Capítulo 43

Heather/Amy/Michelle se había quedado por fin dormida y Frank Boddick se sentía magnánimo. Su joven admiradora se lo había pedido, y él se lo había dado. Cuatro veces, de hecho. Todas ellas sin necesitar Viagra ni ningún otro invento contra la disfunción eréctil, muchísimas gracias. Se puso unos calzoncillos y salió sigilosamente del dormitorio, cerrando la puerta a su espalda. Admiró el reflejo de sus abdominales al pasar ante el espejo del pasillo.

Cogió el iPhone y miró los mensajes. Había cinco: dos de su agente, uno de su relaciones públicas, uno de su administrador y el que estaba esperando. Los otros cuatro podían esperar. Era el último el que quería oír.

—Hola, señor Boddick, lamento molestarle —dijo la voz con cierta indecisión—, pero tengo esa información que me pidió. —Justine. Su nueva ayudante. Después de buscar a conciencia, Frank la había encontrado en un colegio mayor de Arizona y le había ofrecido un trabajo. Justine no podía estar más agradecida ni más asombrada. Aún le llamaba «señor Boddick». La verdad es que tenía su gracia. Y estaba dispuesta a hacer cualquier cosa, todo lo que Frank le pidiera. Justo como a él le gustaba.

—He llamado a todos los hospitales de San Diego, como me pidió —prosiguió Justine—, y en ninguno figura la novia de Del. Luego la llamé a su apartamento y hablé con ella en persona, y está bien. No está enferma ni nada parecido. Así que imagino que es absurdo mandarle flores, ¿no? Avíseme si quiere que haga algo más.

Frank borró el mensaje y dio unos golpes con el teléfono sobre la palma de su mano, violentamente. La novia de Del no estaba en el hospital. Ni siquiera estaba enferma. Del Weaver, al que había rescatado de la cárcel del condado de Los Ángeles como a un perro callejero y que prácticamente babeaba de gratitud por él, le había mentido. Y si había algo que Frank Boddick no podía tolerar era que le mintieran. Sobre todo, alguien en quien confiaba.

—Muy bien —dijo en voz alta, como si Del Weaver estuviera allí, con él en la habitación—. Si es a eso a lo que quieres jugar, se hará como tú quieres. Adiós, Del.

Scott Daggart y Del Weaver llegaron al desvío de la cabaña de Daggart cuando la niebla empezaba a desaparecer. Los primeros tonos sonrosados del amanecer pintaban las copas de los árboles. La homérica aurora de rosados dedos, recordó Daggart sin saber por qué. Él había tenido su propia odisea. Hacía casi treinta y seis horas que no aparecía por casa, desde que se marchó al hotel de Lyman Tingley.

—Entonces ¿quién era el de Tulum? —preguntó Del. Iban dando tumbos por el estrecho camino—. El de la pistola y los ojos de tiburón.

—El inspector Careche, de la policía de Quintana Roo.

—Yo diría que no le tiene mucho aprecio.

—Eso es quedarse corto. Cree que les estoy ocultando información.

—¿Y es verdad?

—¿Usted qué cree?

Del Weaver sonrió enseñando los dientes.

—Bienvenido al club. Claro que yo sólo tengo que preocuparme por Right América. Usted tiene también a los cruzoob y a la policía mexicana.

—Gracias por el voto de confianza —dijo Daggart.

Del Weaver detuvo el coche al borde de la cabaña y luego le dio la vuelta para que el morro mirara en la dirección por la que habían venido.

—¿Por qué ha hecho eso? —preguntó Daggart.

—Por si tenemos que salir a toda leche. —Al ver la mirada de Daggart, añadió—: Conozco a Right América.

Apagó el motor y sacó su pistola del calibre 45.

—Espere un segundo —dijo, y quitó el seguro. Salió del coche y miró a su alrededor empuñando el arma con los brazos tiesos. Un manto de bruma pasajera acechaba entre los árboles, apretándose contra las ramas de modo que las hojas goteaban con una cadencia de lluvia.

—De acuerdo —dijo al fin.

Daggart salió del coche y se acercó a la cabaña. Abrió la puerta mientras Del montaba guardia.

—Buenas noticias —dijo Daggart, enseñándole un pelito como si fuera un tesoro—. Nadie ha entrado por aquí.

Del cerró la puerta a su espalda y corrió el cerrojo. Acercándose a las puertas correderas de cristal, se asomó a la mañana neblinosa.

—¿Ve algo? —preguntó Daggart.

—Sigue habiendo mucha niebla.

Daggart abrió la puerta de la nevera. Un aire denso y frío cayó al suelo de baldosas.

—¿Qué hace? —preguntó Del.

—Coger mi pasaporte.

—¿Lo guarda en la nevera?

—Si fuera un ladrón, es el último sitio donde miraría.

Del asintió con la cabeza, admirado.

Mientras Daggart sacaba un recipiente de helado vacío, Del se fijó en la casa de una sola habitación. Suelo de baldosas. Paredes encaladas. Vigas de madera a la vista. Techado de hojas de palma.

Daggart restregó el humeante pasaporte azul contra la pernera de su pantalón hasta sacarle brillo.

—Dichoso hielo.

Del señaló el montón de cartas que había junto a su cama.

—¿Manuscritos antiguos? —preguntó.

—Podría decirse así. —Las cartas de Susan, aunque Del no lo sabía. Y sí, en lo que a él respectaba, eran tan valiosas como cualquier manuscrito, antiguo o no. Estaba a punto de añadir algo cuando una serie de sordas detonaciones acribilló el silencio. Pfft, pfft, pfft.

Daggart reconoció enseguida aquel sonido.

—¡Agáchese! —Se abalanzó sobre Del y le tiró al suelo. Las balas traspasaron las puertas de cristal y se incrustaron en la pared del fondo. Daggart volcó una mesa y ambos se agazaparon tras ella. Las puertas estallaron en una ráfaga de veloces y entrecortados estampidos.

Los disparos cesaron.

—¿Está bien? —preguntó Daggart.

Del Weaver asintió con un gesto.

—Creo que sí. —Estaba pálido, respiraba con esfuerzo—. ¿Cree que se habrán quedado sin munición?

—Lo dudo. Parece un Kalashnikov. Seiscientas descargas por minuto. En todo caso estarán volviendo a cargar.

—Estupendo.

A diferencia de Del, Scott Daggart estaba tranquilo, sereno. Sus años de entrenamiento militar estaban surtiendo efecto. Las palabras de Maceo Abbott: «Relájate. Respira».

Echó un vistazo al otro lado de la mesa, hacia el hueco abierto donde antes se alzaban las puertas de cristal.

—Los disparos venían de esos mangles de la orilla.

—¿Y qué hacemos? —preguntó Del.

—Si sólo hay un tirador, no pasa nada.

—¿Y si hay más de uno?

Daggart entornó los ojos.

—Las cosas se pondrán un poco más peliagudas.

Las balas acribillaron la cabaña, haciendo estallar un montón de platos y fuentes. Se cubrieron la cabeza mientras los trozos de cerámica blanca arreciaban sobre el suelo.

—¿Tiene más cargadores de la 45? —preguntó Daggart.

—En el coche. Así que sólo tenemos estos quince disparos. ¿Será suficiente?

Daggart dijo que sí con la cabeza.

—Si los usamos bien. —No era la primera vez que se encontraba en un atolladero. Algo sabía de probabilidades en contra y de cómo vencerlas. Aun así, de haber podido elegir, habría preferido estar en el lugar del otro.

Más balas, más lluvia de cerámica. Del le pasó la semiautomática. Al cogerla, a Daggart le sorprendió sentirla tan familiar. Memoria muscular.

—Algo me dice que tiene experiencia manejando estos chismes —dijo Del.

—La tenía.

Ahora venía lo más difícil. Controlar la adrenalina. Dominar la respiración. Aquietar el latido del corazón. Se recordó que no era la primera vez que se enfrentaba a aquel estado de estrés. En Somalia había aprendido a manejarse en combate mientras una docena de señores de la guerra intentaban derribar su Blackhawk. Al menos Del y él no tenían que vérselas con lanzagranadas.

—¿Se le ocurre algo? —preguntó Del.

—Voy a cubrirle. Usted vaya al coche. Pite cuando pueda reunirme con usted.

—¿Y si es una emboscada? ¿Y si están vigilando el camino de la autopista?

Daggart sonrió agriamente.

—Confío en que no sean tan listos.

Un ascua anaranjada que arrastraba un pequeño pañuelo de humo cayó flotando al suelo. En ese mismo momento Daggart y Del miraron hacia arriba. Media docena de minúsculas fogatas ardían en el techo de palmas, prendiendo las hojas secas. De pronto había agujeros.

«Son más listos de lo que pensaba», pensó Daggart.

Se volvió hacia Del.

—¿Preparado?

Del asintió con una inclinación de cabeza y se sacó del bolsillo las llaves del coche.

—A la de tres —dijo Daggart—. Uno. Dos.

Dijo «tres» gesticulando sin emitir sonido y se irguió por encima de la mesa volcada, usándola como barricada mientras hacía seis disparos en dirección a los manglares. Del gateó hasta la puerta y desapareció fuera. Daggart se agachó y pegó la espalda a la mesa mientras una ráfaga de balazos dejaba sus cicatrices en la pared.

Bolas de humo negro descendían girando, llenaban la cabaña de una bruma oscura y densa. Trozos de palma ardiendo caían al suelo hasta que el aire estuvo en llamas, naranja y rojo. Daggart se subió el bajo de la camisa y se tapó la boca.

Las balas seguían levantando esquirlas en la cabaña, pasaban silbando junto a las orejas de Daggart con chillidos airados. Hincó una rodilla y disparó a ciegas hacia el humo y la niebla.

Era lo mejor que podía hacer, dadas las circunstancias. Luego se tumbó en el suelo, aplastándose contra las baldosas calientes al tiempo que una sinuosa oleada de humo llenaba la habitación. Fuera sonó el claxon del coche.

Daggart se levantó tosiendo, a gatas. Estaba a punto de echar a correr cuando se acordó de las cartas de Susan, escritas para él a lo largo de todos aquellos años. Su salvavidas. Su último lazo tangible con el amor de su vida.

El claxon sonó de nuevo.

La cabaña ardía con rabia. El humo surgía del techo en oleadas y las llamas lamían la niebla de primera hora del día. La madera gruñía mientras el fuego pasaba danzando de una viga a la siguiente. Un calor abrasador abofeteaba su cara. Sobre él caían, como un chaparrón de ceniza y llama, chispas incandescentes. No había modo de alcanzar las cartas. Si no le mataban las balas, le mataría el fuego.

El claxon sonaba insistente. El fuego se embravecía.

«Lo siento, Susan».

Tapándose la boca, se puso en pie y salió corriendo.

Del tenía el motor en marcha y la puerta del copiloto abierta. Daggart apenas había puesto un pie en el coche cuando Del pisó a fondo el acelerador y salieron pitando camino abajo. Con los antebrazos apoyados en el filo de la ventanilla, Daggart fijó la mirada en la selva rastrera y agobiante, buscando indicios de otros asesinos. No vio ninguno. Habían tenido suerte. Esta vez, sólo había un pistolero.

Mientras avanzaban a toda velocidad hacia la autopista, Daggart se dio la vuelta y vio desplomarse las vigas de madera y evaporarse su minúscula cabaña entre puntiagudas llamaradas de color naranja.

Pero lo que veía, claro está, era un pequeño y grueso fajo de cartas atado con un cordel, las llamas pelando los sobres y dando dentelladas a las palabras hasta que dejaron de existir. Era como si nunca se hubieran escrito. Como si la pluma nunca se hubiera acercado al papel.

Por irracional que pareciera, aquello fortaleció su empeño de encontrar el Quinto Códice.

Y de vengarse después.

El quinto códice maya
cubierta.xhtml
sinopsis.xhtml
titulo.xhtml
info.xhtml
Section0001.xhtml
Section0002.xhtml
Section0003.xhtml
Section0004.xhtml
Section0005.xhtml
Section0006.xhtml
Section0007.xhtml
Section0008.xhtml
Section0009.xhtml
Section0010.xhtml
Section0011.xhtml
Section0012.xhtml
Section0013.xhtml
Section0014.xhtml
Section0015.xhtml
Section0016.xhtml
Section0017.xhtml
Section0018.xhtml
Section0019.xhtml
Section0020.xhtml
Section0021.xhtml
Section0022.xhtml
Section0023.xhtml
Section0024.xhtml
Section0025.xhtml
Section0026.xhtml
Section0027.xhtml
Section0028.xhtml
Section0029.xhtml
Section0030.xhtml
Section0031.xhtml
Section0032.xhtml
Section0033.xhtml
Section0034.xhtml
Section0035.xhtml
Section0036.xhtml
Section0037.xhtml
Section0038.xhtml
Section0039.xhtml
Section0040.xhtml
Section0041.xhtml
Section0042.xhtml
Section0043.xhtml
Section0044.xhtml
Section0045.xhtml
Section0046.xhtml
Section0047.xhtml
Section0048.xhtml
Section0049.xhtml
Section0050.xhtml
Section0051.xhtml
Section0052.xhtml
Section0053.xhtml
Section0054.xhtml
Section0055.xhtml
Section0056.xhtml
Section0057.xhtml
Section0058.xhtml
Section0059.xhtml
Section0060.xhtml
Section0061.xhtml
Section0062.xhtml
Section0063.xhtml
Section0064.xhtml
Section0065.xhtml
Section0066.xhtml
Section0067.xhtml
Section0068.xhtml
Section0069.xhtml
Section0070.xhtml
Section0071.xhtml
Section0072.xhtml
Section0073.xhtml
Section0074.xhtml
Section0075.xhtml
Section0076.xhtml
Section0077.xhtml
Section0078.xhtml
Section0079.xhtml
Section0080.xhtml
Section0081.xhtml
Section0082.xhtml
Section0083.xhtml
Section0084.xhtml
Section0085.xhtml
Section0086.xhtml
Section0087.xhtml
Section0088.xhtml
Section0089.xhtml
Section0090.xhtml
Section0091.xhtml
Section0092.xhtml
Section0093.xhtml
Section0094.xhtml
Section0095.xhtml
Section0096.xhtml
Section0097.xhtml
Section0098.xhtml
Section0099.xhtml
Section0100.xhtml
Section0101.xhtml
notas.xhtml