Capítulo 14

Dar con el interlocutor adecuado en una organización tan grande como el INAH no era tarea fácil. Mientras transferían su llamada de un auxiliar administrativo a otro, Daggart se imaginó teléfonos sonando por toda Ciudad de México: cada persona con la que hablaba le pasaba con otra. Enseguida aprendió cómo se decía en español «Ése no es mi departamento; no se retire, por favor». Finalmente, le permitieron dejar un mensaje de voz para un tal Ernesto Pulido y pidió al señor Pulido que le llamara lo antes posible en caso de que tuviera alguna información relevante respecto al proceso de autentificación del Quinto Códice.

Pasó la tarde en la biblioteca de Playa del Carmen: un edificio achaparrado de una sola planta, con techos bajos, ventiladores eléctricos de metal colocados estratégicamente por toda la sala que chirriaban al oscilar, y mesas de roble repletas de grafitos grabados en la madera. Un olor a polvo y a moho, aderezado con una pizca de limpiador con perfume a pino, impregnaba el lugar. Detrás del mostrador se afanaba un único bibliotecario: un hombre mayor y encorvado, con guayabera y expresión de sospecha.

Daggart pasó casi tres horas hojeando diversos manuscritos relativos a la Cruz Parlante, cuyas páginas quebradizas lanzaban nubes de polvo mohoso a aquel aire sonámbulo y rancio. Descubrió que el culto a la Cruz Parlante surgió en 1847 a raíz de la guerra de Castas, una revuelta de los mayas contra el gobierno. Aunque desde el principio mismo del conflicto los mayas se hallaron en franca desventaja tanto en efectivos humanos como en armas (sus arcos y flechas no podían competir en ningún caso con el poderoso ejército mexicano), se las ingeniaron para prolongar la guerra.

Obligados a retroceder una y otra vez, se reagruparon en un lugar llamado Chan Santa Cruz. Fue allí, cuando se hallaban desesperados y a un paso de la derrota, donde ocurrió el milagro: una pequeña cruz cubierta con una especie de casulla y colocada sobre un altar les habló en su lengua materna, exhortándolos a la victoria. Nadie sabía si había sido magia o intervención divina, pero el caso fue (y había cientos de testigos que aseguraban haberlo oído) que la cruz habló. Y que los animó a seguir luchando.

Los mayas no necesitaron oír nada más.

La noticia se difundió en un abrir y cerrar de ojos y los mayas retomaron la revuelta en mayor número que antes. De pronto, los cruzoob, los seguidores de la cruz, se convirtieron en una fuerza que tener en cuenta. Aunque el enemigo seguía siendo muy superior en número, los rebeldes no sólo resistieron, sino que vencieron en algunas batallas de importancia clave. Y empezaron a convencerse de que podían ganar la guerra.

La superioridad en armas y efectivos podía muy poco contra la tenacidad pura y dura y las peculiaridades del terreno. Los cruzoob lograron mantener en jaque a las fuerzas del gobierno durante décadas, escabulléndose en los bosques oscuros e impenetrables cada vez que se aproximaban bandas de soldados.

No necesitaban matar a muchos mexicanos para ser efectivos. El elemento clave, como afirmaba un estudioso en una de las publicaciones que leyó Daggart, era su refinada habilidad para la intimidación. Cada vez que mataban a un enemigo en combate, marcaban el cadáver de tal forma que su visión infundiera temor en los camaradas del soldado muerto. A veces le extraían el corazón: una táctica tan eficaz que el enemigo empezó a tenerlos.

Pero tras cincuenta años en guerra, los cruzoob se rindieron de pronto, misteriosamente. Nadie sabía a ciencia cierta por qué abandonaron la lucha, y cundió el rumor de que la Cruz Parlante se había callado. Otros disentían y aseguraban que la cruz seguía hablando, pero que había ordenado a los mayas deponer las armas. Fuera como fuese, el gobierno se apropió de sus territorios ancestrales.

Después de la rendición de los mayas no volvía a haber referencias a la Cruz Parlante. Ni de científicos, ni de historiadores, ni de arqueólogos. Ni de nadie. Aparentemente, hacía más de un siglo que había dejado de existir.

Daggart apartó su silla de la mesa. El flexo proyectaba un cono de luz sobre las páginas de su cuaderno amarillo, cubiertas de notas. ¿A qué se debía el resurgimiento de la secta?, se preguntaba. ¿Y por qué en ese momento? ¿Y cuál era su vínculo (si es que había alguno) con el Quinto Códice?

Notó que el enjuto bibliotecario le observaba entre curioso y desconfiado. El hombre apartó la mirada cuando sus ojos se cruzaron. Daggart recogió sus notas y salió a la calle, sorteando gotas de lluvia bajo el toldo de la entrada. Abrió su teléfono móvil y marcó un número.

Avanzaban por un camino de tierra que simulaba ser una carretera. El sol declinaba y la lluvia había cesado. Las palmas chorreantes de los bananos golpeaban el todoterreno, que traqueteaba entre baches llenos de charcos embarrados, y los pájaros cantaban sus tonadas. A Daggart nunca dejaba de asombrarle que, en el espacio de unos pocos kilómetros, pudiera pasarse del mundo oceánico de los pelícanos y los cormoranes a una jungla repleta de loros y guacamayos, cuyos chillidos rebotaban en los árboles.

Daggart y Alberto, en cambio, apenas hablaban. No sabían qué esperar. Pero una cosa estaba clara: Daggart tenía que ver por sí mismo la excavación de Lyman Tingley.

El yacimiento de Tingley se hallaba en un lugar aún más recóndito que el suyo. Para llegar a él había que tomar una serie de bruscos desvíos por pistas que sólo existían para los ojos atentos de quien las buscaba. Costaba creer que, hasta dos días antes, Lyman y sus colaboradores hubieran recorrido diariamente aquel trayecto. Daggart tenía la impresión de que la selva ya se había apoderado del camino, lo mismo que se había apoderado de las ruinas mayas. Se estimaba que sólo un diez por ciento de los vestigios de la cultura maya había visto la luz. El otro noventa por ciento seguía escondido, enmarañado entre las garras avarientas de la vegetación del bosque.

Daggart y Alberto se zarandeaban, moviéndose de un lado a otro al compás del vehículo. Alberto sostenía el GPS en alto como si fuera la varita de un zahorí. Pero el GPS era una cosa, y la falta de carreteras otra. De cuando en cuando, Daggart tenía que aminorar la marcha y escudriñar el denso follaje en busca del camino. La visibilidad acababa a una distancia de diez metros. Más allá, todo era un manchón verde. A veces se pasaban un desvío y tenían que dar marcha atrás por senderos de un solo carril.

Daggart no había sido del todo sincero con los dos inspectores. En realidad, sabía dónde estaba la excavación de Tingley. Hacía años que no iba por allí, y los caminos le eran completamente desconocidos, pero contaba con que algún pálido jirón de su memoria le sirviera de guía. Con eso y con las coordenadas del GPS, que conservaba en su cuaderno de trabajo.

Sabía dónde estaba el yacimiento porque se suponía que era suyo.

Había cometido el error de decirle a Lyman Tingley que estaba considerando la posibilidad de excavar allí, y en cuanto se descuidó su mentor rellenó los papeles del INAH reclamando su titularidad. Daggart se quedó atónito. No entendía cómo alguien podía dar al traste con tantos años de tutela y amistad por un trozo de tierra. Uno de los cientos (de los miles) que había en Yucatán. No tenía sentido.

Ése era otro motivo de perplejidad para Scott Daggart. Aunque apenas había empezado a explorar el yacimiento, no vio en él nada por lo que mereciera la pena traicionar a un amigo. Pero si era allí donde Tingley había descubierto el Quinto Códice, él estaba en un error: el yacimiento era mucho más valioso de lo que había sospechado.

Pero ¿cómo era posible que Lyman Tingley hubiera intuido su valor desde el principio? Sin visitarlo siquiera, con sólo oír su descripción, Tingley rellenó la documentación necesaria en Ciudad de México. ¿Cómo sabía que el yacimiento era tan importante? ¿Era, simplemente, por su erudición? Aquellas preguntas habían importunado a Daggart durante años.

Como dos ratas en un laberinto, Daggart y Alberto tomaron una serie de desvíos equivocados, probando un sendero tras otro con la esperanza de que el siguiente los condujera a la recompensa que esperaba en el centro del laberinto. Casi siempre acababan en un camino cortado y Daggart tenía que meter la marcha atrás y retroceder por el angosto sendero. Los numeritos de la pantalla del GPS les decían cuándo se acercaban y cuándo se alejaban de su objetivo.

Daggart paró el vehículo de golpe cuando estuvieron a punto de chocar con un árbol caído que bloqueaba el camino. Alberto hizo una mueca. Enfadado, Daggart se apeó de un salto y dio una fuerte patada al tronco.

—¡Maldita sea! —gritó, y su voz interrumpió a los pájaros, que un momento después retomaron su canto.

Estaba a punto de volver al todoterreno cuando miró más allá del árbol. Al ver que algo más lejos se prolongaba un sendero (apenas una vereda, en realidad), su cara se contrajo en una sonrisa.

—Claro —dijo, más para sí mismo que para Alberto.

—¿Claro qué?

—Lo había olvidado.

—¿El qué? —Alberto se esforzaba por comprender.

—Tingley me confesó una vez que, cuando encontraba un yacimiento, siempre retrocedía unos cien metros y mandaba a sus hombres que derribaran unos cuantos árboles para cortar el paso. Así daba la impresión de que hacía décadas que nadie pasaba por allí y de que no había absolutamente nada que mereciera la pena ver.

—Un hombre muy astuto.

—Sí, lo era —dijo Daggart, y le pareció extraño hablar de él en pasado.

Volvió al vehículo y cogió una pequeña cámara.

—Vamos —le dijo a Alberto—. Es aquí.

Alberto se bajó del todoterreno para reunirse con su amigo. La humedad había aumentado con el aguacero vespertino y la reaparición del sol, y al pasar por encima del primer árbol caído el sudor brillaba ya en la piel de ambos. Tuvieron que tirarse de las camisas pegadas a la espalda.

A Daggart siempre le sorprendía lo blanda que podía ser la tierra. Aquella parte del país era de caliza en un setenta por ciento, pero la tierra podía ser sorprendentemente mullida al pisarla, como las praderas de un campo de golf. Daggart atribuyó su húmeda blandura a la densa maleza que crecía en aquella zona. Las hojas y la madera podrida acumuladas durante generaciones habían formado una alfombra esponjosa. Daggart sabía también, sin embargo, que la tierra se habría secado con la rapidez de una playa si el dosel de los árboles no hubiera actuado como quitasol.

Salvo los graznidos y trinos solitarios de algún que otro pájaro aislado, la selva parecía singularmente callada. Daggart se sentía extrañamente incómodo, tal vez porque era última hora de la tarde (la hora del día a la que los arqueólogos solían recoger sus cosas y regresar a la ciudad), o quizá porque se encaminaba a la excavación de otro.

Pasaron junto al cadáver putrefacto de un ciervo, y un avaricioso enjambre de moscas se levantó de los huesos sanguinolentos para posarse de nuevo un instante después, esparciéndose entre los restos en negros manchones. Sus cuerpos hinchados por el festín emitían un zumbido constante y siniestro. Daggart se preguntó si habría sido el propio Tingley quien había puesto allí el cadáver fétido del ciervo para ahuyentar a los intrusos. No le habría extrañado, tratándose de él.

Pensó de pronto en el chupacabras, un ser legendario de las selvas mexicanas. Cuando por las noches moría algún animal, los campesinos aseguraban que aquella criatura le había chupado la sangre mientras dormían. Daggart sabía muy bien que el chupacabras (al que, claro está, nadie había visto nunca) sólo habitaba en mitos y leyendas. Pero aun así, cuando pasaron junto al ciervo en descomposición tuvo la clara impresión de que estaban siendo observados. Ignoraba si por el espíritu de Lyman Tingley o por el propio chupacabras.

Era consciente de que mucho de su desasosiego se debía a la exhortación de Lyman Tingley: «Si algo me ocurriera, nuestra única esperanza es que tú lo consigas primero». Y mientras Alberto y él espantaban enormes moscas que zumbaban y recorrían de puntillas los cincuenta metros que los separaban del yacimiento, aún no tenía claro cómo cumpliría ese objetivo, ni por qué motivo.

Se le aceleró el pulso al darse cuenta de que se acercaban al lugar en el que Tingley había descubierto el Quinto Códice. Hacía años que no iba por allí; sólo podía imaginar, por tanto, cómo serían las ruinas descubiertas por su mentor, unas ruinas que albergaban un documento de tal importancia. Por su cabeza desfilaron fugazmente visiones de palacios en ruinas y pirámides cubiertas de follaje, de caminos de losas y arcos de piedras angulares. Como John L. Stephens y Frederick Catherwood casi dos siglos antes que él, esperaba ver en cualquier momento los vestigios cubiertos de enredaderas de una antigua metrópoli.

Al llegar junto al último grupo de palmas, Alberto y él se miraron un momento. Alberto apartó las hojas redondeadas y húmedas de un banano y salió a la excavación de Lyman Tingley, seguido inmediatamente por Scott Daggart. Enseguida quedó claro que las expectativas de Daggart, fueran cuales fuesen, iban completamente desencaminadas. Aquello no era una gran urbe. Apenas era una aldea.

Tal y como recordaba Daggart, se veían los restos de dos edificios cuyas paredes derruidas formaban grandes montones de piedras. Figuras geométricas limpiamente trazadas señalaban los cimientos de otras seis edificaciones de cuya existencia no quedaba ningún otro indicio. Un pequeño círculo de piedras representaba un antiguo pozo. Había además tres tumbas de escasa profundidad, ya vacías, delimitadas mediante estacas y rodeadas con cordel, así como un cobertizo que Lyman había construido apresuradamente a un lado del yacimiento para guardar herramientas. Un trozo medio roto de chapa ondulada le servía de tejado.

—¿Esto es? —preguntó Alberto. Evidentemente, esperaba algo más, lo mismo que Daggart.

Éste asintió con la cabeza.

—¿Y llevaba un par de años trabajando aquí?

—Más, en realidad.

Alberto silbó suavemente. Comparada con aquélla, la excavación de Daggart estaba mucho más avanzada. Aunque eso se había encargado de arruinarlo cierta topadora.

Alberto formuló la pregunta que ambos tenían en mente.

—¿De verdad encontró aquí el Quinto Códice?

—Cuesta creerlo, ¿verdad?

—Tú lo has dicho, no yo.

Pero, al mirar alrededor, Daggart vio una diferencia notable respecto a su visita anterior. Tapado en parte por el follaje e incrustado en una especie de cráter excavado, como un misil enterrado a medias, asomaba de la tierra hasta una altura aproximada de un metro y medio un monumento de caliza en forma de prisma cuyos cuatro costados estaban cubiertos de jeroglíficos tallados en la roca. Aquello sí que era un hallazgo.

Daggart comprendió de pronto cuál había sido la prioridad de Lyman Tingley.

—¿Eso es lo que creo? —preguntó Alberto.

—Una estela, sí.

—No sabía que se parecieran tanto a las lápidas.

Daggart se acercó lentamente al monolito de caliza. A pesar de que se inclinaba hacia un lado como la torre de Pisa, estaba en perfecto estado. Incluso se veían restos de la pintura roja que los mayas habían empleado en su decoración.

Daggart pensaba aceleradamente mientras se aproximaba a la estela. Encontrarse con una era poco menos que un milagro, sobre todo en un lugar tan alejado de una ciudad importante. Las estelas solían colocarse al pie delas pirámides de los grandes centros ceremoniales, no en minúsculas aldeas compuestas por media docena de edificios. Eran muy difíciles de transportar, a fin de cuentas, y se creía que los mayas utilizaban un complicado sistema de cuerdas y troncos sólo para sacar los bloques de caliza de las canteras.

¿Había sido aquella estela lo que había empujado a Tingley a apoderarse del yacimiento? Si así era, ¿cómo sabía que estaba allí? Una cosa era evidente, en todo caso: Lyman Tingley había hecho un descubrimiento mayúsculo. En el mundo de la arqueología, el hallazgo de una estela maya sólo cedía en importancia a la aparición de una pirámide largo tiempo enterrada.

O al Quinto Códice.

Junto a la estela había una ceiba caída; Alberto pasó la mano por su corteza espinosa. Era un árbol descomunal para la península de Yucatán: desparramado sobre el suelo de la selva, medía casi quince metros de largo.

—¿El Gregory? —preguntó Alberto.

—Eso parece.

El otoño anterior, el huracán Gregory había golpeado Yucatán llevando consigo lluvias torrenciales y vientos atronadores. La tormenta, saltaba a la vista, había arrancado aquel árbol gigantesco como si fuera el corcho extraído de una botella de vino. Sin duda sus raíces habían circundado la estela durante generaciones: sólo la furia de un huracán de categoría tres había podido desenterrar lo que durante siglos había permanecido escondido.

Daggart podía imaginarse la primera visita de Tingley a la excavación después del huracán. Eso sí que era un golpe de suerte.

—No lo entiendo —dijo Alberto—. En ese artículo, el señor Tingley decía que una estela le había ayudado a encontrar el Quinto Códice, pero no que la estela estuviera aquí.

—Creo que lo hizo a propósito.

—¿Por qué?

—Porque el anuncio del descubrimiento de una estela habría sido como extender una invitación a saqueadores y buscadores de tesoros.

—Anuncia que ha descubierto el Quinto Códice, pero no menciona la existencia de una estela.

—Exacto.

—Para que nadie tenga la tentación de visitar el yacimiento.

—Eso es.

—Muy astuto —dijo Alberto con reticente admiración.

—No tanto, por lo visto. —¿De qué le había servido a Tingley todo aquel enredo de fábula? Al final, le habían dejado tirado en una playa para que se pudriera como un pescado.

Daggart recordó el breve artículo y las fotografías que Tingley había publicado en el National Geographic. De su lectura había deducido que la estela estaba en una de las grandes ciudades mayas y que sus jeroglíficos indicaban el camino hacia aquellas ruinas. En ningún momento tuvo la impresión de que la estela estuviera allí. Ahora comprendía que eso era justamente lo que se proponía Tingley.

—No me extraña que la excavación esté tan descuidada —comentó Alberto mirando a su alrededor—. Puso todas sus energías en esta estela.

—Es lo que habría hecho yo. —Estaba a punto de tocar la piedra cuando se detuvo de pronto. Había algo que le inquietaba, una idea vaga e insidiosa que le rondaba por la cabeza con la misma insistencia con que las moscas volaban alrededor del cadáver en descomposición.

Alberto notó su cambio de actitud.

—¿Qué pasa? —preguntó.

Daggart no supo qué responder. Ignoraba qué era lo que le inquietaba. Un momento después, lo entendió súbitamente: no era lo que veía, sino más bien lo que no veía.

Al recorrer el yacimiento con la mirada, se dio cuenta de que no había huellas de pisadas. Ni rastro de herramientas. El burdo cobertizo, con su tejado de chapa, estaba manifiestamente vacío. Allá donde mirara, pequeños retoños de vegetación asomaban de la tierra desbrozada, y hasta los hierbajos que salían del cráter amenazaban con asfixiar la estela como sierpes. La selva ansiaba recuperar lo que antes había sido suyo.

A Daggart se le aceleró el corazón. Comprendió que estaban en medio de un yacimiento abandonado. Nadie había puesto el pie allí desde hacía semanas, incluso meses, quizá.

Así pues, si Tingley no había estado allí ese verano, ¿dónde demonios se había metido? ¿Y qué había estado haciendo?

El quinto códice maya
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