20
Conrad se despertó a la mañana siguiente en el palacio del sultán y encontró una nota de Nichole escrita a mano sobre la almohada. Se había ido a hacer snowboard a la ladera de Videmanette y quería encontrarse con él para comer en el glaciar 3000 a las dos de la tarde. Miró el reloj y comprobó que eran las diez. Había dormido más de doce horas.
Sobre la mesa lo esperaba un desayuno continental y un periódico. Se puso las zapatillas que encontró al pie de la cama y se ató el cinturón de la bata. Se sirvió café caliente de la cafetera de plata y se sentó ante la mesa para leer el ejemplar del periódico francés Le Monde.
Había una foto de Mercedes en la primera página con un titular que decía: «Funeral en Francia por Mercedes Le Roche, de treinta y dos años, este lunes».
En la página ocho había una foto más pequeña de él. ¿Cómo demonios había podido pasarle desapercibido a Nichole el hecho de que él era un fugitivo? Tendría que rezar para que no lo viera en ninguna foto o para que fuera una de esas personas que jamás leen un periódico. Conrad se tranquilizó pensando que eso era bastante probable.
Sin duda Midas asistiría al funeral para demostrar su valor ante el mundo entero. Lo cual constituía para él una oportunidad perfecta: mientras Midas iba al funeral en París, él daría el golpe en el banco de Berna.
Dejó el periódico sobre la mesa y vio que alguien había deslizado un sobre por debajo de la puerta. Se acercó y lo recogió. Contenía los planos arquitectónicos del banco de Berna. Estaba todo en francés. Junto a los planos había una nota de Abdil escrita con una letra perfectamente clara de mujer en la que se le ordenaba que subiera al ático a conocer a una tal señora Haury.
Conrad no tenía ni idea de quién podía ser la tal señora Haury, pero sí sabía que tenía que moverse con rapidez e ir varios pasos por delante de la Alineación, de la Interpol y de todos aquellos que en ese momento lo perseguían. Tenía que hacerse con el contenido de la caj a de seguridad del barón Von Berg en el banco de Berna. Porque era lo único de valor que tendría para negociar.
Abrió el armario repleto de trajes a la medida para él hechos en Milan's Caraceni. Las telas, dignas de un príncipe, parecían confeccionadas en otro mundo y los trajes le sentaban perfectamente.
El sastre debía de haber estado trabajando toda la noche con la pistola en la sien para tener todos aquellos trajes tan pronto. Y, teniendo en cuenta que era Abdil quien los había encargado, Conrad no pudo sino preguntarse cómo lo habría conseguido en realidad.
Los dos guardias de seguridad que había delante de su puerta lo escoltaron por el pasillo hasta el ascensor. Los tres subieron juntos. Al llegar al ático Conrad se dio cuenta de que no habría podido bajar al vestíbulo aunque hubiera querido.
La única forma de salir de aquel palacio era por el ático.
El ático de Abdil tenía un aspecto completamente diferente a plena luz del día. Conrad habría jurado que alguien había vuelto a amueblarlo, incluyendo las esculturas y las obras de arte que colgaban de las paredes. Esa mañana parecía la sala de juntas de proporciones majestuosas de una empresa internacional.
Pero Abdil no estaba. Lo recibió una mujer rubia de sinuosas curvas que estaba de pie junto a una enorme mesa de conferencias. Sobre la mesa había una caja de seguridad de latón decorada con una puerta de acero inoxidable que tenía cuatro diales de latón brillantes así como una cerradura del mismo material. Sin duda procedente del depósito de un banco.
—Me llamo Dee Dee —dijo la mujer—. Soy la directora ejecutiva americana del departamento de obras de arte y objetos de colección de Abdil. Tengo entendido que quiere usted retirar ciertos objetos de su caja de seguridad del banco Gilbert et Clie de Berna.
—Así es —contestó Conrad, que contemplaba la caja y sus cuatro brillantes diales—. Pero supongo que sería mucho pedir que fuera esta la caja en cuestión.
—Eso me temo —dijo ella—. Sin embargo la caja que quiere usted abrir seguramente es del mismo tipo que esta. Tome asiento, por favor.
Conrad se sentó en un sillón de piel que parecía un trono para escuchar a la impecable Dee Dee explicar la historia de la caja. Parecía como si estuviera haciendo una demostración para la tienda en casa.
—Cualquier caja del banco Gilbert et Clie que tenga un número mil setecientos está entre las más preciosas antigüedades de la cámara acorazada —comenzó diciendo ella—. Significa que es una caja que tiene una cerradura triple. Es algo muy poco habitual. Bauer AG fabricó muy pocas así en 1923 y son extremadamente raras.
Conrad tocó la caja de latón y acero. No tenía más que siete centímetros y medio de ancho por cinco de alto y casi dieciocho de largo. ¿Hasta qué punto podía ser grande el secreto que ocultaba el barón Von Berg en una caja tan pequeña?
—Yo solo veo dos cerraduras —dijo Conrad—. La combinación de los cuatro diales y la cerradura de llave que hay al lado.
—Eso es lo que se supone que se ve —dijo ella—. La combinación no se puede perder de vista, en eso estamos de acuerdo. Tiene cuatro diales de latón y un total de 234.256 posibles combinaciones. Es imposible de olvidar.
Si, pensó Conrad, el barón Von Berg jamás olvidaría las letras. Se lo imaginó girando los diales hasta alinear las letras A-R-E-S.
—¿Y las otras dos cerraduras?
Dee Dee asintió y añadió:
—Las otras dos cerraduras de llave comparten un mismo mecanismo que está albergado en el interior de un solo hueco de cerradura.
—¿Dos cerraduras en el interior de un solo hueco de cerradura? —repitió Conrad—. ¿Cómo funciona eso?
—Con dos llaves, naturalmente —contestó ella al mismo tiempo que dejaba dos llaves sobre la mesa. Una era de color plateado y la otra dorado—. Una la tiene el banco y la otra el cliente. Permítame que se lo enseñe. Yo seré el banco, usted el cliente.
Dee Dee le tendió la llave dorada del cliente y recogió la llave de color plateado del banco de la mesa.
—Lo primero es lo primero. Antes hay que poner la combinación. Yo misma he fijado la de esta caja. Es «OGRE».
Conrad giró el primer dial hasta la letra «o», el segundo hasta la letra «g», el tercero hasta la letra «r» y el cuarto hasta le letra «e». Enseguida oyó un inconfundible clic procedente del interior de la caja.
—¡Espere un momento! —exclamó Conrad—. Si lo primero que tiene que hacer el cliente para abrir la caja es poner la combinación antes de meter las dos llaves, entonces el empleado del banco sabrá el código de la caja del cliente.
—Sí, pero el cliente cambiará el código siempre antes de cerrar la caja —replicó ella—. Es como cambiar la contraseña del ordenador, solo que más seguro —añadió, alzando la llave plateada del banco—. Y ahora la cerradura de palanca. Tiene siete muescas de latón y dos pestillos diferentes para un total de nueve palancas —continuó, metiendo la llave plateada en el hueco único—. La llave del banco desplaza las tres muescas de arriba y el pestillo superior para desbloquear la primera parte de la cerradura —dijo al mismo tiempo que giraba la llave y lo ponía en práctica—. Y así usted, el cliente, puede insertar su llave. Adelante.
Conrad metió la llave dorada en la cerradura y la giró hasta que notó que se detenía.
—Su llave desplaza las cuatro muescas de abajo, así como el cerrojo —explicó ella—. El cerrojo de abajo está conectado con el cerrojo de la puerta y con la combinación. Por eso es por lo que nota usted cierta resistencia.
—¿Por qué no se abre?
—Para que usted pueda girar la llave noventa grados hasta la posición vertical es necesario que cada uno de los diales de la combinación alfabética esté exactamente en la letra correspondiente.
Conrad comprobó los diales. Se leía «OGRE» claramente.
—Los cuatro diales están colocados correctamente. ¿Cuál es el problema?
—El problema es que aún no hemos terminado —dijo ella—. Una vez que la llave del cliente está en posición vertical y que el pestillo se halla parcialmente retirado hay que volver a girar suavemente los cuatro diales a ambos lados, de modo que el mecanismo le permita girar del todo la llave hacia la derecha para abrir.
Conrad sacudió la cabeza. Von Berg era un hijo de puta paranoico, pensó. Aunque él habría sido exactamente igual de cauteloso de haber trabajado para el dictador más desquiciado del mundo.
Dee Dee pareció creer que le debía una explicación.
—Se supone que el hecho de que el barón tuviera que girar los cuatro diales a ambos lados suavemente antes de abrir la puerta de la caja servía para darle tiempo a asegurarse de que no había nadie más en la cámara acorazada aparte del empleado del banco, de modo que nadie podía ver su combinación secreta.
—¿Y si en algún momento cometo un error?
—Con estas cajas no hay segundas oportunidades —contestó Dee Dee—. El sello químico de la caja romperá y destruirá el contenido. Por eso un hombre tan poderoso como Roman Midas puede tener el banco en propiedad y a pesar de todo no puede abrir la caja del barón Von Berg. No hay más que una oportunidad de abrir una caja de este tipo. Adelante. Inténtelo.
Conrad giró la llave. La cerradura se abrió. Levantó la tapa de la caja y vio varios tacos de billetes de dólares americanos con la foto de Ben Franklin. Debía de haber unos diez millones de dólares dentro de la caja. Conrad alzó la vista. Él y Dee Dee se miraron a los ojos.
—Nada más salir del banco cambiará usted el contenido de esta caja por el de la otra con el señor Zawas —dijo ella.
Dee Dee hizo una pausa para asegurarse de que Conrad había comprendido y de que estaban de acuerdo. Abdil Zawas no dejaba escapar una sola oportunidad: quería darle a Conrad todos los incentivos posibles para que volviera al palacio después del trabajito.
—Comprendo —dijo Conrad—. Seguro que el señor Zawas tiene una caja más grande para meter mi cuerpo por si no aparezco.
—El señor Zawas afirma que lo que usted quiere no es el contenido de la caja, sino la información que puede revelarle ese contenido —dijo Dee Dee, que enseguida cerró la caja—. Él sí que quiere ese contenido y con gusto le pagará este precio previamente acordado si es que eso es cierto.
—Bien, solo queda un problema —añadió Conrad—: yo tengo la clave de la combinación, pero no tengo la llave del cliente.
—Probablemente la tendrá el banco —dijo Dee Dee—. Los clientes como un general nazi que tienen por costumbre viajar a lugares remotos y peligrosos suelen dejar que sea el banco quien les guarde la llave porque ellos no quieren perderla. Mientras no olviden el número de la caja o el código de la combinación o mientras no se lo digan a nadie más, cosa que sería de tontos…
—¿Incluso aunque no me parezca al heredero del barón Von Berg o, peor aún, aunque me reconozcan a primera vista?
—El ujier del banco sabrá que tiene usted asuntos allí en cuanto le proporcione el número de la caja. Y en cuanto vea que se trata de un número mil setecientos concluirá que es uno de los clientes más antiguos del banco.
—¿Sin análisis biométricos ni nada?
—Eso solo ocurre en las películas —contestó Dee Dee—. La genialidad del sistema de seguridad suizo consiste en que es un sistema sencillo y transparente. No hay ninguna razón para preocuparse por el hecho de que alguien pueda entrar en tu ordenador, acceder a tus datos o falsear tu identidad. Las cerraduras, las llaves y las combinaciones están ganando la apuesta contra los chips día a día. Son como las pirámides de Egipto que usted se dedica a asaltar: las cajas suizas sobrevivirán durante años. Piense en esa caja sencillamente como en otra tumba que asaltar y todo irá bien.
—¿Y qué pasará cuando presente el número de la caja y el ujier del banco informe de inmediato a Midas de que hay una persona que quiere abrir la caja?
—¡Ah!, que le permitirán abrirla —contestó Dee Dee—. Solo que no le dejarán salir del banco con el contenido. Pero en eso yo ya no puedo ayudarlo. No obstante, el señor Zawas dice que tiene usted los planos del banco.
—Sí —afirmó Conrad—. Pero no sé hasta qué punto son exactos.
—Me temo que en eso tampoco puedo ayudarlo —añadió ella—. Sin duda el señor Roman Midas ha hecho algunas modificaciones en el banco que no se reflejan en los planos.
—Sin duda —repitió Conrad.