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Serena estaba de pie junto a la estatua de bronce del moribundo Aquiles. Se había quitado la parka del Ártico y se había puesto un vestido de Vera Wang que dejaba la espalda al descubierto. A su izquierda tenía a Roman Midas, precisamente el hombre al que había ido a ver y que representaba la puerta trasera de entrada a Rusia para el grupo Bilderberg. A su derecha tenía al general Michael Gellar, de Israel. Ninguno de aquellos dos hombres se sentía particularmente contento con el otro. En esencia, Gellar había acusado a Midas de proporcionarle uranio a Irán; uranio con el cual los rusos habían construido para ellos un reactor nuclear que los reactores israelíes acababan de bombardear un mes antes. Por esa razón los mulás de Teherán amenazaban con atacar Israel a través de sus apoderados, los palestinos, desde Gaza y Cisjordania.

—Cualquier ataque directo sobre Jerusalén o sobre Tel Aviv será interpretado como una invitación a dar una respuesta devastadora al mismísimo Teherán —dijo Gellar con su angulosa cara de halcón, que parecía recortada de la roca de Masada—. Israel tiene derecho a existir y a defenderse.

Serena miró a Midas, que echó un trago de vodka con calma y asintió. Los miembros del grupo la habían invitado para que hiciera el papel de mediadora vaticana en la sombra. Querían evitar la última crisis de Oriente Medio. Pero Serena quería además quedarse a solas con Midas para presionarlo a propósito del tema de las minas del Ártico.

—Como ya sabes, general Gellar, yo no soy más que un ruso expatriado y a menudo estoy reñido con mi patria —declaró Midas con un acento británico tan extraño y afectado, que por un momento le hizo pensar a Serena que pertenecía al equipo técnico de montaje electrónico de Coldplay y que viajaba con ellos en sus giras—. Puedo asegurarte por mi experiencia personal que los que tienen el poder ahora en Rusia son unos delincuentes. El gobierno mismo es una organización criminal como la mafia. Cualquier pretexto les sirve para atacar a Israel a través de sus aliados, los árabes. Si Israel ataca Teherán, le estará dando una excusa. Y entonces, ¿qué vamos a hacer? ¿Lanzar una bomba nuclear sobre Moscú?

—Si nuestra existencia como estado está en peligro, no te quepa duda, amigo mío —confirmó Gellar.

—Entonces Rusia atacará América y se producirá el Armagedón —dijo Midas—. No habrá más petróleo. Y a mí se me acabará el negocio.

El comentario de Midas pretendía ser una broma, así que Gellar esbozó una sonrisa a regañadientes.

Al ver que se le brindaba la oportunidad, Serena hizo su movimiento sin apartar la vista de Midas.

—Pues yo he oído decir que siempre quedará el petróleo del Ártico.

—Me temo que el hielo también cuenta —contestó Midas—. Aunque yo, desde luego, si se pudiera perforar y embarcar, no tardaría ni un segundo en llegar allí y ponerme manos a la obra. Sería el quinto campo petrolífero más grande del mundo.

—¿Y qué me dices del daño al medio ambiente?

—Eso es discutible —dijo Midas—. Para cuando estuviéramos preparados para perforar el fondo del mar, el casquete de hielo ya se habría derretido por completo y solo necesitaríamos petróleo para la poca civilización que quedara en pie después de la inundación global —explicó Midas, al que pareció ocurrírsele una última idea y añadió—: ¡El calentamiento global es una verdadera tragedia!

—Pero no tiene ninguna relación con el consumo del combustible fósil en forma de petróleo, ¿verdad?

Midas sonrió y cambió de tema de conversación.

—Esa medalla —dijo Midas, que pareció ver entonces la moneda romana que colgaba sobre las lentejuelas del cuello de Serena—, ¿qué es?

—Ah, es una moneda de la época de Jesús —contestó Serena.

Serena alzó la mano y la tocó con los dedos. Aquella medalla señalaba su estatus como cabeza rectora de la antigua sociedad secreta Dominus Dei dentro de la Iglesia católica romana; sociedad que nació en tiempos de los esclavos cristianos en la casa del césar hacia finales del siglo I. Sin embargo Serena estaba convencida de que la medalla era también símbolo de que, como cabeza rectora del Dei, formaba parte del legendario Consejo de los Treinta de la Alineación. En su esfuerzo por descubrir los rostros de los otros miembros del Consejo, Serena había comenzado a ponerse en público la medalla.

—La tradición de mi orden asegura que Jesús la sostenía en sus manos cuando le dijo a sus seguidores que le dieran a Dios lo que es de Dios y al césar lo que es del césar.

—¿Y se supone que esa es la verdadera moneda que sostenía? —preguntó el general Gellar con escepticismo.

—Bueno, ya sabes cómo son las tradiciones —le contestó Serena con una sonrisa—. Hay tantos trozos de la cruz de Cristo a la venta en las iglesias de Jerusalén como para construir el arca de Noé otra vez.

Gellar asintió tristemente.

Y lo mismo hizo Midas.

—Jesús sufrió terriblemente a manos de los judíos.

¡Oh, Dios!, exclamó en silencio Serena, buscando un indicio de ira en la expresión del rostro de Gellar. Por suerte no encontró ninguno. Su rostro era como un anguloso pedazo de piedra. Lo cierto era que durante toda su vida Gellar había estado luchando contra el antisemitismo de los nazis, de los rusos, de los europeos, de los árabes y, por desgracia, incluso contra el de la Iglesia. Había aprendido el arte de dejar pasar las pequeñas ofensas y de encajar la derrota en las pequeñas batallas siempre que él ganara la guerra. Y jamás había perdido una guerra.

Midas, en cambio, parecía encantado con el rumbo que estaba tomando la conversación y fingía verdadero interés.

—Y dime, hermana Serghetti, ¿qué es del césar y qué es de Dios?

Serena suspiró en silencio. Se daba cuenta en ese momento de que había sido una ingenua al pensar que Midas podía ser una fuente de información acerca de las expediciones del Ártico.

—En resumen, Jesús dijo que pagáramos los impuestos al Estado y que le concediéramos a Dios nuestros corazones.

—¡Lo sabía! ¡Es el problema de todas las religiones monoteístas del mundo! —declaró Midas con bastante apasionamiento—. E incluyo entre ellas a la Iglesia ortodoxa rusa. Exigen el corazón de la gente. Y luego les exigen las manos. Y entonces es cuando empieza la guerra. El mundo estaría mucho mejor sin las religiones.

—Las guerras raramente comienzan por la religión —objetó Serena con diplomacia—. Por lo general empiezan porque dos grupos o más quieren una misma cosa.

—¿Como por ejemplo la tierra? —sugirió Midas.

—¿O el petróleo? —dijo Gellar como si fuera el eco.

—Sí —confirmó Serena—. Solo que utilizan el pretexto de la religión para disfrazar sus verdaderas ambiciones.

—Pues quitémonos las máscaras y resolvamos el problema. Tal y como estoy haciendo yo. Produciendo más cantidad de petróleo.

De repente Midas representaba él solo la imagen de la tecnología moderna capaz de unir al mundo mientras que Serena era la fe retrógrada que lo dividía.

—La tecnología no es ningún remedio para el mal, para el sufrimiento o para la muerte —le recordó Serena a Midas—. No es más que un instrumento en manos de los hombres y las mujeres que han caído. Yo no puedo redimir el corazón humano ni reconciliar a la gente del planeta.

Al oír eso, el rostro de Midas se quedó tan pálido como si hubiera visto a un fantasma. Serena sintió que se le ponían los pelos de punta en la nuca antes incluso de oír una voz familiar preguntar a su espalda:

—Vaya, hermana, ¿y cómo ocurre eso de la reconciliación?

Serena se giró despacio y vio a Conrad Yeats de pie delante de ella, vestido con un elegante esmoquin, una copa en una mano y un puro en la otra. Parpadeó y se quedó mirándolo. Los labios de Conrad sonreían, pero en sus ojos había odio. No tenía ni idea de qué hacía él allí. Solo sabía que Conrad Yeats era impredecible: nadie sabía jamás cómo iba a reaccionar. Y ella estaba asustada de verdad.

—Doctor Yeats —lo saludó Serena, titubeando—. No sabía que eras miembro del club Bilderberg.

—Bueno, es que hoy en día dejan entrar a cualquiera —contestó Conrad, que le lanzó una mirada a Midas antes de clavar los ojos en los de ella—. ¿Así que basta con perdonar y olvidar?

Hubo una pausa que resultó violenta. Serena sintió la mirada de Conrad sobre ella. Y la de todo el mundo. Excepto la de Midas. Los ojos de Midas, de un azul helado, estaban inmensamente abiertos, atónitos, mirando a Conrad con incredulidad. Y durante esa décima de segundo Serena comprendió que Midas había creído que Conrad estaba muerto.

—El perdón no es lo mismo que la reconciliación —contestó por fin Serena con una voz distante a pesar de que su corazón corría más deprisa que su cabeza—. Se puede perdonar a alguien, como a un padre muerto, sin volver a retomar la relación. La reconciliación, sin embargo, es una vía de dos sentidos.

—Interesante —dijo Conrad—. Sigue.

—Bueno —continuó Serena, apretando los labios—. Primero el que ha ofendido debe demostrar arrepentimiento y pedir perdón.

—¿Y luego?

—Luego debe reparar de algún modo la ofensa. Después de conocer a Jesús, el publicano Zaqueo reparó su ofensa devolviéndole a todo el mundo el dinero que les había timado, multiplicado por cuatro, para demostrar su arrepentimiento.

—Eso me parece bien —dijo Conrad, que aspiró una bocanada del puro—. ¿Y ya está?

—No —negó ella—. Por último, el que ha ofendido debe demostrar un verdadero deseo de restaurar las relaciones. Y eso implica ganarse la confianza del otro. Aunque claro, la confianza lleva su tiempo.

Conrad asintió y soltó un anillo de humo al aire.

—¿Y si al que ha ofendido le importa un bledo y ni siquiera te contesta al teléfono?

Serena respiró hondo. Era consciente de que Midas y Gellar se habían marchado y de que el círculo se había roto, dejándolos solos a Conrad y a ella. Conrad lo estaba arruinando todo.

—Entonces debes perdonarlo, pero no volver a restablecer la relación con la esperanza de una reconciliación.

Conrad miró a su alrededor y se dio cuenta de que estaban solos, hablando.

—Gracias por aclararme ese punto, Serena. Creía que solo tenía una razón para odiarte durante el resto de mi vida después de que me robaras y me dejaras abandonado en Washington, pero no haces más que darme más y más razones.

—¿Qué estás haciendo aquí, Conrad?

—Esa misma pregunta iba a hacerte yo a ti —se apresuró a contestar Conrad—. Creía que Jesús solía andar con los pobres, los oprimidos y los enfermos. No con los ricos y los poderosos.

—No es eso, Conrad.

—Entonces ilumíname, por favor.

—Creo que Midas está ayudando a los rusos a poner minas en el Ártico. Quiero detenerlos.

—Interesante —repitió Conrad—. Esta mañana Midas ha tratado de matarme.

—¿En serio? —preguntó Serena, ocultando su preocupación. Eso significaba que tanto Midas como Conrad sabían algo que ella no sabía. Y debía de ser algo terrible cuando atraía tan poderosamente a aquellos dos grandes hombres—. Pues espero que se haya puesto a la cola. La lista parece aumentar de año en año.

—¡Qué suerte la tuya! —exclamó Conrad, mirando por encima del hombro de Serena—. En cambio mi número se ha debido de borrar.

En ese momento la novia de sir Midas, Mercedes, los saludó con la mano y se dirigió hacia ellos con una sonrisa.

—¡Conrad! —gritó Mercedes.

Serena le susurró a Conrad al oído:

—Exprímela bien, a ver si le sacas algo de información. Puede que te confiese cosas que jamás confesaría a una monja.

Conrad miró a Serena con una expresión de desprecio.

—¿Quieres que me acueste con ella porque a ti tus votos te impiden acostarte con Midas?

—Bueno, algo así —contestó Serena—. De todas maneras ibas a hacerlo, ¿no?

Por la expresión de los ojos de Conrad estaba claro que le había hecho daño. Serena se odió por ello. Sin embargo lo prefería al hecho de que Conrad pudiera albergar alguna esperanza con respecto a ella, por mucho ella que se muriera por estar con él. Porque no había esperanza para ellos mientras la Alineación se mantuviera en pie.

—No eres más que una zorra con un crucifijo, ¿lo sabías? —dijo él.

Esas palabras desgarraron su corazón. Pero entonces llegó Mercedes, y Serena se esforzó por sonreír.

—¡Profesor Yeats! —exclamó Mercedes, lanzando un beso al aire en cada mejilla de Conrad.

—Olvidaba que habíais trabajado juntos —comentó Serena con inocencia.

—A decir verdad, el profesor Yeats trabajó para mí hasta que dejó absolutamente de funcionar —dijo Mercedes, que le guiñó un ojo a Serena y añadió—: Hermana Serghetti, si nos disculpas, voy a llevarme al profesor para ir a dar una vuelta por ahí.

Serena hubiera querido alargar la mano y agarrar a Conrad del brazo para evitar que se fuera con aquella mujer. Pero no pudo hacer otra cosa que asentir educadamente y quedarse sola, de pie, junto a la estatua de Aquiles moribundo.