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Aquella noche salían música y luz del palacio del Aquileion, pero frente a la puerta no se agolpaban ni multitudes de curiosos ni paparazzi dispuestos a sacar fotos a los invitados nada más abandonar las limusinas. De modo que la sofisticación tomó un distante segundo puesto frente al poder. Todo era muy diplomático y discreto, excepto la música: tocaba Coldplay en directo. De hecho, a Conrad se le antojó extraño: demasiado en la cresta de la ola contemporánea en medio de una reunión del más viejo mundo.

Conrad iba sentado en el asiento de atrás de la limusina con un esmoquin de Armani. Andros hacía el papel de chófer. Conducía lentamente el sedán sin salirse de la cola de limusinas negras que se alineaban ante la puerta principal del palacio, custodiado por marines de los Estados Unidos.

Andros, a quien Conrad jamás había visto tan nervioso, apretó el botón para abrir el maletero del coche y bajó la ventanilla para hablar con los marines en griego:

—Traigo a su alteza real, el príncipe Pavlos. Uno de los guardias dirigió la linterna hacia la ventanilla trasera del pasajero, al tiempo que Conrad la bajaba para que viera mejor su imitación de la realeza griega. El guardia comprobó la correspondencia del nombre y de la cara con lo que tenía en los documentos que llevaba en la mano. Mientras tanto, otros tres guardias examinaron el interior del maletero y la parte baja del sedán con espejos sujetos a prolongaciones. La semejanza de los rostros de Conrad y Pavlos fue suficiente para el marine que, tras recibir el visto bueno de sus compañeros, le hizo una seña con la mano al chófer para que continuara.

Andros soltó un suspiro de alivio de camino a la entrada del palacio. Luego alzó la vista hacia el espejo retrovisor.

—Venir aquí no ha sido una buena idea.

—Hemos conseguido entrar, ¿no?

—Solo porque los marines americanos en realidad no conocen el aspecto de Pavlos de cerca y en persona. La familia de Pavlos ni siquiera es de ascendencia griega. Pertenece a una dinastía que impusieron originalmente los antepasados bávaros de los miembros de este club. Pero créeme, tanto los griegos que forman parte del gobierno como los evzones que están en la puerta sabrán que eres un impostor.

Andros se refería a los miembros de la seguridad griega que tenían un poco más adelante. Eran miembros de la élite ceremonial de la guardia presidencial griega que, además de custodiar el Parlamento y el palacio presidencial de Atenas, vigilaban durante las recepciones a los dignatarios extranjeros. Vestían uniformes de infantería tradicionales y llevaban gorras rojas adornadas con largas borlas negras y zuecos de piel rojos con pompones negros.

—Son solo figuras decorativas, Andros. Hombres con faldas escocesas.

—Sí, con rifles de batalla M1 Garand semiautomáticos y con bayoneta.

Al acercarse el coche a la fachada de columnas del palacio, Conrad reconoció a cuatro miembros del club Bilderberg.

Estaban de pie en la escalinata de entrada, dando la bienvenida a los invitados. Se trataba de su majestad la reina Beatriz, de los Países Bajos; su alteza real el príncipe Felipe de Bélgica; William Gates, el fundador de Microsoft y el hombre más rico del mundo, el tercero en llevar ese nombre; y otro hombre que Andros le dijo que era el ministro de Economía griego.

—¡Pues sí que estamos listos! —exclamó Andros.

—Recuerda, amigo mío, que tú eres más rico que la mitad de ellos y mucho mejor que la otra mitad.

Andros detuvo la limusina. Un evzon le abrió la puerta a Conrad mientras otro anunciaba su llegada en inglés:

—El señor Conrad Yeats, de los Estados Unidos de América.

Así que desde el principio todo el mundo ha sabido que era yo, pensó Conrad con un sobresalto.

Conrad volvió la vista hacia Andros, pero el evzon había despedido ya a la limusina para dar paso a la siguiente. Conrad estaba solo frente a la sonriente reina Beatriz, que le estrechó la mano con bastante frialdad.

—Me alegro de conocerle, doctor Yeats. Y de que al final haya podido venir en el último minuto en sustitución del doctor Hawass, de El Cairo. Estamos ansiosos por oír tus puntos de vista sobre la arqueología y la geopolítica de Oriente Próximo.

—Es un placer —contestó Conrad.

Conrad le estrechó la mano con toda tranquilidad al príncipe Felipe y a Bill Gates. Sabía que había sido un estúpido al pretender colarse delante de sus narices. Y así se lo hacían saber sus anfitriones al permitirle pasar y exhibirlo en público ante todos.

—Le oí hablar acerca de la alineación de las estrellas y de los monumentos de Washington en la conferencia TED de Monterrey hace unos dos años —comentó Gates—. Recuerdo que pensé que o bien estaba usted completamente loco, o era el equivalente en arqueología del hacker más peligroso del mundo.

Conrad no sabía si eso era un halago o una crítica. La reina Beatriz le indicó que debía tomarla del brazo, y los dos subieron juntos los tres escalones de mármol hacia la entrada principal.

Los invitados se habían ido reuniendo en el vestíbulo de la entrada, al pie de una impresionante escalera flanqueada por las estatuas de Zeus y de Hera. En lo alto de las escaleras había un mural grandioso en el que se mostraba cómo Aquiles arrastraba el cadáver de Héctor detrás del carro ante las murallas de Troya. Conrad esperaba que aquella escena no fuera una profecía de lo que iba a ocurrir esa noche. Esperaba que la cortesía de su anfitriona se extendiera al resto de los invitados.

—¿Puedo preguntar a qué se debe este tratamiento tan especial, su majestad?

—Todos nuestros invitados de esta noche son especiales, doctor Yeats.

Conrad observó a la multitud subir lentamente la impresionante escalera hasta el segundo piso, que daba a una terraza y al jardín. En la lista de invitados que Conrad había visto había unos ciento cincuenta nombres, y de ellos alrededor de cien eran europeos y el resto eran norteamericanos. En su mayor parte eran gobernantes o miembros de grupos financieros y de comunicación.

Conrad reconoció de inmediato a una de esas personas: la nueva editora del The Washington Post. Era rubia, alta y delgada, y por desgracia, también ella lo vio.

—¡Conrad Yeats! ¿Qué diablos estás haciendo tú aquí? ¿Pretendes ocupar el puesto de tu padre?

—Hola, Katharine —contestó Conrad—. Pues a ti tampoco se te da mal ocupar el puesto de tu abuela.

Katharine llevaba su reloj blanco de siempre con el dibujo de la calavera y los huesos formado con diamantes falsos. Conrad jamás la había visto sin él. La observó reunirse con un grupo de personas que la esperaban al pie de las inmensas escaleras.

—Ah, así que conoce a la señorita Weymouth —comentó la reina Beatriz.

—No hemos bailado juntos más que una o dos veces cuando estábamos en la universidad —contestó Conrad—. Creía que la prensa tenía prohibida la entrada a esta reunión.

—En absoluto —dijo la reina—. Han venido unos cuantos representantes de los medios de comunicación europeos y americanos. Pero se han comprometido a no informar de lo que ocurra en esta reunión y a no conceder entrevistas a otros medios no invitados para evitar filtraciones. De otro modo, traicionarían el objetivo de la reunión.

—¿Y cuál es ese objetivo? —preguntó diplomáticamente Conrad.

La reina sonrió y apretó la mano de Conrad entre las suyas. Tenía las manos pequeñas, pero firmes.

—Simplemente permitir que los líderes del mundo expongan con libertad sus opiniones.

—Haré todo lo que pueda para cumplir con ese compromiso —prometió Conrad que, acto seguido, se giró hacia la escalera.

—Antes de eso, su amigo y padrino de esta noche quiere hablar con usted en la sala del káiser —le informó la reina Beatriz.

—¿Mi padrino? —repitió Conrad.

Conrad dio un paso hacia la sala que había a la derecha del vestíbulo, pero la reina le tiró del brazo.

—Esa es la capilla. No creo que quiera ir allí. Quizá más tarde. La iconografía no tiene igual. La sala del káiser está en esa otra dirección —le indicó la reina, haciendo un gesto hacia un pequeño pasillo a la izquierda de la gran escalera—. Ha sido un placer conocerle, doctor Yeats.

La reina pronunció la última frase con un desconcertante tono de voz que sonó definitivo y final.

Conrad se despidió de ella. La reina volvió a la escalinata principal y él se dirigió hacia la sala del káiser. Entró en un despacho. Allí lo esperaba un hombre bajito con una barriga como un tonel, vestido con esmoquin: Marshall Packard, el anterior secretario de Defensa de los Estados Unidos y en ese momento presidente de su agencia de investigación y desarrollo, la DARPA.

—¡Demonios, Yeats!, ¿hay alguna mujer viva con la que no hayas tenido relaciones? —preguntó Packard.

Debe de haber sido testigo de mi encuentro con Katharine en el vestíbulo, pensó Conrad.

—Estás violando el Acta de Logan, Packard, y tú lo sabes —dijo Conrad—. Tú y todos los americanos que hay aquí, dispuestos a discutir acerca de temas de seguridad nacional de los Estados Unidos con gobiernos extranjeros.

Packard se sentó detrás de la antigua mesa del káiser y se puso cómodo en el sillón de cuero.

—Ahórrate el sermón, príncipe Pavlos, y cierra la puerta.