Dorfman pareció pensárselo.

—¿Y qué hay de este último? —preguntó Ana, señalando la figura que se le había resistido a Scott.

—Ése es el más problemático.

—¿Porque no lo había visto nunca?

—No, eso es lo curioso. Sí lo he visto. Lo que no veo es qué tiene que ver con Ah Muken Cab.

Ana sintió que su corazón comenzaba a acelerarse.

—¿Qué es?

Peter Dorfman se apartó de la fotografía y la miró a los ojos.

—¿Qué sabe usted del diluvio? —preguntó.

El quinto códice maya
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