32
Conrad se sentó en la cama. Esperaba con ansiedad a que Serena saliera del baño sin dejar de preguntarse qué aspecto tendría. No había mucho espacio en su mochila como para llevar un camisón o ropa para cambiarse. Sin embargo, en otros momentos decisivos de intimidad física entre los dos, Serena siempre se las había ingeniado para sorprenderlo y dejarlo luego con las ganas.
—¿Conrad? —lo llamó ella desde el baño—. ¿Cómo descubriste cuál era la caja de Von Berg?
—Estaba grabado en la placa metálica de la calavera.
—¿Cuál era el código?
—ARES, el dios de la guerra.
—Sí, es lógico —dijo ella—. ¿Y el número de la caja?
—1740.
—No hubo respuesta.
Conrad hizo una pausa y se preguntó si debía decir algo más. Entonces alzó la vista. Serena había salido del baño vestida solo con la camisa blanca que ocultaba al mismo tiempo que resaltaba su irresistible figura. Conrad tragó con fuerza y se puso de pie al verla acercarse.
Ella se paró a escasos centímetros de él y lo miró a los ojos. Sus cuerpos no se tocaron, pero él sintió un inconfundible intercambio de energía sexual entre los dos.
—¿De verdad crees que forjaron esa arma basándose en la tecnología de la Atlántida? —preguntó ella.
—Creo que es cierto que esa arma transforma el agua en fuego a cierto nivel molecular y que Von Berg tenía una conexión con la Antártida que, a su vez, pudo estar conectada con la Atlántida.
—Eres tú quien tiene el ADN de los ángeles, Conrad. Tanto la Alineación como los americanos piensan que tienes restos de sangre de nefilim.
Según el capítulo sexto del Génesis los nefilim eran los hijos de los misteriosos «hijos de Dios»: ángeles caídos, a juicio de algunos teólogos, que habían cohabitado con mujeres. El diluvio universal barrió por completo su civilización de la faz de la tierra, diluvio que según la Biblia fue fruto de la ira de Dios, causada por la corrupción humana.
—Tú los llamas nefilim y yo los llamo habitantes de la Atlántida —dijo Conrad—. De todos modos, al final todos compartimos el mismo ADN ancestral.
—Unos más que otros.
—Sin embargo eso no me ha servido de nada hasta ahora —comentó Conrad, encogiéndose de hombros.
—A mí sí me sirvió en D. C. —le recordó Serena—. Tu sangre fue mi vacuna contra el virus de la gripe de la Alineación.
—¡Ah, cierto! Así que tú y yo ya hemos intercambiado fluidos corporales.
Los cálidos ojos de Serena lo envolvieron a pesar de mantener esos escasos centímetros de distancia entre ambos. Conrad apenas podía resistirse a abrazarla.
—¿Por qué has vuelto, Conrad?, ¿por qué has vuelto después de lo que te hice?
—Sabía que había otros factores en juego, Serena. Tenía que descubrir cuáles eran.
El rostro de Serena parecía triste, derrotado.
—¿Y luego qué? —insistió ella—. ¿Cuáles eran tus planes de futuro para nosotros dos… si es que crees que tenemos un futuro?
—¿Te refieres a si tú no fueras miembro de la Alineación, o a si no fueras monja?
—Técnicamente hablando, ya no soy monja. Tuve que abandonar a las carmelitas para entrar en el Dei. Y como el Dei no reconoce a las mujeres como candidatas a sus filas, en realidad soy como un líder laico dentro de la Iglesia.
Una chispa de esperanza prendió en el corazón de Conrad.
—Eso es maravilloso —soltó él, agarrándola de la mano—. La mejor noticia que he oído.
—Entonces, ¿cuántos niños quieres tener, Conrad? —preguntó Serena, tratando evidentemente de asustarlo. Serena no era ninguna mojigata—. Tendrás que cuidar de ellos. Lo sabes, ¿verdad?
—¿Yo?
—Solo porque no sea monja eso no quiere decir que vaya a dejar de lado el trabajo de viajar a los rincones más recónditos de este mundo del Señor para ayudar a los más necesitados.
—Por mí, bien —dijo él, siguiéndole el juego—. Por lo general las ruinas suelen estar por esos mismos sitios. Puedes atarte a los niños a la espalda y colgarte de los árboles todo lo que quieras.
—¿Tienes algo contra las niñas, Conrad?
—Nada —negó él—. Solo que, biológicamente hablando, ¿no soy yo el que decide eso? Supongo que solo hay un modo de averiguarlo —dijo Conrad, que la atrajo suavemente hacia sí. Su voz se hizo más tierna para añadir—: Tú eres lo único que tengo en la vida, Serena. Todo lo demás es polvo. El asentamiento de esclavos hebreos que descubrí junto a la pirámide de Giza. Ha desaparecido. La Atlántida en la Antártida. Ha desaparecido. Lo único que conseguí recuperar fueron los globos, pero el tío Sam y tú me los robasteis.
—Lo siento, Conrad. De verdad que lo siento.
—No, no lo comprendes, Serena. Ya no me importa. No necesito hacer grandes descubrimientos. Tú y yo podemos hacer los nuestros. Eres tú lo que he estado buscando toda mi vida. Lo supe en el mismo momento en que te vi. Y no quiero perderte nunca más.
Los ojos de Serena brillaban a causa de las lágrimas. Serena se arrojó en brazos de Conrad, lo rodeó por el cuello, alzó sus encantadores labios hacia él y lo besó.
Conrad sintió que tanto su cuerpo como su espíritu volvían a la vida al abrazarse los dos. No podía creer que estuviera a punto de suceder.
—Por favor perdóname, Conrad, por todo lo que te he hecho —dijo ella, besándolo una y otra vez—. Por lo que te voy a hacer.
Su cabeza era un torbellino de puro éxtasis. ¿Os e trataba de algo más? Conrad abrió los ojos y vio que la habitación daba vueltas por detrás de la imagen borrosa del rostro de Serena.
—¡Te odio! —gimió él mientras la droga que ella le había suministrado, fuera la que fuera, se adueñaba lentamente de todo su cuerpo.
—Perdóname —susurró ella sin dejar de besarlo abierta, apasionadamente, hasta que Conrad lo vio todo negro.