30
Conrad contempló a Serena, sentada frente a él en la mesa de la cubierta del barco. Era evidente que estaba disfrutando de la cena en el lago que les había preparado personalmente el chef, Stefano Baiocco: sopa de pescado con calamares diminutos, jamón de Parma con gambas y corazones de alcachofa, un pescado blanco del lago Garda llamado corégono y tagliolini al pesto. Todo bien regado con los vinos más increíbles.
Cuando terminaron de cenar y el sol se puso por fin, Conrad se reclinó sobre el respaldo de la silla para escuchar lo que Serena tenía que contarle.
Según los cuatro Evangelios del Nuevo Testamento, Judas había vendido a Jesús al consejo rector de los judíos, el sanedrín, por treinta monedas de plata. Esos treinta siclos se sacaron del cofre en el que se guardaban las tasas del templo. Después de que el sanedrín entregara a Jesús a los romanos, a sabiendas de que estos lo iban a crucificar, Judas sintió tales remordimientos que se ahorcó. Pero antes volvió al templo y les arrojó las monedas a los sumos sacerdotes. Y estos eran perfectamente conscientes de que esas monedas estaban manchadas de sangre, así que no podían volver a depositarlas de nuevo en el cofre sagrado del templo. Por eso utilizaron ese dinero para obras de caridad. Compraron tierras y las convirtieron en un cementerio para los pobres que no podían pagarse un entierro digno.
—Todo eso ya lo sé —dijo Conrad—. Continúa.
Serena le contó que, según la tradición del Dominus Dei, el hombre que le vendió las tierras al sanedrín utilizó esas treinta monedas de plata para comprarse él otras tierras nuevas. Se las compró a san Mateo, el antiguo cobrador de impuestos y discípulo de Jesús, que fue quien escribió el relato autorizado de lo que ocurrió con las monedas de Judas. Es más: las tierras que vendió Mateo eran las mismas que se había comprado antes Judas para sí con el dinero que había robado de la malversación de los fondos de los discípulos.
Conrad sabía que era difícil decidir cuándo una tradición apócrifa era auténtica, pues a menudo muchas servían a los propósitos personales de quienes las alimentaban, así que se mostró suspicaz.
—¿Y por qué iba Mateo a querer esas monedas?, ¿qué hizo con ellas?
—En realidad la tradición de la Iglesia no especula sobre lo que le sucedió a Mateo, pero de algún modo esas monedas llegaron a Roma —contestó Serena—. Ten en cuenta que el Dei se había infiltrado en la corte cesariana mucho antes de que san Pablo llegara a Roma y de que el emperador Nerón lo decapitara. Algunos eran sirvientes del césar y otros formaban parte de la guardia pretoriana, pero todos profesaban secretamente la fe cristiana. Es a ellos a quienes Pablo dirige su última carta desde la prisión antes de la ejecución.
—¿Y se quedaron mirando mientras la cabeza de Pablo rodaba por los escalones de palacio? —preguntó Conrad, incrédulo—. ¡Qué buenos amigos, Serena! Aunque supongo que primero hay que salvarse uno mismo para poder salvar al mundo. Eso fue lo que dijo Jesús, ¿no? Ah, no, creo que no.
—No pretendo excusar al Dei, Conrad. Solo te cuento la historia. Los emperadores romanos eran dioses a los ojos del mundo y solo por esa razón cualquier cristiano que declarara públicamente servir a otro dios se enfrentaba a la pena de muerte. Así que, en lugar de utilizar los antiguos códigos como las cruces o los peces, que los servicios secretos de la Roma imperial ya habían descubierto, prefirieron utilizar los siclos de plata para identificarse los unos a los otros.
—¿Y durante cuánto tiempo funcionó eso? —preguntó Conrad.
Serena lo miró con una sonrisa divertida.
—Más o menos durante trescientos años. Hasta que el emperador Constantino se convirtió al cristianismo y lo declaró la religión oficial del imperio.
—Una religión completamente corrompida por el poder —señaló Conrad—. En algún momento esas monedas dejaron de ser un recuerdo de familia que se heredaba de generación en generación. Se convirtieron en objetos por cuya posesión se asesinaba al legítimo propietario con tal de escalar peldaños dentro de la Alineación.
—No sé cuándo exactamente comenzó a ser así —dijo ella—. Puede que con los caballeros templarios.
—¿Qué diablos estás haciendo tú con esa gente, Serena? Eso es lo que quiero saber. Sobre todo después de haberme jurado amor eterno debajo del National Malí, en Washington, para luego dejarme tirado y robarme el globo terrestre.
Serena se puso visiblemente tensa ante la mención del globo, y Conrad se alegró de ver que seguía siendo un asunto delicado también para ella.
—Estados Unidos ha sido siempre el objetivo de la Alineación desde su misma fundación; estaban a punto de hacerse con el control político desde dentro cuando tú los detuviste —comenzó a explicar Serena—. Me dejaste sola bajo la plaza de L'Enfant con el globo, el sello secreto de los Estados Unidos y esos espeluznantes bustos de Houdon de los «otros» padres fundadores de América, y yo no sabía si conseguirías parar a la Alineación y volver a buscarme.
—Así que decidiste robar el globo.
—Si la Alineación hubiera conseguido su propósito de hacerse con el gobierno federal, Conrad, entonces habrían sido ellos los que se habrían quedado con los dos globos. No podía arriesgarme, y menos después de reconocer el rostro de uno de esos bustos. Su parecido familiar, junto con mi conocimiento de su historia personal, me hizo relacionarlo con el cardenal Tucci, miembro del Dominus Dei, y miembro también de la Alineación. No me enteré de que el Dei era un órgano de la Alineación hasta después de que Tucci se suicidara y me pasara el mando a mí, o más bien la medalla.
Conrad hizo un enorme esfuerzo por mantener el mismo tono de voz sereno y dijo:
—Pero no era necesario que te la quedaras.
—¿Crees que debí escaparme contigo para hacer el amor, tener un montón de niños y dejar que el mundo se fuera al infierno?
—Sí, si la alternativa era hacerte cómplice del demonio.
—A veces tienes que unirte a ellos para vencerlos, Conrad. El Dei es solo uno de los brazos de la Alineación: el eclesiástico, representado por una moneda que ahora es mía. Destruir una sola célula no contribuye en exceso a dañar a toda una gran organización. Tú sabes que la Alineación va mucho más atrás en el tiempo que la misma Iglesia, hasta los egipcios e incluso hasta la Atlántida. Utilizan imperios, religiones y órdenes nuevos constituidos en mundos nuevos igual que las langostas, que van consumiendo un anfitrión detrás de otro. Ahora estas monedas se hallan en manos de los políticos, los financieros y los líderes culturales más poderosos del mundo.
Conrad suspiró. No conseguiría llevársela a la cama esa noche de ninguna forma.
—Así que quieres ponerles nombres a las caras.
—No, quiero ponerles caras a los nombres que ya tengo.
Serena le explicó que la Alineación estaba estructurada exactamente igual que las categorías de los ángeles. En lo más alto estaba el Gran Maestre, rodeado de treinta «caballeros». Además de poseer una moneda original de Judas, cada caballero tenía un nombre divino que describía su naturaleza o papel dentro de la organización.
—Sorath es el nombre del Gran Maestre —le contó Serena—. Es un ángel caído. Según cree Roma, su número es el 666. Yo no tengo ni idea de quién es, pero supongo que asistirá a Rodas, porque el Consejo de los Treinta va a reunirse allí por primera vez en trescientos años.
—¿Por qué ahora?
Conrad conocía en parte la respuesta. Sin duda, el hecho de haber recuperado el Flammenschwert, una tecnología legendaria de la Atlántida, tenía que ser un factor importante. Sin embargo sospechaba que no era el factor determinante.
Serena se encogió de hombros.
—Supongo que eso lo averiguaré cuando llegue allí.
Había algo que ella no le contaba, pero Conrad no supo descifrar con exactitud qué era.
—¿Y tú, Serena? ¿Cuál es tu nombre?
—Naamah —dijo ella, bajando la vista—. El ángel caído de la prostitución, que les es más agradable a los hombres que a Dios.
Conrad decidió que no quería hablar de ese tema: en realidad ya estaba muerto de miedo.
—¿Y Midas?
—Bueno, es evidente que él ha heredado la categoría del barón Von Berg —dijo Serena—. Su nombre es Xaphan, el ángel caído que mantiene vivo el fuego del infierno.
—En eso tienes razón —confirmó Conrad, que decidió contarle a Serena toda la historia del submarino hundido y del Flammenschwert.
Serena pareció quedarse atónita. Era como si de repente todo cobrara sentido para ella.
—Conozco la leyenda del fuego griego y sé que se usó durante las cruzadas, pero jamás imaginé que los nazis hubieran encontrado el modo de hacerse con una tecnología de la Atlántida.
—Pues, según parece, así fue. Yo he visto esa tecnología en acción y de cerca.
Conrad notó que Serena se perdía en sus propios pensamientos. De pronto percibió que un rayo de luz cruzaba sus ojos marrones.
—¿Y qué me dices de la caja de seguridad que el barón Von Berg dejó en depósito en Berna? —preguntó Serena—. ¿Qué había dentro?
—Esto —contestó Conrad, que acto seguido dejó de golpe el siclo de Tiro sobre la mesa—. ¿Ves? Yo también tengo una.