Capítulo 50

Scott Daggart aterrizó en el aeropuerto de El Cairo en plena tarde del día más caluroso del año. Según las guías de viajes, las temperaturas abrasadoras de julio y agosto solían bajar en septiembre. Pero ese septiembre, no. Ese septiembre, los vientos del sur, rabiosos, pastoreaban el aire sofocante del desierto del Sáhara hasta la capital de Egipto en una estampida de calor. Nada más salir del avión y pisar el asfalto burbujeante, Daggart comprendió que hacía calor.

Mucho calor.

Cuarenta y seis grados, fácilmente. Cuarenta y ocho, quizá. Daggart excavaba en la selva mexicana todos los años: estaba acostumbrado al calor. Pero aquello parecía excesivo hasta para él.

Tras pasar por la aduana arrastrando los pies entre sudorosos y atropellados enjambres de pasajeros, salió al exterior, cegado por el reverbero achicharrante del sol. Un olor fétido y sulfuroso asaltó su nariz y casi le hizo vomitar. Era como si alguien hubiera reunido aguas residuales pútridas en gran cantidad, las hubiera cocido al sol y hubiera dejado luego que el viento dispersara aquel hedor nauseabundo.

Paró un taxi, ansioso por escapar de aquel olor nocivo y adentrarse en la ciudad.

As-salam alaykum —dijo al meterse en el asiento de atrás agachando la cabeza. Su camisa se pegó a la tapicería de cuero barato en cuanto se sentó.

Wa alaykum as-salam —contestó el conductor.

Daggart pidió que le llevara al hotel El-Nil. Uzair le había reservado una habitación allí, pensando que era un poco menos llamativo, y mucho más barato, que el Sheraton o el Hilton. A Daggart le gustaba cómo razonaba su amigo.

Mientras el taxi zigzagueaba entre el tráfico, camino del centro de El Cairo, el conductor habló poco; prefería, en cambio, poner música egipcia a un volumen ensordecedor. A Daggart no le importó. De hecho, el estruendo de las canciones le distraía gratamente del caos del tráfico. Las carreteras de El Cairo eran estrechas. Los conductores, rápidos. Los arcenes dejaban de existir. Las señales carecían de importancia. Allí donde las rayas del suelo separaban dos carriles, no había menos de cuatro coches alineados a lo ancho, circulando a velocidades que superaban con mucho los cien kilómetros por hora y cambiando de posición como si estuvieran corriendo las primeras vueltas de las 500 millas de Daytona.

Otra diferencia con el Chicago de Scott Daggart eran las mezquitas. Las cúpulas, los minaretes marrones y blancos (solitarias agujas estirándose hacia el cielo) formaban un horizonte muy distinto al que estaba acostumbrado. A pesar de que la radio sonaba estentóreamente en el asiento delantero, pudo oír la llamada a la oración procedente de los altavoces metálicos, como de hojalata, que había por toda la ciudad. Hacía años que no visitaba El Cairo, y ahora que había dejado atrás la putrefacción del aeropuerto, le alegraba comprobar que no había perdido nada de su encanto.

El taxi le dejó en su destino y Daggart se registró en el hotel, situado junto al Nilo. Aunque estaba agotado por el largo viaje, no se atrevió a echarse. Dejó la mochila sobre la cama, se guardó en el bolsillo un pequeño plano doblado de la ciudad y tomó el ascensor para bajar al vestíbulo. Al salir del hotel se encaminó hacia el norte, siguiendo el Nilo, en cuyas aguas marrones rebotaba el sol, lanzando trémulos reflejos sobre los costados de edificios cubiertos de carbonilla. Estaba exhausto, pero volver a mover las piernas le sentó bien. Incluso había algo de refrescante en aquel calor abrasador, tras pasar incontables horas encerrado en el frescor artificial del avión.

Pero también se daba cuenta de que, cuanto antes llegara a la Universidad Americana y al despacho de Lyman Tingley, antes podría regresar a México.

En su paseo por las anchas avenidas que bordean el río más famoso del mundo, respirando el aire reseco de la tarde (un aire salpicado aquí y allá por el acre y sugestivo aroma de las especias), Scott Daggart no reparó en los dos hombres blancos que, vestidos con pantalones chinos y camisetas de manga corta, se apoyaban contra la barandilla de enfrente del hotel, de espaldas al Nilo. Simulaban leer sendos ejemplares del International Herald Tribune. Uno de ellos lucía bigote canoso. El otro, perilla y pendiente de diamante. Tan pronto salió Daggart del hotel El-Nil, arrojaron los periódicos al suelo y montaron en un par de motocicletas.

Ana Gabriela entró en el atestado aparcamiento de Chichén Itzá. Era aquélla la atracción turística más visitada de Yucatán; no era de extrañar, por tanto, que los autobuses ocuparan hasta el último palmo de asfalto, vomitando nubes negras de humo de gasóleo al sofocante aire de septiembre. Ana salió del coche y siguió la serpenteante fila de turistas, avanzando entre una panoplia de vendedores ambulantes que desplegaban sobre mantas sus abigarradas mercancías a lo largo de la cuneta.

Pero en lugar de encaminarse hacia las ruinas de quince kilómetros cuadrados de extensión, viró hacia un rincón apartado, donde encontró a un equipo de arqueólogos en un pequeño claro. Trabajaban a gatas, bajo toldos de plástico azul, en una cuadrícula geométrica hecha con estacas y cordel, removiendo la tierra endurecida con pequeñas herramientas de mano y minúsculos cepillos cuyo golpeteo producía una suerte de terroso y tosco ritmo de jazz. Había casi una veintena de trabajadores, cada uno a lo suyo. Un hombre de veintitantos años, vestido únicamente con pantalones cortos, la espalda despellejándose al sol, cribaba arena con una caja provista de una malla de alambre. Una mujer en pantalones cortos y sujetador de biquini juntaba trozos de cerámica encorvada sobre una mesa de picnic. A su lado se sentaba una chica que podía haber sido su hermana gemela y que iba mojando puntas de flecha en picudos vasos de laboratorio llenos de diversas soluciones químicas.

Un hombre flaco y desgarbado, con coleta y larga barba desaliñada, iba con prisas de un grupo a otro: del de los excavadores al de los cribadores, y de éste al de los ensambladores. Vestía unos chinos cortos, muy descoloridos, y una camisa de manga corta desabrochada, con el cuello renegrido por la mugre y el sudor. Acababa de inclinarse entre la mujer que estaba reconstruyendo la vasija y la de las puntas de flecha, con una mano apoyada en el hombro de cada una. Pareció advertir la presencia de Ana sin levantar la mirada.

—Las ruinas están por allí —dijo, señalando con el pulgar en dirección contraria—. Aquí no hay nada que ver.

—No he venido por las ruinas —contestó Ana.

—Pues entonces se ha dado una caminata para nada.

—Venía a hablar con Peter Dorfman.

—¿A hablar con él de qué? —Seguía concentrado en los esfuerzos de las dos guapas doctorandas.

—Scott Daggart me sugirió que hablara con él.

El de la barba levantó la cara y fijó la mirada en ella por primera vez.

—¿Scott Daggart? ¿Y para qué quiere a Dorfman?

—Quiere que le haga unas preguntas.

—¿Y usted quién es?

—Una amiga suya.

El barbudo gruñó, se apartó de la mesa de picnic y se acercó al grupo que trabajaba a gatas. Se sacó una brochita del bolsillo de atrás y se arrodilló en el suelo, junto a los demás, dándole la espalda a Ana Gabriela.

—Tendrá que venir otro día —dijo—. Ahora mismo no está aquí.

—¿Cuándo puedo venir? —preguntó Ana.

—Cuando se hiele el infierno —masculló alguien en voz baja, y el equipo al completo se rio por lo bajo.

—Bueno, pues cuando lo vea —dijo Ana—, dígale que Scott cree saber dónde está el Quinto Códice. Y que piensa que tal vez Peter Dorfman pueda ayudarle a encontrar una pista que falta.

—Daggart llega tarde —contestó el barbudo—. El Quinto Códice ya lo encontró Lyman Tingley. Hace meses. Scott debería estar más atento a la actualidad. —Se rio abiertamente. El equipo le secundó.

—Lyman Tingley fue hallado muerto hace cuatro días. Y no hay ni rastro del Quinto Códice. Ha desaparecido. Así que yo diría que es usted quien no está al tanto de lo que ocurre.

Ana se volvió para marcharse. De los veinte trabajadores, no hubo ni uno solo que no levantara la cara de pronto al oír la noticia. Las gemelas giraron tan bruscamente la cabeza que casi les dio una tortícolis. Sobre la excavación se hizo el silencio.

El barbudo alto se levantó despacio y se sacudió la tierra de las rodillas. Se acercó a Ana con parsimonia y le tendió la mano.

—Soy Peter Dorfman.

—Lo sé —dijo ella sin molestarse en estrechársela—. Tenemos que hablar.

Dio media vuelta y se alejó del grupo. Peter Dorfman la siguió.

Eran casi las seis cuando Daggart se aproximaba al puente cairota de El-Tahrir, el más meridional de los que llevaban a la isla de Gezira. El sol era una nebulosa bola anaranjada que se hundía tras un horizonte de pardos edificios de apartamentos. Los transeúntes atascaban las aceras y en las calles colapsadas los coches minúsculos escupían un humo negro. Había vehículos por todas partes; ocupaban cada hueco libre, con los parachoques y los guardabarros pegados los unos a los otros, y era fácil comprender por qué una espesa capa de polución colgaba sobre la ciudad como una manta sin lavar.

Hasta el Nilo bullía rebosante, no de coches, sino de embarcaciones de toda forma y tamaño que cupiera imaginar. Las barcazas hendían anchos senderos en el agua azul pardusco; las lanchas de turistas volaban de un lado a otro como insectos acuáticos y saltarines, y los barcos-restaurante, siempre amarrados, bordeaban las orillas proyectando una imagen de serena estabilidad. Pero las más gratas a la vista eran, en opinión de Daggart, las falúas, con sus airosas velas triangulares y sus pequeños y recios remos, como otras tantas narices apuntando hacia arriba. Con un poco de imaginación, era fácil imaginarse aquellas antiquísimas embarcaciones llevando piedras a Giza para la edificación de las grandes pirámides.

Dobló a la derecha y al llegar a la plaza de El-Tihrar se detuvo un momento. La plaza rodeaba una gran rotonda, con el Museo Egipcio en el lado noroeste y la Universidad Americana en el lado este. Al acercarse a la desangelada entrada de la universidad, en la calle Sheikh Rehan, se fijó en que vigilaban la puerta enrejada varios guardias provistos de chalecos antibalas negros y armas semiautomáticas colgadas al hombro.

En la calle, alineadas junto a la acera, había un pelotón de elegantes limusinas negras. Treinta, al menos. El doble, quizá. Daggart se desanimó, pensando que algún acontecimiento al estilo de Hollywood estaba teniendo lugar en el campus; si así era, las medidas de seguridad habrían aumentado y a él le costaría más entrar en el despacho de Tingley.

Estaba pensando qué hacer cuando cayó en la cuenta de que las limusinas no estaban allí por ningún motivo en especial. Estaban esperando a alumnos, eso era todo. Uno a uno iban saliendo estudiantes egipcios del recinto de la universidad, buscaban el coche de sus padres y salían pitando hacia sus acaudalados hogares. Aunque no todos los alumnos tenían a su disposición un chófer para ir y venir de la universidad, saltaba a la vista que muchos sí.

Daggart se apostó en el rincón en sombras de una desconchada pared de cemento desde la que podía observar las idas y venidas. Al parecer, todos los alumnos y los empleados de la universidad llevaban una tarjeta de plástico colgada al cuello que los identificaba como miembros de la comunidad educativa. Daggart notó con desaliento que los guardias comprobaban atentamente las tarjetas. Entrar en la Universidad Americana iba a ser mucho más difícil de lo que esperaba.

Salió un grupito de alumnas hablando atropelladamente, en un guirigay salpicado de risitas y carcajadas. Cuando pasaron por su lado, Daggart pudo echar un buen vistazo a sus tarjetas plastificadas blancas y azules, antes de que se las quitaran y las guardaran en las mochilas. Daba la impresión de que, cuando abandonaban el recinto de la universidad, no querían que las identificaran como alumnas de una facultad, y menos aún de filiación americana.

Daggart tuvo una idea.

Echó mano de su cartera y hurgó en ella hasta que encontró lo que estaba buscando. Luego aguardó el momento justo.

Pasó casi media hora antes de que dicho momento se presentara y, cuando llegó (cuando un hombre con gafas, de treinta y tantos años, salió por la puerta de la universidad con un montón de libros en los brazos y echó a andar tranquilamente por la acera), Daggart tuvo que sortear las serpenteantes hileras de coches para cruzar la calle. Chocó contra el hombre con la cabeza gacha y los libros cayeron al suelo.

—Lo siento mucho —se disculpó, poniéndose de rodillas para ayudarle a recoger los manuales. Sus palabras tenían acento sureño.

—No pasa nada —contestó aquel hombre pálido. Era de complexión media, fino bigote y marcado acento británico, y tenía la expresión de pasmo propia de alguien a quien un camión acaba de embestir por detrás cuando circulaba por la carretera.

—Debería mirar por dónde voy.

—No es culpa suya —contestó el británico mientras se doblaba lentamente para recoger sus libros—. Aquí pasa constantemente. Es bastante frecuente, la verdad. La ciudad está abarrotada; hay demasiada gente.

—Ni que lo diga —dijo Daggart arrastrando las palabras—. En mi vida había visto tanta gente en un mismo sitio. Acabo de llegar de las pirámides y no daba crédito. Había más gente que en la feria de Oklahoma. Tenga. —Al alcanzar un libro que había junto a la rodilla del británico, le arrancó con la mano la identificación colgada del cuello—. Vaya, lo siento.

—Sí, bueno…

Daggart notó que estaba perdiendo la paciencia. Hasta un inglés impasible tiene sus límites.

—Espere, déjeme a mí. —Daggart recogió los libros y se los devolvió. Se incorporaron ambos y Daggart se disponía a alejarse cuando el otro le detuvo.

—Mi tarjeta —dijo el británico. Se palmeó el pecho con la mano libre, como si aquél fuera el símbolo internacional para una insignia perdida.

—Sí, claro. Perdone. —Daggart le mostró la tarjeta azul y blanca y se la deslizó en el bolsillo de la camisa.

El inglés se tocó el bolsillo, contento de poder marcharse intacto.

—Que pase un buen día —dijo mientras echaba a andar con prisa por la acera, lejos de aquel torpe americano.

—Lo mismo digo.

Un momento después, Daggart viraba hacia el camino de ladrillos que conducía a la entrada de la universidad. Uno de los guardias levantó la mano.

—¿Es necesario? —preguntó Daggart, cuyo acento sureño se había transformado de pronto en un nítido dejo británico.

—Venga —replicó el guardia, impaciente—. A ver.

—Tengo un poco de prisa. Acabo de dejarme un libro en clase y tengo que ir a buscarlo. —Daggart hizo girar los ojos para denotar su impaciencia.

El guardia extendió la mano con la palma hacia arriba. Daggart rebuscó en el bolsillo de los pantalones y sacó una tarjeta plastificada, blanca y azul. El guardia se la quitó y la miró atentamente, comparando la fotografía con la cara que tenía delante. El otro guardia toqueteaba su AK-47.

—¿Y sus gafas? —preguntó el primer guardia.

—Hoy llevo lentillas. Lo cual ha sido un error, con tanta contaminación.

—Y se ha afeitado el bigote.

—Era un ciempiés muerto, más que un bigote —repuso Daggart.

El guardia se rio.

—Usted se lo dice todo. —Le devolvió la tarjeta—. Puede pasar, Peter, pero la próxima vez llévela alrededor del cuello, no metida en el bolsillo.

—De acuerdo —contestó Daggart, sin asomo de disculpa. Conocía lo suficiente al estamento académico como para saber que normalmente eran incapaces de reconocer un despiste, cuanto más un error en toda regla.

Al entrar en el recinto amurallado del campus con el corazón a mil por hora, se alegró de guardar al menos un parecido razonable con Peter Thornsdale-White. Echaría de menos el carné de Blockbuster por el que había cambiado la tarjeta del señor Thornsdale-White, pero suponía que siempre podría sacar otro. Y ahora Peter, su nuevo amigo, podría alquilar alguna película si alguna vez iba a Estados Unidos. Una situación ventajosa para ambas partes, a su modo de ver.

Miró el reloj al adentrarse en el campus de la Universidad Americana. Era hora de ponerse manos a la obra.

El quinto códice maya
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