18

Gstaad, Suiza

Desde el aeropuerto de Zúrich hasta la turística y distinguida aldea alpina de Gstaad, adonde iba todo el mundo a practicar esquí, había unas cinco horas en coche. Conrad tomó la Autobahn A1 con el BMW alquilado y pasó de largo por delante de la capital suiza, Berna. Tuvo que luchar contra la tentación de entrar en la ciudad y dirigirse directamente al banco propiedad de Midas, donde se guardaba en depósito la caja del barón Von Berg. En lugar de ello, al llegar a Thun giró para tomar la A6 y luego cogió la Route 11 para salir a Gstaad.

Dispondría solo de una oportunidad para entrar en el banco, pero con un poco de suerte el único hombre que podía ayudarlo seguía escondido en los Alpes.

Conrad llegó nada más cerrarse las pistas de esquí, cuando los bares, discotecas y restaurantes de cinco estrellas comenzaban a llenarse de ricos procedentes de Europa, América y Oriente Medio vestidos a la moda. Aparcó el coche a unas cuantas manzanas del palacio del sultán y siguió a pie el resto del camino. Había cambiando la placa de la matrícula con la de otro BMW que había encontrado aparcado delante de un restaurante en Zúrich, mientras el dueño comía dentro. No estaría mal que el coche se quedara enterrado bajo la nieve a la mañana siguiente.

El palacio del sultán era la joya de Gstaad: un castillo con muchas agujas que combinaba la intimidad de un hogar tradicional de los Alpes con la majestad de un palacio comparable al de Badrutt en St. Moritz. Además de sus impresionantes vistas de montañas y lagos cristalinos podía alardear de tener cinco restaurantes, tres bares, un spa de renombre internacional y el club del sultán solo para socios, tristemente famoso en los Alpes por sus actuaciones de música en vivo, sus bailes y sus interminables juergas sin toque de queda. En otras palabras: era la personificación misma de su propietario, Abdil Zawas, el hombre al que Conrad había ido a ver.

Conrad caminó por la «alfombra voladora», cruzó el foso helado y atravesó la regia puerta hasta el elegante vestíbulo del palacio. Al llegar a recepción preguntó por el director general. Mientras lo esperaba, observó a los huéspedes que tomaban copas junto a las chimeneas.

Sin duda el hotel atrae a una importante proporción de celebridades y reyes, pensó Conrad, empezando por el mismo Abdil. Su familia por línea materna se prolongaba hasta la depuesta monarquía de Egipto, la casa de Mohamed Ali Pasha. Por el lado paterno, Abdil era primo hermano del gran coronel de las fuerzas aéreas egipcias Ali Zawas, de cuya muerte Abdil culpó en su momento a Conrad.

Y pensándolo bien, recordó Conrad, Abdil debió de emitir entonces una fatua contra mí. Esperaba que se hubiera acordado de rescindirla después de que Conrad lo ayudara con el diseño del hotel y del parque temático Atlantis Palm Dubai resort. Era típico de él olvidar que todo estaba perdonado.

—Guten Abend, Herr —dijo una voz de hombre.

Conrad se giró y vio al director general del hotel: un hombre de mediana edad que lo miraba de arriba abajo. Según parecía el alemán aprobaba el atuendo de esquí que Conrad le había birlado a su incauto Doppelgänger en el carrusel de equipajes del aeropuerto de Zürich.

—Buenas noches —contestó Conrad en inglés—. He venido a ver a Abdil.

El director frunció el ceño.

—¿Tiene usted una cita?

—No necesito ninguna.

El alemán lo miró con escepticismo.

—¿Y quién le digo que ha venido a verlo, Herr?

—El Herr que hizo esto —contestó Conrad al mismo tiempo que ponía un ejemplar del diario de Berlín Die Welt sobre la mesa.

Conrad lo había comprado en Zürich. En la primera página, sobre la que Conrad no dejaba de tamborilear con el dedo, salían las fotos del Midas.

El director volvió a fruncir el ceño, pero cogió el periódico y dijo:

—Un momento, por favor.

Entonces desapareció en el despacho de atrás. Conrad oyó el sonido del dial de un teléfono y el clac de un fax. A eso siguió una conversación en alemán mantenida en un tono de voz demasiado bajo como para que Conrad pudiera traducirla.

Por fin el director del hotel volvió a salir. No paraba de sonreír.

—Por aquí, Herr. Su alteza lo verá ahora mismo.

Lo escoltó por el vestíbulo del hotel hasta uno de los tres ascensores.

—¿Cómo de alto está mi amigo Abdil estos días? —preguntó Conrad.

Al alemán no pareció divertirle el comentario.

—El palacio del sultán está a solo cien metros de altura. Es muy poco en los Alpes, pero es la altura justa para pasar una noche perfecta. Sin embargo, nuestras pistas tienen más de dos mil setecientos metros de largo. Por eso siempre les recuerdo a nuestros huéspedes que beban mucha agua para estar bien hidratados.

—Tratándose de Abdil estaremos bien surtidos de bebida —contestó Conrad.

Las puertas del ascensor, situado en el centro, se abrieron. Dentro había dos tipos de seguridad con rasgos faciales de Oriente Medio, con intercomunicadores, y anchos y abultados hombros, debido a las pistoleras que llevaban escondidas debajo de los caros trajes.

Conrad miró al director del hotel, que le hizo un gesto para que entrara en el ascensor y se despidió:

—Guten Abend, Herr.

Conrad entró. Las puertas se cerraron y uno de los guardias de seguridad deslizó una tarjeta con una clave especial para desbloquear el acceso al último piso. Apretó una combinación determinada de botones y el ascensor comenzó su ascenso hasta lo más alto del palacio.

Las puertas se abrieron dando paso a un enorme y espectacular dúplex de dos pisos de piedra y cristal. Los últimos rayos del sol poniente entraban por los cristales del techo y de las ventanas entre paredes de piedra y cascadas de agua. El tamaño del salón hada parecer pequeño el vestíbulo y había mujeres a medio vestir por los distintos grupos de muebles, chimeneas y spas de mármol.

Desde arriba sonó una voz que gritaba:

—¡Ah, el enemigo de mi enemigo!

—Es tu amigo —dijo Conrad, que alzó la vista para ver a Abdil, con la melena salvaje de un semental ondeando desde lo alto de una magnífica escalera.

El enorme egipcio, vestido con su tradicional albornoz con un emblema real distintivo y unos boxer, descendió los escalones con gran fanfarria. Conrad vio la culata de perlas de la pistola Colt que llevaba metida por la cinturilla. Abdil se creía Lawrence de Arabia, pero sin el caballo ni los excrementos: siempre había preferido planear su siguiente movimiento desde la comodidad de sus placenteros palacios esparcidos por todo el globo. Y desde Suiza se sangraban mejor los mercados financieros globales que desde Egipto, y además se evitaba la extradición por las dudosas actividades que desequilibraban sus hojas de balances.

—¡Bienvenido, amigo mío! —lo saludó Abdil, que enseguida le dio a Conrad un beso en cada mejilla—. Ven a mi comedor privado.

A cada lado de Conrad apareció una mujer y entre ambas lo ayudaron a quitarse el abrigo. Conrad siguió a Abdil al comedor en donde había una amplia exposición de fuentes con comida que le recordaron al bufé del Four Seasons de Ammán, en Jordania.

—¿Tú sabes lo que es mandar construir el yate más grande del mundo solo para que el matón ruso ese construya uno un metro más largo? —preguntó Abdil—. Para eso, lo mismo me habría dado que me circuncidaran los judíos.

—Bueno, pero ahora el tuyo es… el más largo que hay en el mar —dijo Conrad. Por un momento estuvo tentado de añadir que no le serviría de nada, pero Abdil no dejaba de dar vueltas a su alrededor con el Colt sujeto por el boxer—. Por eso esperaba que pudieras hacerme un favor.

—¿Un favor? —repitió Abdil, a quien enseguida se le encendieron los ojos.

Le gustaba el hecho de que Abdil estuviera siempre dispuesto a hacer un favor. En realidad Abdil confiaba en su habilidad como negociador a la hora de sonsacarle a su favorecido algo más valioso que lo que le otorgaba.

—Dime, por favor, ¿qué puedo hacer por ti?

—Midas es el propietario de una cosa por la que tú estuviste interesado en una ocasión —dijo Conrad—. El banco de Berna Gilbert et Clie.

Abdil asintió.

—El banco de los nazis, los árabes y otros terroristas variados, sí —recitó Abdil con sarcasmo—. Una calumnia, te lo digo yo.

Durante años Abdil había estado incluido en la lista de los terroristas saudíes internacionales más buscados de los Estados Unidos, que afirmaban que Abdil era una amenaza mayor para la casa de Saud que Osama bin Laden. Pero Conrad sabía que Abdil no era ningún musulmán fanático y mucho menos un terrorista. ¿Para qué estallar uno mismo por los aires por estar con sesenta y dos vírgenes cuando uno podía tenerlas con solo chasquear los dedos?

La «gran idea» de Abdil había consistido en inundar Oriente Medio de móviles. Mientras los ayatolás parloteaban sin parar en las mezquitas y por la televisión los chicos y las chicas árabes, a los que les estaba prohibido incluso hablar en público con el sexo opuesto, podían mandarse mensajes de texto a espaldas de sus padres. Abdil estaba firmemente convencido de que la red de móviles podía multiplicar la «fuerza perturbadora» de la cultura popular americana, acabar con la centenaria sociedad paternalista y con los déspotas de la zona y crear una verdadera revolución democrática. Y cuanto más profana e insensata fuera la cultura americana, mejor. En realidad Abdil era un árabe radical, pero de otro tipo.

El problema que verdaderamente había agriado las relaciones entre los americanos y Abdil había sido la interferencia de la CIA en las operaciones de Abdil con los servidores de red. Los americanos querían operar por su cuenta o al menos controlar las redes de móviles para poder llevar un control de las conversaciones telefónicas y los mensajes de texto. Abdil no había logrado hacerles comprender que eso no era en absoluto lo más importante y que se estaban comportando exactamente igual que los déspotas a los que querían derribar. Entonces los americanos habían congelado los fondos que Abdil tenía preparados para su querida red de movilización de la juventud árabe en el Gilbert et Clie de Berna. ¿En qué clase de mundo vivíamos, se había quejado Abdil, cuando uno podía poseer su propio banco y sin embargo no podía disponer de su dinero?

Conrad contempló la fuente con la enorme cola de langosta que acababan de ponerle delante y preguntó:

—¿Por qué dejaste que Midas comprara el banco?

—Porque no le vi el lado positivo —dijo Abdil mientras arrancaba un trozo de langosta—. Las leyes de la banca suiza y del terrorismo internacional están hechas de tal modo que si hubiera alguna ventaja por ser el dueño de un banco entonces nadie dejaría su dinero en depósito en el mismo. No tenía gracia. En cambio tú sí que pareces creer que Midas va a sacar alguna ventaja, ¿no?

—Lo que él quiere es una caja de seguridad que hay en depósito en el banco —dijo Conrad—. Pertenecía a un general de las SS llamado Ludwig von Berg.

—¿El barón de la Orden Negra? —preguntó Abdil al mismo tiempo que abría inmensamente los ojos.

—Tiene una combinación de cuatro letras —continuó Conrad, asintiendo—. Midas no la conoce, pero yo sí.

—Una de esas viejas cajas —comentó Abdil, que se inclinó hacia delante—. ¿Está en la serie de los mil setecientos o los mil ochocientos? Debe de estarlo cuando Midas no se ha atrevido a romperla para abrirla.

—Sí.

—¡Justo lo que pensaba! —sonrió Abdil—. La caja de Von Berg tendrá seguramente un sello químico que destruirá el contenido si la combinación es incorrecta, aunque solo sea por una letra. ¡Ja! ¡Debe de ser terrible para Midas saber que la tiene en sus manos y sin embargo no puede abrirla! —exclamó Abdil, que se reclinó de nuevo en la silla para reflexionar sobre la situación—. Así que crees que podrías robarle la caja delante de sus mismas narices si yo te introduzco en el banco.

—Sí —afirmó Conrad.

Las mentes astutas como la de Abdil siempre estaban ojo avizor, dispuestas a aprovechar cualquier oportunidad. Por eso hacer negocios con él era siempre algo rápido y directo. Hasta que llegaba el momento de restituirle el favor, claro.

—Bien, sí, sí —dijo Abdil—. Pero no hablemos más de esto hasta mañana. La noche todavía es joven, y somos pocos hombres para tantas mujeres.

—Gracias por tu generosidad, Abdil. Pero de verdad preferiría irme a la cama en mi propia habitación, si no te importa.

—¡Por supuesto! —exclamó Abdil, que de inmediato chasqueó los dedos.

Enseguida se acercó una esbelta y joven mujer de piel aceitunada con una pantalla digital del tamaño de una carpeta. La abrió ante Abdil como si se tratara de una camarera enseñándole al jefe de cocina el plano con las mesas disponibles del restaurante.

—La suite 647 estará bien para el gusto de nuestro amigo —dijo Abdil con una sonrisa.

Diez minutos más tarde Conrad entraba en la habitación. No le faltaban distracciones a pesar de ser mucho más pequeña que el ático de Abdil. Incluyendo entre ellas a una joven tumbada sobre la cama y vestida solo con un jersey con un estampado de delfines al estilo de las camisas de Miami.

—Me llamo Nichole —le dijo ella con acento americano—. ¿Cuál es tu historia?

—Que estoy cansado —contestó Conrad, que en ese momento decidió que lo mejor para todos era que fuera ella la que hablara—. Cuéntame la tuya.

Nichole era americana y acababa de llegar a Gstaad hacía unos meses tras asistir a la Super Bowl con su novio, un jugador de fútbol profesional. El se había marchado y ella se había quedado, etcétera, etcétera.

Conrad llegó a la conclusión de que no había modo de declinar el regalo de Abdil. No quería ofender a su anfitrión ni hacerle pensar que Nichole no era una impresionante y sexi vampiresa digna del mejor harén.

—Entonces, ¿con qué delfín estoy compitiendo yo aquí? —le preguntó Conrad.

—Con todos —contestó ella, que se echó a reír y se quitó el jersey.